Por Ximena Sepúlveda Varas

La derecha chilena, en sus diversas encarnaciones electorales, nos presenta un menú con tres opciones que, aunque con distintas velocidades y modales, conducen al mismo destino: un futuro donde el «orden» se impone sobre la justicia y donde la libertad individual se convierte en la coartada para desmantelar lo colectivo. Los programas de Matthei, Kast y Kaiser, leídos desde la vereda de quienes aspiramos a un Estado de bienestar justo e inclusivo, no son proyectos de país, sino manuales para la demolición de los derechos sociales y la restauración de un pasado que creíamos superado.
La propuesta de Evelyn Matthei es, quizás, la más insidiosa por su aparente viabilidad. Con un discurso de gestión pragmática y «sentido común», ofrece una modernización del modelo neoliberal. No busca delimitarlo, sino hacerlo más eficiente, más presentable. Sus «alianzas público-privadas» en salud y educación son la consolidación del lucro en áreas que deberían ser derechos universales, garantizados por el solo hecho de ser persona. Su «mano dura» en seguridad, con policías militarizadas en las fronteras, es un populismo punitivo que criminaliza la pobreza y la migración, ignorando deliberadamente sus causas estructurales.
En un proyecto que, bajo un velo de moderación, busca hacer permanente la desigualdad, consolidando un Estado subsidiario que abandona a su suerte a quienes no pueden competir en el mercado. Su silencio sobre las disidencias sexuales no es olvido, es una declaración política: la invisibilidad como programa.
José Antonio Kast, por su parte, abandona los eufemismos. Su «cambio radical» es una contrarreforma autoritaria sin complejos. Su diagnóstico de «emergencia» es la excusa para un programa de shock que ataca directamente los avances en derechos de las últimas décadas. Su guerra contra la «ideología de género» es una guerra abierta contra el feminismo, las mujeres y las disidencias, buscando reinstaurar un orden patriarcal. Su enfoque en el «terrorismo» en la Macrozona Sur es la negación de un conflicto político histórico con los pueblos originarios, reduciéndolo a un mero problema de orden público que se soluciona con represión. El Estado que propone Kast no es un garante de oportunidades, sino un guardián del orden ultra conservador, un ente que disciplina a los pobres y reprime la diversidad.
Finalmente, Johannes Kaiser nos presenta la distopía ‘libertaria’ en su forma más pura y académica. Su
programa es una declaración de guerra al concepto mismo de sociedad. Al proponer el desmantelamiento casi total del Estado social, elimina cualquier posibilidad de construir espacios seguros para el desarrollo colectivo. Su sistema de «vouchers» no es más que la mercantilización extrema de la salud y la educación, donde la dignidad se compra y se vende al mejor postor. Su negación de nuestros pueblos originarios, que él mismo denomina «indigenismo» y de las políticas de equidad de género es la expresión más cruda de un individualismo que se niega a reconocer las injusticias históricas y las estructuras de poder que las perpetúan. Es un proyecto que sueña con una sociedad de individuos atomizados, sin lazos, sin comunidad.
Estos tres proyectos, aunque distintos en su radicalidad, comparten un núcleo peligroso: la creencia de que los problemas sociales se solucionan con menos Estado, más mercado y un fuerte aparato represivo. Para quienes creemos en un Chile donde la seguridad es también social, económica y cultural; donde la libertad solo es real cuando hay igualdad de oportunidades, y donde la diversidad es una riqueza a celebrar, estas propuestas representan una amenaza directa. Son el espejismo de un orden que se construye sobre la renuncia a un futuro más justo, digno y solidario para todas y todos.
Por Ximena Sepúlveda Varas
Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.