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Desmontando la ilusión imperial: Una respuesta al nuevo intento de Elliott Abrams de justificar un cambio de régimen en Venezuela

"Incluso los propios datos del gobierno estadounidense contradicen la narrativa de Abrams. Informes de la DEA y de la UNODC llevan años mostrando que la gran mayoría de la cocaína destinada a consumidores de EE.UU. sale de Colombia y se mueve por el Pacífico, no por Venezuela. Washington lo sabe. Pero la ficción de una 'ruta narco venezolana' es políticamente útil..."

Desmontando la ilusión imperial: Una respuesta al nuevo intento de Elliott Abrams de justificar un cambio de régimen en Venezuela

Autor: El Ciudadano
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Por Michelle Ellner

Elliott Abrams (en la foto) ha reaparecido con las instrucciones de siempre sobre cómo “arreglar” Venezuela, un país que ni entiende ni respeta, pero que aun así se siente con derecho a rediseñar como si fuera un mueble en la sala de estar de Washington.

Su nueva propuesta está empapada del mismo delirio de Guerra Fría y la misma mentalidad colonial que marcaron su trabajo en los años ochenta, cuando la política exterior de EE.UU. convirtió a Centroamérica en un cementerio.

Mi infancia en Venezuela estuvo moldeada por historias de nuestra región que el mundo casi nunca ve: historias de desplazamiento, de escuadrones de la muerte, de aldeas borradas del mapa, de gobiernos derrocados por atreverse a actuar fuera de la órbita de Washington. Y sé exactamente quién es Elliott Abrams, no por las biografías de los think tanks, sino por el dolor incrustado en el paisaje centroamericano.

Abrams escribe con la confianza de alguien que jamás ha vivido en los países que sus políticas desestabilizaron. Su argumento más reciente descansa en el supuesto más peligroso de todos: que Estados Unidos tiene la autoridad, como si su poder fuera razón suficiente, para decidir quién gobierna Venezuela. Este es el pecado original de la política estadounidense en el continente, el que justifica todo lo demás: las sanciones, los bloqueos, las operaciones encubiertas, los buques de guerra en el Caribe. El supuesto de que el continente sigue siendo una extensión del espacio estratégico estadounidense, y no una región con voluntad política propia.

En este relato, Venezuela se convierte en un “narcoestado”, un villano conveniente. Pero cualquiera que se tome el trabajo de estudiar la arquitectura del comercio mundial de drogas sabe que el mayor mercado ilegal del mundo es Estados Unidos, no Venezuela. El lavado de dinero ocurre en Nueva York y Londres, no en Caracas. Las armas que alimentan los corredores de la droga, usadas para amenazar, extorsionar y matar, provienen abrumadoramente de fabricantes estadounidenses. Y la historia misma de la “guerra contra las drogas,” desde sus asociaciones de inteligencia hasta sus brazos paramilitares, fue escrita en Washington, no en los barrios de Venezuela.

Incluso los propios datos del gobierno estadounidense contradicen la narrativa de Abrams. Informes de la DEA y de la UNODC llevan años mostrando que la gran mayoría de la cocaína destinada a consumidores de EE.UU. sale de Colombia y se mueve por el Pacífico, no por Venezuela. Washington lo sabe. Pero la ficción de una “ruta narco venezolana” es políticamente útil: convierte un desacuerdo geopolítico en un expediente criminal y prepara al público para la escalada.

Lo llamativo es que Abrams nunca mira hacia la verdadera línea de frente del comercio de drogas: las ciudades de EE.UU., los bancos de EE.UU., las ferias de armas de EE.UU., la demanda de EE.UU. La crisis que describe nace en su propio país, pero busca la solución en una intervención extranjera.

Durante décadas, Estados Unidos ha armado, financiado y protegido políticamente a sus propios “narco-aliados” cuando le ha convenido para fines estratégicos mayores. Los Contras en Nicaragua, los bloques paramilitares en Colombia, los escuadrones de la muerte en Honduras. Todos fueron herramientas de política exterior, y muchos operaron con el apoyo diplomático directo de Abrams.

Crecí escuchando las historias de lo que esa maquinaria hizo a nuestros vecinos. No hace falta visitar Centroamérica para entender sus cicatrices; basta con escuchar. En Guatemala, las comunidades mayas siguen llorando un genocidio que funcionarios estadounidenses se negaron a reconocer, incluso mientras aldeas enteras eran borradas y los sobrevivientes huían a las montañas.

En El Salvador, las familias aún encienden velas por cientos de niños y madres asesinados en masacres que Abrams desestimó como “propaganda izquierdista”.

En Nicaragua, las heridas dejadas por los Contras, una fuerza paramilitar armada, financiada y bendecida políticamente por Washington, siguen presentes en los relatos de cooperativas incendiadas y maestros asesinados.

En Honduras, la palabra “desaparecido” no es un eco lejano; es memoria viva, recordatorio de los escuadrones de la muerte empoderados bajo la bandera del anticomunismo estadounidense.

Por eso, cuando Abrams advierte sobre “regímenes criminales”, no pienso en Venezuela. Pienso en las fosas comunes, en las aldeas calcinadas, en las prisiones secretas y en las decenas de miles de vidas latinoamericanas destrozadas bajo las políticas que él promovió. Y esas fosas no son metáforas. Son la cartografía de una época entera de intervención estadounidense, la misma que Abrams insiste en resucitar.

Hoy Abrams agrega nuevas amenazas al viejo guion: advertencias sobre “narco-terrorismo”, alarmas sobre “operativos iraníes”, angustias por la “influencia china”. Son temas descontextualizados, inflados o seleccionados a conveniencia para fabricar una crisis de seguridad donde no la hay.

Venezuela no está siendo atacada por las drogas, ni por Irán, ni por China. Está siendo atacada porque ha construido relaciones y caminos de desarrollo que no se subordinan a Washington. Diplomacia independiente, cooperación Sur-Sur y alianzas diversificadas son tratadas como amenazas, no porque pongan en peligro al hemisferio, sino porque erosionan la dominación estadounidense.

La fantasía de Abrams para Venezuela descansa en otra ilusión imperial: la idea de que Estados Unidos puede bombardear instalaciones militares, sabotear infraestructura, desplegar fuerzas especiales en un país soberano, endurecer sanciones hasta que la sociedad se doblegue y luego “instalar” un gobierno dócil como si Venezuela fuera un puesto deshabitado. Venezuela es una nación de 28 millones de personas, con una identidad marcada por la resistencia al control extranjero, especialmente al control del petróleo.

Abrams presenta un derrocamiento asistido militarmente como si fuera un trámite administrativo, borrando su costo humano, su impacto regional y la absoluta certeza de resistencia popular. Es la misma fantasía imperial que ha perseguido a América Latina por generaciones: la creencia de que nuestros países pueden rediseñarse por la fuerza y que nuestros pueblos aceptarán obedientemente.

También asume que, una vez instalado el gobierno que desea Washington, el petróleo fluirá como por arte de magia. Nada revela más ignorancia sobre Venezuela. El petróleo en Venezuela no es simplemente una exportación ni una fuente de ingresos; es el terreno donde se ha librado, perdido y recuperado la soberanía. Fue el eje de las concesiones extranjeras, el sitio del sabotaje de 2002, la columna vertebral del proyecto bolivariano. Las refinerías, los oleoductos y los campos petroleros son el archivo de un siglo de lucha por el destino propio. Creer que tropas extranjeras serían recibidas como administradores de esa soberanía íntima es estar cegado por la arrogancia.

Luego están las sanciones. En Washington, se tratan como medidas técnicas, palancas de política, fichas de negociación. En Venezuela, significan escasez en hospitales, filas en farmacias, ingresos colapsados, una moneda en caída libre y familias obligadas a migrar.

Y aquí las huellas digitales de Abrams son imposibles de ignorar: durante el primer gobierno de Trump, fue “Representante Especial para Venezuela”, ayudando a diseñar y defender las mismas sanciones que ahora utiliza para culpar al gobierno de la crisis que él mismo ayudó a fabricar.

Abrams dice que las sanciones “fracasaron”, como si hubiesen sido diseñadas para mejorar la vida de los venezolanos. Pero las sanciones no fracasaron. Cumplieron su objetivo de desestabilizar la sociedad, asfixiar los servicios públicos y fabricar la crisis humanitaria que ahora se usa como justificación para una intervención mayor. Es lógica circular: crear las condiciones del colapso y luego señalar el colapso como evidencia de que el gobierno debe ser removido.

Abrams ahora presenta el cambio de régimen como solución a la migración, pero la historia cuenta otra cosa. Las intervenciones de EE.UU. no detienen la migración; la generan. Las olas más grandes de desplazamiento en nuestra región surgieron después de golpes patrocinados por EE.UU., guerras civiles, campañas contrainsurgentes y, más recientemente, la instrumentalización de las sanciones.

La gente huyó no porque sus gobiernos fueran dejados en paz, sino porque Washington trató sus países como campos de batalla o, en el caso de Venezuela, como un laboratorio de colapso económico. Los centroamericanos huyeron de balas y escuadrones de la muerte; los venezolanos han sido empujados por un asedio diseñado para quebrar la economía y fragmentar la sociedad. El resultado es el mismo: migración producida por la política estadounidense, luego usada como pretexto para más intervención.

Mientras Washington no abandone la idea de que es dueño del hemisferio, América Latina nunca estará a salvo. Ni de Abrams, ni de los golpes, ni de los programas de la CIA, ni de los bloqueos, ni de la Doctrina Monroe.

Y tal vez la señal más clara de esta hipocresía imperial es ver a Trump acusar a sus opositores internos de “sedición” por un simple video donde legisladores recuerdan a los militares estadounidenses que están legalmente obligados a rechazar órdenes ilegales.

Mientras tanto, esas mismas fuerzas políticas aplauden la idea de que oficiales venezolanos violen su propio orden constitucional para derrocar a un gobierno que Washington detesta. América Latina ha vivido demasiado tiempo bajo ese doble rasero, y ya no estamos dispuestos a seguir pagando el precio.

Por Michelle Ellner.-


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