Por María José Madariaga

El microemprendimiento en Chile surge, en la mayoría de los casos, no como una oportunidad de negocio, sino como una respuesta urgente frente a la necesidad. Es la vía que encuentran miles de personas para generar ingresos cuando el empleo formal se vuelve inalcanzable. Hablamos de mujeres que cuidan y, en un par de horas libres, hornean pan o cosen; de vecinas que ofrecen un corte de pelo; de familias que, al final del día, con lo que obtienen pueden comprar el té y el pan para la once.
Detrás de cada iniciativa, además, se acumulan múltiples brechas que exceden la exclusión financiera; carencias en educación, en acceso a tecnología, en redes de apoyo y en representación gremial. Estas personas no tienen quién ponga sobre la mesa la realidad que enfrentan a diario, ni quién traduzca sus necesidades en políticas públicas concretas.
Por eso, si bien se valora la inquietud pública de una Ruta del Emprendimiento, se hace imprescindible analizarla desde la vida cotidiana de quienes hoy sostienen sus hogares a través de actividades informales. Pensar en un monotributo de 1 UF mensual como si fuera igualmente asequible para todas las personas, invisibiliza la desigualdad. ¿Cómo medirlo en contexto? Basta mirar la experiencia de los bancos comunitarios. Un microcrédito para un emprendimiento suele bordear los $100.000 o $160.000 en cuatro meses. Con esas cifras, 1 UF deja de ser un incentivo y se convierte en una barrera.
La aproximación al microemprendimiento debe hacerse desde el terreno, con acompañamiento cercano, capaz de dar magnitud práctica a las políticas públicas. No basta con cálculos per cápita o proyecciones de recaudación; es necesario considerar la seguridad social, pero también la construcción de redes de apoyo y la articulación con instituciones públicas y de la sociedad civil. Las fundaciones han demostrado, en los hechos, que ese acompañamiento transforma realidades y genera confianza, dos ingredientes indispensables para que los microemprendimientos dejen de ser estrategias de subsistencia y puedan proyectarse hacia la sostenibilidad.
En un país donde más de un 20% de la población vive en pobreza multidimensional, abordar el microemprendimiento solo desde la formalización es insuficiente. Se requiere mirarlo como lo que realmente es; una estrategia de sobrevivencia que, con apoyo comunitario y políticas aterrizadas, puede convertirse en un camino de dignidad y desarrollo compartido.
Por María José Madariaga
Directora Ejecutiva Fundación Crecer
Fuente fotografía
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