Por Esteban Escalona

Por la terminal de Staten Island Ferry, en el extremo sur de Manhattan, transitan casi setenta mil personas al día. La mayoría, son trabajadores que desembarcan apresurados para luego escabullirse por Withehall St., Water St., State St., o deslizarse como liebres en temporada de caza por alguna madriguera del subway. Por la tarde, la escena se invierte: las liebres emergen visiblemente agotadas, listas para abordar el ferry y llegar a su postergada isla de Staten Island.
En verano, todo cambia. Son los turistas quienes se apoderan de la terminal y forman largas filas de algarabía frente a la puerta de embarque número uno o tres. Las liebres observan indiferentes a cierta distancia, luego se concentran en el vaivén del ferry que funciona veinticuatro horas. Sus colosales estructuras anaranjadas aparecen y desaparecen del muelle, cargando y descargando los cuerpos que alimentan la imparable maquinaria de la ciudad.
Ajeno a todo eso, entre el vaivén de esas almas proletarias, de toda esa vida atemporal, fugaz y perecedera, se esconde un verso de la poeta Edna St. Vicent Millay: “all night on the ferry” (From “Recuerdo” Edna St. Vincent Millay 1920).
Supongo que nadie lo ha notado. Y no los culpo. Cuelga a unos cuatro metros de altura en el pasillo que tiene vista al Hudson. Está ahí, como por accidente. Como todas esas cosas que se improvisan en esta ciudad y que milagrosamente funcionan. No parece un homenaje. Y cómo puede serlo si está en un lugar que se pierde entre la prisa y el bullicio de los pasajeros.
Aquella mañana, me di una vuelta muy rápida por la terminal buscando la otra parte del poema. No insistí demasiado. El deber —o la rutina— me empujó hacia alguna madriguera, rumbo a mi trabajo en Washington Heights. Durante el trayecto en el tren A, aproveché los breves destellos de wifi para buscar información del poema. Y me encantó. Recuerdo habla de unos amantes que pasan toda una noche yendo y viniendo en el ferry de Staten Island. A veces con frío, otras rodeados de “olores a establo”; y, sin embargo, para Edna fueron momentos inolvidables. Ahí radica su belleza: en la sencillez de lo cotidiano, en cómo la compañía de un ser amado puede transformar toda experiencia en poesía.
Luego vino la pregunta inevitable: ¿Por qué se titula Recuerdo, en español? Continué buscando más información sobre Edna St. Vincent Millay y confirmé que no se trataba de un error: fue publicado en 1919 en la revista Poetry: A Magazine of Verse, con ese título, Recuerdo. Curioso, ¿no? Busqué en Wikipedia y descubrí que Edna tuvo un amante latinoamericano.
El sábado de esa misma semana volví a la terminal. Necesitaba descubrir si había más versos dando vueltas por ahí. Me senté en medio de la gran sala de espera con un vaso de café y me distraje en un joven moreno que daba vueltas y vueltas convulsionado en algún monólogo. Vestido con harapos y semi desnudo, su presencia no parecía incomodar a nadie: los neoyorquinos, curtidos en la miseria urbana, ni se inmutaban. Los turistas, en cambio, lo miraban con sorpresa, como buscando una explicación que jamás les llegará. Una mujer vestida con una malla de ballet color rosa y unas ridículas alas de hada madrina, cantaba Don’t Dream It’s Over de Crowded House, mientras de reojo, miraba su caja de propinas casi vacía. La ochentera canción me hizo recordar mi hogar en el puerto de Talcahuano. Aquellas tardes alrededor de la mesa junto a mis padres, mis hermanas y mi abuela. Las bromas, las miradas de cariño que se cruzaban entre nuestras conversaciones. El aroma del té de cedrón y canela recién hecho, el calor del pan hallulla recién horneado, el sabor de la mermelada de membrillo que mi padre hacía en las tardes de otoño. Recordé a mi hija, la primera vez que estuvimos sentados en esta terminal, hace ya casi cinco años, cuando me divertía escuchándola decir “Estutua de la Libertad”. La canción terminó. Los aromas y el amor desaparecieron. Comencé a observar a mi alrededor, como despabilándome de los recuerdos y buscando más versos de ese poema. Pero las puertas se abrieron y los pasajeros se embarcaban. Me embarqué junto a ellos, rumbo a Staten Island, donde siempre me espera Aurélie.
He pensado mucho en el poema Recuerdo y en el poder transformador de la compañía. Esos momentos junto a mi familia y mis amigos, en Chile. Caminando junto a mi hija por las ruidosas calles de Nueva York, o entrando a intrincados negocios llenos de curiosidades. Siempre atentos, siempre sorprendiéndonos con una ciudad que no se cansa de entregarnos algo de lo suyo.
Caminar es recordar.
Esto lo aprendí de mi padre, con quien recorríamos los cerros de Talcahuano todos los fines de semana. Entonces, recuerdo que me hablaba sobre su padre. La voz cálida de sus palabras cuando me relataba su vida en la cordillera de la costa y del dolor que le provocó su temprana muerte, cuando apenas tenía diez años. Ahora, eso de caminar y observar se ha traspasado a mi hija, pero en un paisaje urbano. Lo hacemos amenizando nuestros pasos con esas “historias locas” que inventamos para reírnos. Es hermoso ver como parte de mi padre vive en la mirada traviesa de mi niña.
Desde que descubrí ese traspapelado verso, le propuse a Aurélie hacer el viaje de noche por el ferry, así como Edna y su amante secreto. Comprar una botella de vino francés, algunos quesos, aceitunas y programar algunas canciones de Dina Washington y Ella Fitzgerald en Spotify. Pensé que podía ser una aventura prodigiosa. Pero por cansancio, olvido o simple pereza, nunca lo hicimos.
Hasta que sucedió una noche de sábado del mes de marzo.
Aquella noche, inesperadamente cerraron a la una de la madrugada el Village Works —un bookstore que generalmente cierra a las dos de la mañana— y me fui a la esquina, en el Rays’s Pizzas, a comer algo para no llegar a la cama con el estómago vacío. Eran cerca de la una y treinta de la madrugada, cuando buscaba una servilleta para limpiarme la boca y observaba a una pareja de enamorados, que recordé el ferry de Staten Island.
Decidí hacer el recorrido yo solo.
Creo que eran las dos y treinta cuando me embarqué en el ferry bautizado como John A. Noble. Era tan pequeño, que pude contar todos los pasajeros que estaban a bordo de una sola vez: setenta y dos personas algo pasadas de copas. Me senté junto a la ventana. Cuando los motores arrancaron, el viejo armatoste de acero se remeció de tal forma que pensé que se iba a desarmar en el camino. A medida que se adentraba a la bahía, las animadas conversaciones se fueron apagando, las risas disminuyendo. Y luego, todos nos quedamos dormidos.
Al llegar a Staten Island alguien de la tripulación me despertó. Bajé rápidamente para tomar el ferry que regresaba a Manhattan. Me embarqué y esta vez me quedé dormido antes de intentar, siquiera, contar a las personas. Al llegar a Manhattan me desperté por el golpe del casco contra el muelle. Decepcionado por la experiencia en el ferry, me levanté pensando en mi cama. Los pocos pasajeros —no más de veinte en total— comenzamos a desembarcar cabizbajos y visiblemente cansados. A diferencia de otras veces, esa noche salimos por el pasillo que tiene vista al East River. Miré por el iluminado puente de Brooklyn, y cuando me disponía a ponerme la capucha de mi hoody, fue esa noche que encontré otro verso del poema:
we were very tired, we were very merry- we had gone back and forth…
Estaban a unos cinco metros de altura en un letrero descolorido. Sentí una cansada alegría, de quien descubre un secreto que ya no tiene ánimos de compartir. Me saqué unas fotos. Nadie más se detuvo o siquiera levantó la mirada para leerlo.
Desde aquel día cada vez que salgo de la terminal de Staten Island me detengo a leer esos versos. Es un ritual literario. Una forma de honrar a Edna y a la memoria. A veces pierdo mi tiempo mirando a las demás personas, con la esperanza de ver sus miradas sorprendidas al descubrir ese verso, pero siempre es lo mismo. A nadie le importa. Otras veces, pienso que hay más versos escondidos por la terminal y observo todos los rincones. Recuerdo un verso de Whitman que dice: “Nada se pierde realmente, ni puede perderse…” y es cierto. Tal vez los versos de Recuerdo están ahí sólo para quienes, como Edna, alguna vez se atrevieron a mirar la ciudad con asombro o nostalgia.
Ahora que escribo todo esto, recuerdo a mi hija y solo quisiera abrazarla. Preguntarle cómo estuvo su día, oler sus cabellos, decirle algo que la haga reír o simplemente caminar por la ciudad de la mano. Con el pasar de los años, las formas de los recuerdos se transforman en actos inciertos, inapropiados quizás. Aparecen cuando solo quiero echarme a dormir pensando en el futuro.
Por Esteban Escalona
Escritor urbano radicado en Nueva York.
Manhattan, junio 20 de 2025


