Columna de Opinión

No es el SAE, es el sistema: la trampa de la igualdad en la admisión escolar

No se trata de desechar el sistema de admisión, sino de asumir una discusión más incómoda: ¿por qué no todas las escuelas son, efectivamente, deseables? ¿Por qué seguimos validando una cultura de competencia entre proyectos educativos cuando el propósito debiera ser común: garantizar una educación integral, pública y de calidad para todos y todas?

No es el SAE, es el sistema: la trampa de la igualdad en la admisión escolar

Autor: El Ciudadano

Por Francisco Javier Guajardo Medina

Agosto llega con un déjà vu cada año: familias llenando formularios, buscando el mejor colegio para sus hijos, cruzando los dedos para que el sistema de admisión los ubique dentro de sus primeras preferencias. Se habla del algoritmo, del azar, de la frustración. Se alzan críticas contra el Sistema de Admisión Escolar (SAE) como si fuera el origen de todos los males. Pero el problema no es el SAE. El verdadero talón de Aquiles está en el sistema educativo que lo soporta, y en la lógica social que sostiene su desequilibrio.

El SAE fue diseñado como una medida de justicia: eliminar la selección arbitraria, democratizar el acceso, impedir la exclusión por razones económicas o sociales. En el papel, es un avance. Sin embargo, su implementación ha dejado al descubierto algo más profundo: las escuelas no están en igualdad de condiciones, ni en sus recursos, ni en sus proyectos, ni en cómo son percibidas por las familias. Y no hay algoritmo que reparta equitativamente lo que ya viene mal distribuido desde antes.

Lo que el SAE transparenta cada año no es su falla técnica, sino el fracaso estructural de un modelo que aún permite que pocas escuelas carguen con todo el prestigio, mientras muchas otras sobreviven en el margen. Liceos públicos desbordados de postulaciones coexisten con escuelas que deben salir a buscar estudiantes en ferias, redes sociales o visitas domiciliarias. ¿Cómo se explica esa diferencia? No por calidad real, necesariamente, sino por una percepción construida socialmente, muchas veces desde una lógica clientelista, en la que “escoger colegio” parece un derecho exclusivo de quien tiene más información, contactos o capital cultural.

El mercado educativo no desapareció: solo mutó. Ya no hay entrevistas de apoderados ni pruebas de admisión, pero sí persiste la idea de que existen “buenas escuelas” y “otras”. Esa clasificación simbólica sigue operando como filtro silencioso. Las familias no solo buscan un lugar donde sus hijos aprendan, sino también un lugar que les asegure prestigio, resguardo, proyección. El problema es que no todas las escuelas tienen acceso a ese imaginario.

El sistema está tensionado porque la oferta educativa está profundamente desequilibrada. Hay proyectos invisibilizados, escuelas estigmatizadas por razones históricas o socioeconómicas, y otras idealizadas, a veces más por su pasado que por su presente. El SAE intenta distribuir de forma equitativa lo que social y políticamente no se ha querido distribuir con justicia: recursos, acompañamiento, condiciones dignas para enseñar y aprender. Culpar al SAE es dispararle al mensajero.

No se trata de desechar el sistema de admisión, sino de asumir una discusión más incómoda: ¿por qué no todas las escuelas son, efectivamente, deseables? ¿Por qué seguimos validando una cultura de competencia entre proyectos educativos cuando el propósito debiera ser común: garantizar una educación integral, pública y de calidad para todos y todas?

La solución no está en modificar el algoritmo. Está en repolitizar la conversación educativa, fortalecer a las comunidades escolares, invertir con sentido pedagógico y reconocer los saberes que se construyen en cada aula, más allá del puntaje o del uniforme. Se requiere también transformar las narrativas familiares sobre lo que es una “buena escuela”, reencantarlas con proyectos que dialoguen con sus contextos, que abracen la diversidad, que sostengan vínculos y no rankings.

Porque lo justo no es que todos puedan competir en igualdad de condiciones por los mismos tres colegios. Lo justo es que no importe tanto dónde te toque estudiar, porque todas las escuelas estén preparadas para recibir con dignidad, con amor pedagógico, con sentido ético, a cada niño y niña.

No es el SAE. Es el sistema. Y mientras no miremos ahí, seguiremos repitiendo esta escena cada agosto: frustración, desconcierto, y la sensación de que la educación, aún en democracia, sigue funcionando como un bien escaso.

Por Francisco Javier Guajardo Medina

Profesor Educación Básica mención Lenguaje y Comunicación. Postítulo en Integración Educativa. Magíster en Educación Mención Integración Pedagógica y Social. Magíster en Educación Mención Gestión de Calidad. Pedagogo


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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