Por Alejandra Rodríguez Uribe
El festival de la voz era de los pocos eventos extracurriculares que se hacían en el liceo, la dictadura era mezquina con la expresión artística y enemiga de lo que convocara al pueblo.
Yo era chica, iba en 4° básico y la profesora, como solía ocurrir, me había mandado a buscar tiza. La bodega estaba al lado del gimnasio donde estaban ensayando, así que una vez que la conseguí, no pude evitar quedarme husmeando a la joven que, bajo la dirección del profesor de música, entonaba melodiosamente “Para vivir” de Pablo Milanés.
Si bien a comienzos de los ’80 Milanés sonaba en la radio con “Años” o “Yolanda”, era raro que en un evento como este, consagrado a estrellas como Nino Bravo o Yuri, alguien quisiera aventurarse con un cubano amigo de la Revolución.
Lo que llamó mi atención fue que algunos pasajes de la canción no eran precisos, la intérprete usaba otras palabras, a veces, versos completos reemplazados que le cambiaban el sentido a la letra. Entonces, no pude evitarlo y cuando hizo una pausa en el ensayo me acerqué al profesor para advertirle:
-Así no dice la canción.
-Y tú ¿cómo sabes?
-Porque tengo el cassette.
-¿Tienes un cassette de Pablo Milanés?
-Sí, y sale esa canción, me la sé de memoria.
Pero más allá de la corrección, lo tremendo fue que animada por el orgullo infantil de saber algo que los adultos no sabían, le ofrecí al profesor traerle la canción para que constatara en persona lo que le estaba diciendo. Llegué al día siguiente con lo prometido, que saqué de la casa escondida de mis papás, quienes me habían advertido mil veces lo peligroso que era contar ciertas cosas, hablar de ciertas cosas, pensar en ciertas cosas. En lo que no reparé fue que, en lado B de la cinta de 90 minutos, estaba grabado el disco “Patria” de Quilapayún, además de unos temas sueltos del grupo, como “El pueblo unido” y “Los talleres”.
Ya de noche, mientras me preparaba para conciliar el sueño, al hacer el repaso rutinario de los hitos de mi día, se me vino como una avalancha la conciencia de lo que había hecho. Ahora el profesor iba a saber del material clandestino que se almacenaba en mi casa, si escuchaba el otro lado del cassette le iba a contar a mi profesora ¡a la directora! Mi corazón infantil fantaseó horrorizado con todas las desgracias que caerían sobre nosotros. Se los llevarían presos a mis padres, quemarían libros, golpearían, matarían.
Nada de eso ocurrió, no se trataba de algo tan subversivo ni de información que nos vinculara con algún grupo de resistencia armada, ni nada remotamente cercano, pero el terror que sentí fue genuino, porque para una niña de 9 años que espiando conversaciones de adultos supo que su tía Eni fue detenida y torturada por ser comunista, que su tío Nano estaba preso en una cárcel de Concepción porque se atrevió a protestar, que a su tío José lo habían echado de la Universidad por que salió a la calle a exigir justicia y libertad, todo eso y mucho más era posible, sobre todo después de escuchar por la radio a Sergio Campos, relatando cómo agentes del Estado habían rociado bencina sobre dos jóvenes y les habían prendido fuego en plena calle y a plena luz del día.
¿Qué significó para mí el golpe militar? El espanto de la dictadura me acompañó por años, fueron interminables los días en que me dormía llorando de miedo, esperando con horror que vinieran, pateando puertas, entrando como bestias a quitármelo todo.
Y cuando parecía que el terror aflojaba, cuando por fin parecía que las cosas volvían a sus centros, Guerrero, Natino, Parada y otra vez entrar al abismo infinito del horror y el desamparo, todo muy oscuro y siniestro para contar con solo 9 años.
Por Alejandra Rodríguez Uribe.-