El caso Matthei:

Cuando la lealtad a Pinochet se archiva para mendigar votos de izquierda

La audacia de la apuesta reside en su profundo desprecio por la inteligencia colectiva: asume que la memoria popular es un texto editable donde un par de eslóganes pueden disolver décadas de antagonismo.

Cuando la lealtad a Pinochet se archiva para mendigar votos de izquierda

Autor: El Ciudadano

Por Jean Flores Quintana

Hay que reconocerlo: el ilusionismo en la política chilena ha alcanzado cumbres sublimes. La última proeza, digna de aplauso cerrado, es la metamorfosis de Evelyn Matthei en una abanderada de las causas populares. La misma que encarna la defensa histórica del privilegio, ahora nos habla de las luchas sociales con la solemnidad de quien las hubiera parido. Y su disciplinado coro mediático, por supuesto, nos invita a creer que esta epifanía no es el fruto de una calculadora electoral en pánico, sino una genuina revelación ideológica. Es la jugada maestra del sentido común dominante: si no puedes vencer el lenguaje de tu enemigo, úsalo hasta que se vuelva irrelevante.

Este giro discursivo no es más que el síntoma de una fractura en el bloque hegemónico de la derecha. El «sentido común» que Matthei administraba se ha vuelto impotente frente a relatos que resuenan con mayor autenticidad en su propio sector: la ortodoxia autoritaria de Kast, la estridencia populista de Kaiser y la antipolítica mesiánica de Parisi. Desbordada por su propia derecha, su única maniobra de supervivencia es una incursión táctica en campo enemigo: el codiciado centro. Para entrar, sin embargo, debe inyectarse una dosis de «sensibilidad social», un antídoto de emergencia contra la fuga de votos, cuyo efecto milagroso caduca justo al cerrar las urnas.

Es aquí donde la táctica se desnuda como un acto de revisionismo histórico. La vemos apropiarse del vocabulario de las rebeliones populares —las demandas contra las AFP, las marchas estudiantiles, las luchas feministas— no para validarlas, sino para desactivarlas desde adentro. No olvidemos que el bloque de poder que ella representa fue precisamente la fuerza antagónica contra la que se levantaron esas movilizaciones; fueron quienes las reprimieron, despreciaron y combatieron activamente. Cada lema que ahora pronuncia con impostada solemnidad fue antes motivo de su desdén. La jugada es doble: pasar a segunda vuelta y, de paso, ganar la narrativa, diluyendo la memoria de la lucha hasta que el guardián del viejo orden parezca el gestor natural del nuevo.

Para que la farsa funcione, se requiere una operación coordinada: un aparato de validación y una caja de resonancia mediática que lo amplifique. Por un lado, entran en escena los «100 firmantes», esa sempiterna guardia de lacayos que no representan a nadie más que a los intereses de la patronal. Por otro, la derecha mediática —con Biobío, La Tercera y El Mercurio a la cabeza— otorgándoles una cobertura reverencial. Llamarlos «centroizquierda» es el chiste central del libreto que esta prensa difunde sin cuestionar; son los arquitectos del consenso neoliberal, los tecnócratas que por décadas garantizaron que la justicia social fuera una aspiración poética, jamás una partida presupuestaria. La función de esta alianza no es representar progresismo alguno, sino ungir a la candidata del orden en un pacto de élites que sus medios cómplices se encargan de envolver en el papel de regalo de una falsa transversalidad, garantizando que el poder no cambie de manos, solo de rostro.

La audacia de la apuesta reside en su profundo desprecio por la inteligencia colectiva: asume que la memoria popular es un texto editable donde un par de eslóganes pueden disolver décadas de antagonismo. Pero aquí no se disputa solo un cargo, sino la verdad histórica. Validar esta farsa es consentir la expropiación de la historia, permitir que el relato dominante borre la frontera entre quienes empujaron por los cambios y quienes construyeron los diques para frenarlos. En esta guerra de posiciones contra la amnesia programada, recordar se convierte en un acto de insurgencia. Insistir en quién estuvo en cada trinchera no es un ejercicio de nostalgia; es una defensa elemental de la verdad frente al cinismo del poder. Porque un pueblo que olvida quién fue su adversario histórico está condenado a aplaudir mientras le desmontan el futuro, creyendo que asiste a su propia liberación.

Por Jean Flores Quintana

Politólogo

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Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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