Por Tania Melnick

El fascismo no irrumpió: creció al amparo de un país sin verdad, sin justicia y sin memoria, que normalizó la impunidad y dejó que el miedo se volviera política de Estado. Creció también sobre la renuncia de unas izquierdas que abandonaron al pueblo y olvidaron que el único poder real es el que reside en él, no en la administración del modelo que prometieron transformar. Hoy el porvenir está en disputa, y sólo el poder popular organizado tiene la fuerza histórica para hacer posible lo que hoy parece impensable.
La pérdida de un horizonte emancipador
Hay una imagen que persiste: la de una izquierda que, en lugar de volver al pueblo después del 2019, se refugió en el Estado. Cambió el trabajo territorial, la organización de base y la pedagogía política por cargos, ministerios y mesas técnicas. Se acomodó en la institucionalidad heredada de la dictadura, administrándola en lugar de transformarla; afinándola en vez de superarla; modernizándola sin cuestionar la arquitectura neoliberal que sostiene la desigualdad.
No es sólo que no hayan “sabido comunicar”: renunciaron al trabajo con el pueblo, desde el pueblo y para el pueblo. Renunciaron a la resistencia —cotidiana, comunitaria, sindical, estudiantil, feminista— y, cuando el pueblo volvió a salir a la calle, respondieron con criminalización, estado de excepción y discursos securitarios. La izquierda también reprimió cuando el pueblo desbordó los márgenes del orden neoliberal.
La renuncia no fue solo táctica: fue simbólica y afectiva. El pueblo dejó de ser sujeto político para ser tratado como “población objetivo”, “segmento”, “opinión pública”. Una izquierda que trata al pueblo como masa gestionable desde arriba ya ha perdido el horizonte emancipador.
Impunidad estructural y retorno del fascismo
El Estado de Chile nunca se atrevió a desafiar de verdad a los perpetradores de los crímenes de la dictadura integrados en las Fuerzas Armadas y en Carabineros. La transición pactada administró esa impunidad y la convirtió en normalidad: sin verdad plena, sin justicia efectiva y sin garantías reales de no repetición.
Seguimos votando bajo la Constitución de Guzmán y Pinochet, mientras miles aún buscan a sus desaparecidos, mientras la tortura sigue abierta en los cuerpos y las familias, mientras los pactos de silencio permanecen intactos y los archivos del terror continúan cerrados.
En ese país, no es casual que hoy existan candidaturas dispuestas a liberar a criminales de lesa humanidad. Eso no surge de la nada: es la consecuencia directa de una impunidad estructural que la Concertación —como columna vertebral de la transición— administró y legitimó durante décadas.
Cuando el sistema político permite que figuras abiertamente pinochetistas regresen sin pudor al centro de la escena, no estamos frente a un simple “retroceso discursivo”: lo que se despliega es la constatación de que las garantías de no repetición fracasaron porque la justicia nunca llegó.
Donde no hay justicia, el fascismo «vuelve». Y vuelve porque la impunidad —esa vieja herencia de la transición pactada— le garantiza que no habrá cuentas que rendir, ni límites que respetar.
Romper con la transición pactada y contener a la ultraderecha: un mandato traicionado
En 2021, el pueblo chileno no eligió simplemente a un gobernante: depositó un mandato histórico. El mandato de contener a la ultraderecha, impedir el retorno del pinochetismo y abrir un horizonte de transformaciones capaz de interrumpir —al fin— la transición pactada.
Ese mandato fue traicionado.
El Gobierno optó por administrar el modelo neoliberal en vez de confrontarlo. Buscó estabilidad donde se exigía transformación; gestión donde era necesario coraje; tecnocracia donde debía operar la política como fuerza histórica. Y lejos de romper con la racionalidad de la Concertación —la misma que el pueblo destituyó en 2019—, la reconstituyó, invitando a sus figuras emblemáticas a conducir el rumbo del país.
El resultado es evidente: una ultraderecha fortalecida, la normalización del discurso fascista y un pueblo que percibe que “nada cambió” o que “todo empeoró”. La esperanza se convirtió en decepción. Y la decepción —como enseña toda experiencia histórica— es el terreno fértil donde el fascismo germina con mayor rapidez.
La democracia securitaria
Lo que hoy se consolida no es una dictadura clásica, sino una democracia securitaria: un régimen que conserva sus rituales institucionales —elecciones, partidos, instituciones y protocolos republicanos— pero organiza la vida pública en torno al miedo, la vigilancia y el castigo.
La “seguridad” se vuelve el principio rector de toda política pública: normalización del estado de excepción en el Wallmapu, militarización de territorios, leyes punitivas, aumento desmedido del poder policial, expansión de las facultades de inteligencia y vigilancia, y criminalización sistemática de la protesta, la pobreza y la disidencia social.
Las leyes recientes —gatillo fácil, antibarricadas, antitomas, infraestructura crítica, uso ampliado de leyes antiterroristas— no son piezas aisladas: conforman una maquinaria represiva coherente, diseñada para garantizar impunidad a los agentes del Estado y castigo ejemplar a quienes se organizan, resisten o incluso simplemente resultan sospechosos por su aspecto, su forma de hablar, su vestuario o su color de piel.
Esta deriva securitaria no es patrimonio exclusivo de la derecha. La izquierda institucional aceptó discutir en el terreno que la derecha definió, legitimando su narrativa y su enfoque punitivo.
Cuando la política se reduce a competir por quién administra mejor el miedo, la ultraderecha siempre entra con ventaja.
Neoliberalismo, despolitización y destrucción del tejido social
El neoliberalismo no sólo privatizó derechos: privatizó la imaginación política. Fragmentó la comunidad, desmanteló sindicatos, precarizó la vida y convirtió el tiempo en mercancía, anulando la posibilidad de organizarse y pensar en común. El resultado es un pueblo aislado, endeudado y agotado, pero también desprovisto de espacios para pensarse colectivamente.
Sobre ese terreno devastado, la derecha construyó hegemonía afectiva: ofrece orden, identidades simples, enemigos claros y soluciones crueles presentadas como inevitables. Pero lo más grave es que la izquierda abandonó sus propias experiencias históricas de organización popular —como los cordones industriales— donde la clase trabajadora demostró que podía autogobernarse, coordinar producción y territorio, articular solidaridad real y desplegar una democracia directa, participativa y territorial que no dependía del Estado ni de los partidos.
Es estratégico recuperar esa memoria que el neoliberalismo destruyó como posibilidad, precisamente para impedir que el pueblo vuelva a reconocerse como sujeto colectivo.
Recuperar la conciencia de clase, disputar el sentido común
La despolitización no es una consecuencia espontánea del neoliberalismo: es una estrategia deliberada de dominación. Individualiza para impedir la organización, convierte injusticias estructurales en problemas personales y destruye la lucidez popular.
Recuperar la conciencia de clase implica disputar el sentido común, desmontar la narrativa del miedo, romper el embrutecimiento mediático y retomar la pedagogía popular como práctica viva que restituye al pueblo su capacidad de pensar y actuar colectivamente.
Sin pensamiento crítico no hay proyecto emancipador. Y sin conciencia de clase no hay pueblo organizado: sólo individuos intentando sobrevivir en un mundo ya decidido por otros.
Economía para el poder popular
El neoliberalismo privatizó no sólo derechos, sino también la imaginación económica. Recuperarla implica dejar de aceptar que el único lenguaje posible sea el del mercado, de los expertos o de la tecnocracia que decide sobre la vida ajena sin rendir cuentas a nadie.
Significa preguntarse qué se produce, cómo se produce, para quién, y quién decide, quién se beneficia y quién paga los costos de cada política pública, de cada reforma y de cada “modernización”. Es decir: restituir al pueblo como sujeto económico, no como mero consumidor o fuerza de trabajo gestionable.
Una economía para el poder popular exige disputar propiedad, renta, trabajo, bienes comunes y todas las relaciones de poder que determinan quién vive con dignidad y quién es sacrificado para sostener el modelo.
También implica recuperar prácticas que ya existen en los territorios, memoria viva de nuestro pueblo: cooperativas, redes comunitarias, ollas comunes, autogestión productiva, organización barrial. Estas y otras formas de economía popular son prácticas históricas —algunas incluso ancestrales— de organización comunitaria que el neoliberalismo ha intentado destruir y que la izquierda institucional dejó en el olvido.
Una economía para el poder popular no busca humanizar el neoliberalismo: busca superarlo. Significa restituir a las mayorías la capacidad de decidir sobre su propio destino material y practicar alternativas concretas como condición de posibilidad para cualquier proyecto emancipador.
Mirar hacia afuera para pensar hacia adentro: el ejemplo de Zohran Mamdani
En este escenario, algunas experiencias internacionales pueden iluminar caminos posibles. Una de ellas es la campaña de Zohran Mamdani en Nueva York. No porque sea un modelo exportable sin más, ni porque represente a la “izquierda radical” —milita en el Partido Demócrata, aunque él mismo se define como socialista—, sino porque encarna algo que acá hemos olvidado: una forma de hacer política que combina radicalidad, utilidad concreta y organización real desde abajo.
¿Qué hizo Mamdani?
- Ancló su programa en problemas materiales inmediatos: arriendo, transporte, deuda, trabajo, salud.
- No renunció a la claridad política: habló de vivienda pública, justicia económica, redistribución, derechos sociales.
- Construyó desde la base social organizada: asambleas, recorridos puerta a puerta, trabajo comunitario sostenido y no solo electoral.
- Usó un lenguaje simple, directo, sin tecnicismos ni superioridad moral.
- Conectó un horizonte emancipador con necesidades cotidianas de quienes más sufren las desigualdades del sistema.
Su estrategia no fue “centrista” ni “moderada”: fue radical en su organización y concreta en su narrativa.
Demostró que la izquierda no tiene por qué elegir entre principios y efectividad, entre crítica estructural y mejoras inmediatas de la vida.
La experiencia de Mamdani recuerda algo esencial: la política popular no nace en los debates televisivos ni en los think tanks, sino en el encuentro directo, en el territorio, en la escucha y en la organización concreta de la vida cotidiana.
Es ahí donde la izquierda chilena perdió el rumbo y donde debe reencontrarse si quiere disputar nuevamente el porvenir.
Volver al pueblo
Volver al pueblo es una decisión política. Es romper con el paternalismo, abandonar la tecnocracia y reconstruir el contacto —afectivo, territorial, comunitario— que la política institucional ha despreciado durante décadas.
El pueblo no es un actor pasivo esperando ser representado: esa es la ficción de la democracia vaciada. La participación no puede reducirse al rito de votar cada cuatro años. La representación nació para articular la voluntad popular, no para blindar los intereses de las élites económicas ni para convertir la política en el arte de gestionar la obediencia.
Cuando la representación deja de ser puente y se convierte en barrera, la democracia deja de ser un espacio de disputa y se vuelve una maquinaria de exclusión. Frente a eso, no corresponde pedir reformas ni rogar por espacios institucionales: la única respuesta es la organización popular, la forma más profunda y más antigua de la democracia real. Es la única que no depende de permisos, subvenciones ni calendarios electorales.
Volver al pueblo es volver al lugar donde siempre estuvo el poder político: en la vida comunitaria, en el territorio, en la palabra compartida y en la acción colectiva que ningún Estado puede contener.
No ceder el lenguaje ni los afectos al fascismo
El fascismo conquista el lenguaje y los afectos. Convierte el miedo en identidad, la rabia en odio y la inseguridad en deseo de castigo.
La izquierda abandonó ese terreno cuando redujo la política a tecnocracia. En ese vacío, la ultraderecha nombró el malestar, capturó la emoción y orientó la desesperación hacia cuerpos vulnerables.
Disputar el lenguaje implica recuperar las palabras que intentaron arrancarnos: dignidad, justicia, comunidad, lucha, clase, libertad, pueblo. Son palabras de combate, no meras consignas.
Disputar los afectos significa reorientar la rabia hacia quienes realmente producen el daño: el capital, el Estado securitario y la arquitectura neoliberal; no los migrantes, no los pueblos originarios, no quienes protestan.
No pasarán
Decir “No pasarán” es necesario, pero no es suficiente. El fascismo no se detiene con consignas ni con fe en una democracia que ya opera como maquinaria securitaria.
La tarea urgente es reconstruir un proyecto emancipador que hable de política, de comunidad, de justicia, de poder popular y de vida digna; un proyecto que devuelva al pueblo la capacidad de imaginar y construir otro porvenir colectivo, incluso en medio de derrotas y retrocesos.
Todavía hay tiempo. No para evitar las derrotas que vienen, sino para impedir que esas derrotas se transformen en resignación. Hay tiempo para convertir el miedo en organización, la indignación en fuerza común y la memoria en horizonte.
Mientras haya pueblo, habrá porvenir en disputa.
Por Tania Melnick
Fuente fotografía
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