Columna de opinión

El malestar masculino y el ascenso de Parisi

Ese malestar no surge de la nada. Es el resultado de un modelo neoliberal que primero convirtió la masculinidad en una competencia y luego dejó a muchos sin posibilidad de ganarla. Cuando el éxito se mide por ingresos, autos y metros cuadrados, y esos símbolos se vuelven inalcanzables, el fracaso se experimenta como pérdida de virilidad.

El malestar masculino y el ascenso de Parisi

Autor: El Ciudadano
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Por Verónica Aravena Vega

He estado observando con atención el fenómeno Parisi. No tanto por su figura —tan extraña como ausente— sino por lo que muestran las encuestas sobre nosotros/as. Según datos de Pulso Ciudadano (septiembre 2024), el 60,7 % de sus electores son hombres, y la mayoría se concentra entre los 35 y 54 años, con predominio en los grupos socioeconómicos D y E y en regiones fuera de Santiago. Más de la mitad de ellos se declara “sin posición política”. No hay ideología explícita: hay desafección, cansancio, desconfianza. Pero también, pienso, algo más profundo: un síntoma de crisis en la masculinidad chilena.

Desde hace años escuchamos hablar de la crisis de las masculinidades. El término se ha vuelto un lugar común, pero es útil si lo entendemos no como un colapso moral, sino como una pérdida de certidumbre identitaria. Los estudios de Raewyn Connell y Michael Kimmel ya advertían que la masculinidad hegemónica —ese modelo del hombre proveedor, racional, autónomo— está siendo desbordada por transformaciones económicas, tecnológicas y culturales. En Chile, ese modelo se sostuvo sobre la promesa del trabajo estable, el respeto ganado por la fuerza y la autoridad doméstica. Hoy, todas esas certezas se han derrumbado: los sueldos no alcanzan, la vivienda es inalcanzable, y la autoridad masculina ha sido puesta en cuestión por los feminismos y las nuevas sensibilidades de género.

Franco Parisi encarna, en ese contexto, un tipo de liderazgo masculino reactivo. Su discurso mezcla mérito individual, desprecio por la política tradicional y una retórica de autonomía casi empresarial. Es el hombre que “no necesita de nadie”, que “se las arregla solo”, que “dice las cosas como son”. Un mito del self-made man latinoamericano que promete devolver dignidad a quienes sienten que la han perdido. Y son sobre todo hombres los que lo escuchan, porque su mensaje resuena con una herida colectiva: la sensación de haber sido desplazados de un lugar que alguna vez fue suyo.

El “parisismo” no es una anomalía, es el síntoma de un malestar masculino que también se expresa globalmente. Desde los foros de la “manosfera” hasta los grupos incel o los movimientos anti-feministas en redes, se repite la misma narrativa: el hombre como víctima del progreso, el feminismo como enemigo, el Estado como cómplice de su exclusión. Parisi no articula este discurso de manera explícita, pero se alimenta del mismo combustible emocional: la rabia de sentirse irrelevante.

Ese malestar no surge de la nada. Es el resultado de un modelo neoliberal que primero convirtió la masculinidad en una competencia y luego dejó a muchos sin posibilidad de ganarla. Cuando el éxito se mide por ingresos, autos y metros cuadrados, y esos símbolos se vuelven inalcanzables, el fracaso se experimenta como pérdida de virilidad. Es entonces cuando la política se transforma en refugio identitario: se vota no por un programa, sino por una sensación de pertenencia, por la promesa de recuperar algo que el tiempo arrebató.

Pero la crisis no tiene que resolverse por la vía del resentimiento. Parisi —como muchos populistas digitales— ofrece una salida falsa: la ilusión de que el problema está afuera, en los políticos, en las mujeres, en “los otros”. Y, sin embargo, el verdadero problema está dentro: en un modelo de masculinidad que no se permite ser vulnerable, que no sabe pedir ayuda, que solo puede afirmarse dominando.

Por eso, el fenómeno Parisi debería preocuparnos más allá de su resultado electoral. Porque detrás de cada voto masculino por la “independencia” y la “antipolítica” hay una biografía atravesada por la precariedad, el miedo y la soledad. Y si no abordamos esa crisis con políticas de igualdad, con nuevas formas de educación emocional, con espacios para repensar lo que significa ser hombre, ese malestar seguirá siendo capitalizado por figuras que lo transforman en ideología.

La pregunta es política, pero también íntima: ¿qué tipo de hombres queremos en un país que ya no necesita del macho proveedor, pero que aún no sabe cómo cuidar a sus varones sin volverlos soldados del resentimiento? Si no respondemos pronto, otros lo harán —y probablemente, peor.

Por Verónica Aravena Vega

Doctora en Estudios de Género y Política, Universidad de Barcelona. Máster en Masculinidades y Género. Máster en Recursos Humanos. Máster en Psicología Social/Organizacional. En Instagram

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Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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