Acaba de pasar el 11 y me pregunto qué habrá sentido la gente cuando se enteró de ese violento bombardeo a La Moneda. Ese hito real que mostraba la destrucción del edificio de gobierno y también simbólico con el aplastamiento crudo de la utopía. La vuelta en 180 grados hacia un salvajismo que no podría decirse animal, sino meramente humano. Porque ningún animal se ensaña de esa manera con su presa. Solo se mata por necesidad.
Por Nicolás Zárate
Los sádicos que tomaron el poder en el 73 no eran animales, no. Eran seres humanos. Sin duda que la dictadura propició la llegada de varios psicópatas en cargos “administrativos”, pero también existía el que hacía el trabajo diligente como un oficio más. Aquellos militares que quizás se decían: “Hoy me toca sacar información relevante, vamos prendiendo la gigi”. Y entre alaridos y golpes, sudor y sangre, lágrimas y olor a quemado, las palabras acontecían.
No como acontecimiento poético, sino como un grito desgarrado del alma para frenar el sufrimiento. Esas palabras que salían se convertían después en otro tipo de dolor. El dolor moral, la culpa por haber sido quebrados. Pero quién podría aguantar aquellas vejaciones, esos mecanismos del tormento…
Muchas veces me ha tocado representar ese momento. En el teatro, en el cine. Nunca es cómodo, siempre hay un atisbo de culpa al representar lo irrepresentable. Una especie de angustia ética al intentar darle vida ficcional a la muerte real. Porque nada de lo que hagamos podrá mitigar el dolor sufrido.
Sin embargo, siempre gana la sensación de que tiene que ser mostrado, porque no se debe olvidar. Y es eso lo que me hablo a mí mismo cuando interpreto roles de tal magnitud. Hay un deber cívico, inclusive antes que el deber artístico. Cuando pese a la indolencia del hoy, asumo que sigue existiendo un deber en el arte.
Me ha tocado estar en esos lugares de tortura y representar lo ahí vivido por otros. Siempre es escalofriante incluso siendo solo ficción. Cuando entro en esos lugares solo pienso en ese tiempo, en esa gente que tuvo que pasar por el horror. Y creo que lo mínimo es mantener el recuerdo de quienes ya no están, de los que no sabemos el paradero.
Intento en un vano deseo de asir lo inasible, como decía el director por años de Teatro Ictus, Nissim Sharim, de “transitar el lugar oscuro de la existencia”. O como propone el dramaturgo, poeta y director franco-suizo Valère Novarina en su Carta a los actores, intentar penetrarse a uno mismo en ese dolor. “El actor no ejecuta, sino que se ejecuta, no interpreta sino que se penetra, no razona sino que hace que todo su cuerpo resuene.”
Esto, siempre desde la vereda de la realidad, pareciera ser nada más que artilugio, una quimera de interpretar lo imposible. Un deseo absurdo de lograr intimar con la muerte para que el artista se sienta mejor consigo mismo. Pero mantengo la creencia que es vital hacerlo.
Nunca es un placer representar violencia, tortura moral y física. Siempre es un espacio de quiebre, un lidiar con lo que no se quiere ver dentro de uno. Insisto en representar lo que parece irrepresentable porque lo considero una necesidad. Mucho más hoy en día que el negacionismo y los neofascismos están a la vuelta de la esquina.
El objeto de arte posee memoria e historia. Y aunque sean recuerdos y hechos dolorosos, no podemos dejarlos sin un asidero estético ni vaciarlos de fuerza poética.
Mucha gente, hoy en día, critica las obras o películas que hablan de la dictadura militar chilena. Es terrible ver como quedamos cojos incluso en esa materia. No se hacen suficientes obras sobre esto. Ojalá hubiera más.
Porque la única manera de que esto no vuelva a suceder es metiéndonos con fórceps mentales la capacidad de empatía. No es solo narrar lo sucedido, es narrarlo desde una perspectiva. Con una estética que pueda sensibilizar ojalá al fascista más retrogrado que sigue anhelando a otro dictador en el poder.
Generar una memoria colectiva a través del arte, no es solo para la gente que piensa como uno, es para hacer un ejercicio que pueda humanizarnos un poco más. Para que gente de ambos bandos puedan entender la historia desde otro lugar y no puramente desde una mirada ideológica.
Lo que sucedió arrasó con la moral y con el espíritu de miles de personas. El arte sirve justamente para rearticular el espíritu. Y por ese motivo no debemos tener miedo, como artistas, de habitar ese espacio de dolor y pensamiento.
Y quizás lograr como decía Nissim, que el artista “Transite por las zonas oscuras de la existencia; Reúna los silencios necesarios; penetre la superficie de las cosas; convoque a hombres y mujeres; invénteles la verdad; hábleles despacio y con cariño; defienda la memoria para que no se repita lo abominable; convierta el misterio en coloquio y luego transforme el coloquio en algo que seduzca, encante o conmueva. Así estará haciendo arte.”
Por Nicolás Zárate