Análisis Internacional

El desnudamiento del hegemón occidental: hacia un final sin finalidad

En sus momentos finales, Occidente busca mantener su hegemonía mundial sacrificando todos los elementos que, en cuanto hegemón, incorporó de manera no-esencial, sino sólo discursiva: la libertad de expresión, el respeto a los Derechos Humanos, la relevancia del diálogo, el rol central de la opinión pública, la amplitud desinteresada del conocimiento científico, la valoración del arte y la alta cultura; en suma, el ideal de la razón como égida civilizatoria.

El desnudamiento del hegemón occidental: hacia un final sin finalidad

Autor: El Ciudadano

Por Aldo Bombardiere Castro

Pareciera que algo estuviera a un paso de quebrarse. Y no sólo de quebrarse, sino de hacerlo definitivamente. Hablamos de la dimensión discursiva, comunicativa y diplomática que algún día caracterizó a las instituciones y actores de la política internacional. Es decir, hablamos del sistema metadiscursivo del hegemón. O, si se quiere, de la hegemonía del hegemón. En efecto, cada vez que nos dedicamos a contrastar noticias internacionales difundidas por medios occidentales, de un lado, con detallados y profundos análisis de medios alternativos no-occidentales, de otro, nos embarga la impresión de estar acercándonos raudamente a un horizonte incierto, nebuloso, incapaz de ser, por él mismo, horizonte: un aquí acelerado y acelerante pero sin futuro, donde la razón pública asiste al delirante espectáculo de su propia degradación antes del ocaso.

Mientras el sistema del derecho internacional y las instituciones cosmopolitas, universales y multilaterales han terminado por colapsar a manos del mismo Occidente que algún día las forjó, la realidad mundial se va volviendo tan aplastante como incoherente. Se trata, por cierto, de un proceso de descomposición del hegemón: aquella dimensión totalizante y justificadora del poder, otrora capaz de articular y accionar asuntos ideológicos, militares, económicos, políticos, culturales y sociales bajo la fuerza de un relato razonable e intrínsecamente consistente, hoy asiste a su etapa final. Desde la avalancha de fake news propagadas a través de masivos y prestigiosos medios occidentales hasta la banalidad de los programas de entretenimiento, desde una opinión pública mundial que cada vez renuncia más al mismo esfuerzo de opinar hasta una pusilánime institucionalidad diplomática desprovista de cualquier efecto concreto sobre el escenario geopolítico, las señales del colapso de la razón occidental se manifiestan con más evidencia que nunca.

Al tiempo que el hegemón va quedando desnudo, exhibiendo a los ojos del mundo el núcleo de poder autorreferencial que lo constituye, y ya sin necesidad de sofisticación alguna, los pueblos resultan amenazados por un arsenal de dispositivos de des-subjetivación existencial, expresados en la precarización de la vida, el sometimiento a la brutalidad policial-militar, la inseguridad laboral, la xenofobia, la educación de mercado, la estupidización de la cotidianeidad, la irreflexión de un buenismo funcional a los poderes ya establecidos y la indiferencia frente al cataclismo ecológico. Existe una conexión profunda entre el agotamiento del hegemon occidental y los mecanismos con que éste, en su etapa de desesperación final, busca sobrevivir a costa de lo peor de sí mismo. Por cierto, se trata del expansivo derrame de una destemplada pulsión de dominación y violencia estructural, antes concentrada, organizada, distribuida y hasta sublimada por el falso equilibrio de la maquinaria del derecho internacional y de los discursos de confianza en el progreso de la civilización.

Bien vale contemplar este macro-fenómeno a la luz de tres casos contingentes.

Rusia

Durante estos tres años, principalmente a partir de la invasión rusa a Ucrania de 2022, han sido emitidos una serie de discursos en los grandes medios de información occidentales (basados en un pequeño puñado de agencias noticiosas internacionales, de corte liberal y en pleno alineamiento entre sí), los cuales dan cuenta de la irreversible decadencia de Occidente. En efecto, hablamos de una decadencia tan moral como intelectual, cuya dinámica, ya sin requerir realizar el viejo rodeo alrededor de esa entelequia habermasiana llamada opinión pública, inunda, clausura y torna inútiles los debates en torno a las cuestiones más relevantes de nuestro tiempo: el neofascismo, la crisis ecológica, las guerras y el genocidio. La banalidad del mal es la banalidad.

Así, cuando las tropas rusas transgredieron las fronteras del oriente ucraniano, ningún medio occidental fue capaz de refutar la versión rusa. ¿Por qué? Primero que todo, porque ni siquiera se abrieron a la posibilidad de debatirla. Esta versión estaba compuesta, principalmente, por dos elementos argumentados por Putin: 1) ir en auxilio de la población rusoparlante del Donbas para protegerla de los crímenes perpetrados contra ella, desde el año 2014, por fuerzas ucranianas, tanto europeístas como neonazis; 2) marcar un límite ante la riesgosa expansión de la OTAN, la cual, desde la caída de la URSS en 1990, ha integrado a casi veinte países más, incluyendo algunos limítrofes con Rusia (como las naciones bálticas), y constituyendo Ucrania la punta de lanza prioritaria con miras a Moscú.

Por cierto, aquí el asunto no consiste en aseverar lo verdadero o falso de estos argumentos (cuestión que hemos realizado en otros espacios, pues, dada su razonabilidad, merecen ser tomados muy en serio), ni su exposición frente a los argumentos occidentales que condenan a Putin, preferentemente centrados en la violación a los principios esenciales de la soberanía e integridad territorial ucranianas. Lo que nos importa, en contraste, consiste en destacar cómo nada de esto fue discutido dentro de la esfera de la presunta opinión pública occidental. Un asunto grave, sobre todo considerando que la modernidad política, supuestamente encarnada por las democracias liberales europeas, contaría con un rasgo esencial: desarrollar debates sociales fundados en la facultad racional del discernimiento dialógico, es decir, en una acción comunicativa entre los miembros de la sociedad, capaz de legitimar de toda política concreta por medio de su discusión intelectualmente honesta y moralmente respetuosa. Pero nada de eso. No sólo el grueso de la prensa occidental ignoró los planteamientos rusos, sino también se llegó a censurar a los medios que los difundían, por ejemplo, silenciando a la señal Rusia Today en el conjunto del suelo europeo, decisión cuyo sentido atentado drásticamente contra la libertad de prensa y el derecho social a la información. Adicionalmente, esta misma censura occidental nunca ha sido discutida honestamente en medios de comunicación de masas. En suma, la OTAN, para expresar su poder, tuvo que exhibir su fragilidad: la traición, cada vez más acentuada y evidente, a la elaboración intelectual en torno a un conflicto planetario, esto es, la traición a los valores europeístas de una otrora Europa. El hegemón occidental, para aferrarse a su núcleo de partidarios más duro, se vio obligado a desprenderse de uno de sus elementos constitutivos: la razonabilidad de la acción comunicativa, valor esencial de su presunta identidad civilizatoria.

Gaza

El genocidio que padece el pueblo palestino de Gaza a manos de la entidad sionista de Israel corresponde a la fase final de un dilatado proceso de colonialismo por asentamiento. Pese a que las condiciones de posibilidad político-históricas de este proceso se remontan a finales del siglo XIX, aquel halla su plasmación oficial con la Nakba (“catástrofe”, en árabe), acaecida el 14 de mayo 1948, la cual significó la fundación del Estado de Israel y -durante esa misma semana- la consecuente devastación y borramiento del mapa de cientos de aldeas palestinas, así como el asesinato de decenas de miles de sus habitantes y el desplazamiento forzado de otros de 800 mil.

Gran parte de los habitantes de Gaza (cerca de 2,3 millones de palestinos antes del inicio del genocidio) corresponden refugiados de 1948. Así, si Gaza representaba el campo de concentración a cielo abierto más grande del mundo, ahora ha pasado a ser un campo de exterminio genocida trasmitido en vivo a los ojos del mundo. Por lo mismo, podríamos decir que los gazatíes están viviendo una segunda Nakba. Sin embargo, esto no debe ser entendido al modo de una reiteración episódica, como si se tratara de dos hechos históricos distintos pero semejantes, el de 1948 y el de 2023. La segunda Nakba que padecen los gazatíes, más bien, se trata de una intensificación de la primera: una Nakba recargada, donde la crueldad sionista se muestra dispuesta a traspasar todo límite. Se trata de la exponencial catastroficación de la catástrofe. Y si tal función exponencial puede aplicarse al caso de Palestina es porque se trata de un único proceso de despojo colonial y limpieza étnica: la Nakba sólo puede intensificarse exponencialmente porque se ha mantenido desplegada en continuidad desde hace 77 años.

Quizás no encontremos metáfora más dolorosa e insufrible para representar esto que aquella que los gazatíes viven a diario: los bombardeos realizados por Israel contra tiendas de campaña. Estos son ataques contra refugiados en Gaza, es decir, contra refugiados de una población gazatí ya mayoritariamente conformada por refugiados, y sus descendientes, llegados desde la Palestina histórica el año 1948, con la Nakba. Como si las lonas y los plásticos de las tiendas de campaña reflejaran una precariedad siempre susceptible de ser precarizada aún más, hasta la muerte, la perversa operatividad del sionismo, gracias a la impunidad que le brindan sus socios occidentales, consiste en intensificar la criminalidad de lo aceptable hasta lo ilimitado, hasta la irracionalidad o, peor aún, hasta la depravación de lo inconcebible.

Por lo mismo, el genocidio que sufre el pueblo palestino, en cuanto fase final de un dilatado proceso colonial de limpieza étnica, muestra la verdad del sionismo: la pulsión demoníaca que lo inspira. Tal vez por ello, la deriva ultra religiosa que ha tomado el sionismo israelí, desde siempre colonialista y supremacista, sea expresión de la culposa irracionalidad del mismo: la única manera en que el sionismo puede sobrellevar la sostenida limpieza étnica del pueblo palestino es por medio de la idolátrica sacralización del mal: de un Dios de la muerte, de un Dios demoníaco y determinado a desatar todo su odio, tal cual lo hace en el Antiguo Testamento, contra los amalakitas, esos “animales humanos” que, para ellos, son los palestinos. De ahí que las nociones auto representativas de “pueblo elegido” o “víctima absoluta” cuenten con la capacidad, si no con la necesidad, de vincular lo teológico con lo político para llevar adelante lo macabro de su proyecto colonial. Así, para sobrecargar la Nakba como Israel lo hace en Gaza, esto es, para hacer del mal, de la deshumanización de los palestinos, algo aún más maligno, un show y juego de la muerte con los gazatíes, resulta indispensable justificar el horror a partir de un delirio de bien defensivo. He ahí lo demoníaco del sionismo: en su excepcional y victimizante supremacismo teológico-político, en cuanto garantía metafísica que, a decir de Occidente, justifica su ilimitado derecho a la autodefensa.

Durante estos 77 años, y sobre todo a partir de la intifada del año 87, la valentía, organización, educación, resistencia, creatividad y digna lucha del pueblo palestino, forzó a que democracias liberales y el sistema de Naciones Unidas manifestaran, al menos discursivamente, la necesidad de abordar las demandas del pueblo palestino. El hegemón occidental aún precisaba de sus -hasta ahí- esenciales valores civilizatorios y de defensa de los DDHH. Entre tales demandas, la diplomacia y la opinión pública internacional consideraban explícitamente válido el derecho de autodeterminación política del pueblo palestino, incluido, por cierto, el derecho al retorno de más de seis millones de desplazados, entre expulsados, refugiados y descendientes, así como su derecho a la administración de zonas de Al Quds, lo que conocemos como Jerusalén. Todo esto quedó cristalizado en los Acuerdos de Oslo de 1993 a 1995, donde, con representación de Arafat por la OLP y de Isaac Rabin por Israel, más la mediación estadounidense de Clinton, se apostó por la salomónica “salida de los dos estados”, en base a las fronteras anteriores al año 1967 (en el cual se llevó a cabo la “Guerra de los seis días”, con grandes anexiones territoriales por parte de Israel). Una salida que, en efecto, sólo beneficiaba a Israel, a quien legitimaba, pero que, no conforme con ello y siendo fiel a su naturaleza colonial, se apresuró en violar.

Pero si referimos esto aquí es para destacar el contraste existente entre la actual inactividad del sistema internacional, la diplomacia y la opinión pública mundial con respecto a las iniciativas asumidas hacia finales del siglo pasado (y donde la así llamada “guerra contra el terrorismo” del año 2001, marcó un punto de inflexión). Así, pese que desde un inicio la entidad sionista no sólo no respetó el acuerdo, sino que atentó contra él por medio de la cada vez más creciente propagación de asentamientos en la Palestina ocupada y el criminal incremento del apartheid en la Palestina histórica, tornando imposible la salida consensuada de los dos estados, al menos en esos años quedó en evidencia ante el mundo el esfuerzo diplomático que se realizó. Si bien el equilibrio de fuerzas al interior del sistema internacional, construido por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial, siempre fue tan precario como ilusorio, a la luz de la opinión pública aún poseía el peso de la credibilidad. El hegemón occidental aún requería de la altisonante y destinal justificación narrativa de su dominio civilizatorio, esmerándose en argumentar, contrargumentar, exponer, debatir, recurrir a la historia, al ideal del desarrollo científico, al buen gusto de las artes liberales y a la justa medida de la filosofía de salón. Hoy nada de esto es así.

Como se sabe, hace más de un año la Corte Internacional de Justicia ha dado cuenta de la plausibilidad del genocidio que Israel perpetra en Gaza. Paralelamente, el Tribunal Penal Internacional emitió órdenes de captura contra Netanyahu y su ministro Gallant acusados de perpetrar crímenes de guerra. Informes de múltiples oficinas de Naciones Unidas, así como las resoluciones emanadas de la Asamblea General, exigen desde hace meses el cese al fuego en Gaza y, sobre todo, la urgentísima entrada de ayuda humanitaria administrada por agencias de la ONU (y no “fundaciones” estadounidenses y sionistas creadas ad hoc, que, al día de hoy, han asesinado a cerca de mil palestinos en los escasos lugares de acopio). Sumado a esto, existen numerosas investigaciones provenientes de diversas ONGs (desde Amnistía Internacional hasta Human Rights Watch), las cuales dan cuenta de la tipificación genocida de los crímenes cometidos por Israel. Sin embargo, el genocidio continúa porque, desde la ONU, nada concreto se puede hacer mientras un miembro permanente del Consejo de Seguridad (EEUU, Inglaterra, Francia, Rusia y China) vete las resoluciones propuestas por los otros 14 miembros de tal organismo. En todas las sesiones donde se dirimió la eficacia de forzar a Israel a poner fin al genocidio, 14 países estuvieron de acuerdo; sólo EEUU se opuso. El genocidio continúa.

Mientras, el prófugo internacional llamado Netanyahu viaja por el mundo, los políticos europeos emiten declaraciones señalando lo poco conveniente de una posible detención, a la vez que, un nutrido grupo de congresistas estadounidenses amenaza con represalias a los jueces de la CIJ y del TPI, declarando, sin ningún tipo de pudor, que aquellas instituciones del Derecho Internacional fueron concebidas para que el peso de la ley recayera exclusivamente en los enemigos de las naciones occidentales y no en sus aliados.

Todo lo anterior viene a exponer la progresiva degradación estructural que el sistema del Derecho Internacional Humanitario, así como la creciente ignorancia y estupidez argumentativa, cuando no prevaricación, de la gran mayoría de los gobiernos del planeta, a la par, evidentemente, con la condenable complicidad de los medios de información de masas y de aquellos tecnócratas de la opinión, autoproclamados “intelectuales públicos”, siempre serviles al poder hegemónico occidental. Poder hegemónico occidental, efectivamente, ya sólo aferrado a lo único que le va quedando: la desnuda autorreferencialidad de su propio poder-fuerza.

Irán

Ya no se trata sólo del declive de la diplomacia, sino de la constatación de su inexorable derrumbe. Lo que alguna vez, hace un par de décadas, aún era materia de análisis teórico o de defensa de ciertos principios morales, ha sido desalojado irremediablemente de la diplomacia internacional. E incluso peor. Hoy no sólo Donald Trump es capaz de decir algo y hacer lo contrario un par de días después, sin nunca dar cuenta de la inconsecuencia entre sus palabras y sus acciones o no acciones; también es capaz de hacer de sus propias palabras, en cuanto proposiciones intencionalmente falsas, solapados instrumentos de guerra, esto es, hacerlas acciones. El caso de la agresión de Israel contra Irán, con el posterior involucramiento de EEUU, es reflejo de ello.

Los instrumentos de manipulación de la información occidentales, una vez más, se han esforzado en posicionar a Israel como la víctima de la agresión bélica que, en realidad, Tel Aviv inició contra la República Islámica de Irán. Para ello, utilizó el argumento de que las centrales radiactivas iraníes se encontraban a pocas semanas de lograr el enriquecimiento de uranio necesario, del 90%, para producir armamento nuclear. Efectivamente, nada de esto se halla lejano a la realidad. No obstante, acto seguido, las declaraciones de los dirigentes y medios occidentales pasan a satanizar el programa iraní, presentándolo como prueba de un peligro para la humanidad dado el carácter constitutivamente extremista y terrorista de los países islámicos. Así, el orientalismo y supremacismo cultural generado en Occidente y reafirmado incesantemente por sus dispositivos de información, generan la entelequia del “fanatismo religioso de los musulmanes”, quienes, de llegar a contar con armamento nuclear, y cuan mono con navaja, pondrían en peligro al conjunto del orbe. Por eso, para el hegemón agonizante, Israel, en pro de la autodefensa de sí y del conjunto de la civilización, debe atacar preventivamente a Irán, aunque el Derecho Internacional jamás haya contemplado como legítima la figura del “ataque preventivo”.  Y, por eso, también muchos europeos siguen protegiendo a Israel y manifestando su agradecimiento al reconocer que, bombardeando ilegalmente a Irán, la entidad sionista realiza el “trabajo sucio” en beneficio de una Europa dificultada de hacerlo.

Sin embargo, basta solo dedicar un par horas a indagar en sitios web pertenecientes a medios informativos no occidentales para enterarse de la indesmentible historia reciente del “conflicto”. Por ahora mencionaremos unos simples datos comparativos.

Israel no ha firmado el Tratado de No Proliferación de armas nucleares; Irán sí. Israel no deja ingresar a los inspectores de la OIEA (Agencia Internacional de Energía Atómica) para que realicen labores de supervisión; Irán, en cambio, lleva más de 20 años abriéndoles sus puertas. Por medio de declaraciones de altos militares e investigaciones de diversos especialistas, se estima que Israel posee entre 90 y 300 ojivas nucleares en sus bases del Negev, en la Palestina ocupada; se estima que Irán no cuenta con ninguna. Ningún país ha hecho uso de la bomba atómica, con excepción del incondicional aliado de Israel, EEUU, que en 1945 asesinó a cerca de 200 mil japoneses, y dañó de por vida a otros cientos de miles, tras la ejecución de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki; Irán carece de ese tipo de tan buenos e incondicionales socios. En definitiva, e independientemente de que el programa nuclear iraní manifieste finalidades de uso civil (a implementarse en sectores energéticos, agrícolas, tecnológicos, médicos, etc.) o mantuviera soterradas pretensiones militares de índole disuasiva, lo claro es que Israel, con beneplácito occidental, ha violado una vez más el Derecho Internacional, asesinando a científicos, militares, periodistas, así como sus familias y gran cantidad de civiles iraníes. Por su parte, Teherán ha respondido proporcionalmente y en conformidad al ordenamiento legal internacional que define las normas de la autodefensa bélica. Por supuesto, nada de esto es enfatizado, desarrollado, argumentado, debatido y muchas veces ni siquiera mencionado en los grandes medios occidentales.

Entonces, si este es el caso, ¿qué primacía de la opinión pública y relevancia de la razón dialógica, abierta y deliberante podrían continuar enarbolando los representantes de los valores europeos y de la empresa civilizatoria occidental contra la barbarie del fundamentalismo islámico?

En relación a esto, se torna de gran importancia reparar en las palabras emitidas por Donal Trump contra Teherán. Acusándolo de no querer avanzar en un acuerdo de regulación de la energía nuclear para uso civil, la razón pública moderna olvida no sólo que fue precisamente él quien en su primer mandato abandonó unilateralmente las conversaciones del Grupo 5+1 impulsadas por Obama, sino también que Israel bombardea Irán justo en el marco de la reanudación de tales conversaciones. Los medios occidentales tampoco hacen mucho por recordarle esto a Trump. Adicionalmente, hace pocos días EEUU ha bombardeado tres centrales nucleares iraníes, sin que exista clara información acerca de las consecuencias, pese a que la Casa Blanca señalara el éxito de la operación. En represalia, Irán atacó la base militar de EEUU en Qatar. Horas después, Trump comunicó que, gracias a su mediación, Israel e Irán han firmado un acuerdo para poner un pronto fin a la guerra, etiquetándola, él mismo, como “guerra de los 12 días” y esperando la bendición que Dios pueda otorgar a EEUU, Israel, Irán y todo el mundo. Tras casi un día de mesurado silencio con tal de evitar caer en otro juego de prevaricaciones, Teherán ha confirmado el acuerdo. Pero, como no podía ser de otra manera, tras las 12 horas de últimos ataques contempladas en el acuerdo, Israel, sin prueba alguna, ha acusado a Irán de incumplir el cese al fuego, procediendo a bombardear nuevamente territorio iraní. ¿Cómo entender todo ello? No hay modo. Sólo hay que entenderlo negativamente: una guerra psicológica digna de desquiciados, de bromistas irracionales o, en efecto, de un hegemón occidental decidido a traicionar los valores de su propia razón, en vistas de prolongar las últimas décadas de su posición de poder.

Por cierto, estas palabras son utilizadas con fines independientes a las mismas. Una suerte de cinismo malintencionado e interesado en generar confusión para obtener diferentes tipos de réditos. Una práctica repetida, cuyo (sin)sentido consiste en terminar de sacrificar la razón, el espacio de la diplomacia, del entendimiento y la comunicación, es decir, en terminar de sacrificar la esfera de la opinión pública con el fin de conseguir un orden de cosas más crudo y relevante, más necesario o, incluso, absolutamente indispensable: la prolongación del hegemón occidental en momentos de su agonía.

He ahí la brutal ironía: el mundo occidental, la civilización de la cristiandad, hoy hace tanto del sistema internacional, como de los campos diplomático y de la opinión pública un único reducto de mala fe, enfocado en el perverso objetivo de generar confusión informativa, al modo más burdo de una guerra psicológica contra las poblaciones del mundo. Su pecado es asumido justo allí donde ha caído Dios. Pero, si lo hace es porque no puede hacer otra cosa. Dicho filosóficamente: la violencia es la consumación onto-teleológica de la civilización. Dicho políticamente: el neofascismo es la consecuencia lógica y necesaria del decrecimiento de la tasa de ganancia en los procesos de acumulación hiper-capitalistas.

Así, la simple mala fe de Trump o de los medios pasa de ser evaluada moralmente, esto es, desde un registro teológico cristiano, a representar un síntoma estructural: la compulsión de mentir, la concertada prevaricación de los medios y la violencia de la diplomacia, anuncian la llegada de una época donde Occidente ya no puede sostener, ni siquiera para sí, la imagen de su propia verdad. Es el momento en el cual la negación de sí mismo coincide con la desesperada afirmación de un irredimible actuar. El hegemón occidental revela su más intrínseca miseria, expone su agotamiento al unísono que su verdad, para dejar al desnudo el mero carácter autorreferencial y performativo que, estructuralmente, sustenta a toda hegemonía: la soberanía. Es decir, los neofascismos, unidos al proceso de descomposición del hegemón, exponen la reiterativa excepcionalidad del soberano, en virtud de la cual ha de imponer su infundado poder: el simple poder de la fuerza; el poder de dar órdenes a quienes habrán de obedecerlas. Esa lamentable ironía culmina por indicar la sombría verdad del lumínico y etnocéntrico proyecto civilizatorio de la razón occidental: el desnudamiento y la entrega al poder del nihilismo y al nihilismo del poder.

Imperio

Deshonestidad intelectual, sí; pero también miseria moral. El sistema internacional, la diplomacia y los medios saben lo que saben: se saben intelectualmente deshonestos y, sin pretender dejar de serlo, se proponen capitalizar ello para mantener la agonía del hegemón occidental. Por ende, tal deshonestidad intelectual implica su más profunda inmoralidad, es decir, lo absolutamente contrario a los presuntos valores civilizatorios e ilustrados que, algún día, gran parte de la humanidad creyó ver encarnados en Europa. Sin embargo, y por paradójico que parezca, a nivel estructural nada de esto depende de la moralidad de los hombres: la sed de dominio cuenta con sus propias leyes, de ahí el instinto de conservación y la violencia descontrolada propia de las fieras heridas de muerte. Hoy tal hegemon ha quedado desnudo, exhibiendo su propia performatividad: la autoridad del actual orden internacional se sustenta en el simple autoritarismo de quien dicta las órdenes y quienes las obedecen. El actual agotamiento de la diplomacia deja, por fin, expuesta toda la estupidez, la impudicia y barbarie de la civilización occidental, cristiana, moderna, democrática, cosmopolita, liberal. La falta de debate y juicio crítico en los medios de comunicación, a su vez, manifiestan la resignada aceptación de este estado de cosas por parte de una ciudadanía atomizada, precarizada y sometida a masivos modelamientos de subjetividad, de fatiga existencial y de disminución y distribución del deseo con fines docilizantes y enajenantes.

Rusia, Gaza e Irán. Así quisimos llamar a cada caso. Porque, pese a lo aborrecible del protofascismo eslavista de Putin, a la aparentemente nula agencia geopolítica del pueblo palestino y a las críticas profundas contra el autoritarismo de los ayatolas en que derivó la revolución islámica del 79, Rusia, Gaza e Irán conforman, con toda su variedad, un conglomerado de oposición al decadente hegemón occidental. Corresponden a sus límites, para bien y para mal. En este caso, no se trata de una lucha común a nivel geopolítico, sino, más bien, de una contención negativa, de una demarcación de las fronteras de Occidente, pero tras las cuales resuena la monstruosa (Rusia), despótica (Irán) y devastadora (Gaza) herencia dejada por el hegemón occidental a nivel mundial: el capitalismo devenido imperio.

Este es el panorama, más que geopolítico, cultural que nos ofrecen los tiempos presentes. En sus momentos finales, Occidente busca mantener su hegemonía mundial sacrificando todos los elementos que, en cuanto hegemón, incorporó de manera no-esencial, sino sólo discursiva: la libertad de expresión, el respeto a los Derechos Humanos, la relevancia del diálogo, el rol central de la opinión pública, la amplitud desinteresada del conocimiento científico, la valoración del arte y la alta cultura; en suma, el ideal de la razón como égida civilizatoria. Pues hoy, la curva ascendente e incontrarrestable del desarrollo económico, comercial, tecnológico y bélico de China, así como la materialización de alianzas multilaterales bajo su mando (por ejemplo, los BRICS y la Organización de Cooperación de Shangai), han terminado por sacar lo peor de Occidente: la devastadora irracionalidad de un tipo de desesperación dispuesta a atentar incluso contra él mismo (¿qué representan las tensiones, tanto reconocidas como disimuladas, entre EEUU y la Unión Europea sino esto?).

Lo más probable es que con la hegemonía de China no se vengan tiempos mejores. Pero sí, seguramente, se vendrán tiempos menos malos.

En efecto, el ascenso de China, los Brics, o el Sur Global, nada tiene que ver con una superación del capitalismo. La propuesta estructural consiste, al contrario, y a lo sumo, en dar paso a un capitalismo más desalvajizado, más amable con el medio ambiente, sin coacción, con multilateralidad, dialogante, guiado por la premisa comercial del “ganar, ganar” y donde los Estados, siempre atendiendo a los intereses de un exclusivo puñado de oligopolios privados, puedan ejercer una labor económica medianamente redistributiva. En fin, a nivel geopolítico y cultural, hoy sólo podemos aspirar a un capitalismo de Estado y de Estados.

Es cierto, el futuro nos adelanta este oscuro escenario (aunque no más oscuro que el actual). Sólo las luchas de resistencia, como la de Palestina, la de los pueblos indígenas o de la interseccionalidad entre los movimientos ecologistas, feministas y decoloniales, podrán, además de salvar la razón de la cual hoy este mundo carece, cultivarla con imaginación, con dignidad y vida. Porque en sus nombres, lejos de reposar la ilusión de cambiar un tipo de hegemonía al interior del mismo imperio capitalista, persistirá anidando la esperanza de destituir todo hegemón y hegemonía.

Por Aldo Bombardiere Castro

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