Columna de Opinión

Cuando el intento de equilibrio también es violencia

La violencia ejercida desde posiciones de poder no puede leerse con la misma vara que aquella que emerge desde los márgenes, mucho menos si su frecuencia, su impacto y su contexto son radicalmente distintos.

Cuando el intento de equilibrio también es violencia

Autor: El Ciudadano

Por Natalia Reyes Inostroza

Cada vez que una mujer denuncia violencia sexual o publica un testimonio de abuso, no tardan en aparecer voces que replican un mismo argumento: las mujeres también abusan. Es un reflejo automático, casi mecánico, que no busca comprender ni aportar al debate, sino desviar la atención y reinstalar una falsa equivalencia. Si bien es cierto que existen mujeres perpetradoras, el peso de la evidencia muestra que los hombres cometen la abrumadora mayoría de estos delitos. Insistir en una supuesta simetría, cuando las cifras y los contextos no la sostienen, no es un gesto de justicia: es otra forma de violencia simbólica.

Según cifras de la Fiscalía, durante 2024 se registraron 134.823 casos de violencia intrafamiliar (VIF) con mujeres como víctimas, más del doble que los 46.574 denunciados por hombres. En cuanto a los delitos de violación, el 87,7 % de las víctimas son mujeres y solo el 12,2 % corresponde a hombres (estos últimos datos hasta septiembre de 2024).

A nivel internacional, los informes de Unicef, la OMS y ONU Mujeres son categóricos en establecer que la violencia sexual y de pareja tiene una raíz estructural y un patrón claro: el agresor es, en la mayoría de los casos, hombre, y la víctima, mujer o niña. El intento de reducir esta realidad a una disputa simétrica entre géneros no solo ignora los datos, sino que borra las condiciones materiales y culturales que permiten que estos abusos ocurran y se perpetúen.

El problema no es solo estadístico, es político. Cuando se equiparan experiencias profundamente desiguales bajo el discurso de la neutralidad o del “no todos los hombres”, lo que se hace es desplazar el foco desde los responsables hacia las excepciones. Esta operación discursiva no busca visibilizar una supuesta injusticia oculta, sino desactivar la fuerza de las denuncias y diluir la responsabilidad colectiva que implica cuestionar el poder masculino en nuestras relaciones, instituciones y cuerpos.

No se trata de jerarquizar el dolor, sino de identificar las estructuras que lo producen. Equiparar la violencia de género con casos aislados de mujeres agresoras es tan absurdo como pretender que la discriminación racial puede analizarse bajo los mismos parámetros si una persona blanca es maltratada por una persona racializada. La violencia ejercida desde posiciones de poder no puede leerse con la misma vara que aquella que emerge desde los márgenes, mucho menos si su frecuencia, su impacto y su contexto son radicalmente distintos.

Nombrar que la violencia sexual es mayoritariamente masculina no es negar otras formas de violencia. Es, precisamente, permitir que las políticas públicas, la justicia y el acompañamiento a las víctimas se orienten desde un diagnóstico realista, no desde un espejismo que pretende igualar lo que estructuralmente es desigual.

El reclamo de que “las mujeres también abusan” aparece siempre en momentos en que una víctima alza la voz. No nace del interés por prevenir o proteger, sino del impulso por defender un orden simbólico amenazado. En vez de cuestionar por qué tantos hombres siguen ejerciendo violencia, el discurso gira hacia la necesidad de aclarar que no todos lo hacen. Como si la prioridad fuese proteger la imagen de un colectivo y no la integridad de las víctimas.

Es hora de dejar de tolerar estos desvíos retóricos. Porque cada vez que se intenta igualar lo que es desigual, no se está corrigiendo una injusticia: se está reforzando una.

Por Natalia Reyes Inostroza

Abogada


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