Una vez más y como otras tantas anteriores, el fútbol ha llegado con su parafernalia de chauvinismo, competición y olvido en el momento exacto, así se encargará de empequeñecer y empañar cualquier reclamo laboral posible; las demandas de los sectores más olvidados, los más postergados de la sociedad deberán esperar a que el eco de los goles se esfume y la pasión de los hinchas se desvanezca. Queda la esperanza postergada para cuando algún funcionario dadivoso reconsidere que en Chile existen necesidades urgentes. La Copa América 2015 comienza a ejercer su efecto balsámico y narcotizante en los cerebros de nuestros compatriotas, como en la mejor época de la dictadura. Ahora no queda espacio disponible para los reclamos… ¡ceacheiiiií…!
Suena lamentable, pero hacia la última semana del pasado mayo una noticia esperanzadora circuló por los medios masivos y aunque muchos chilenos no lo hayan advertido, por desinterés o porque optaron eludirlo ante otras prioridades intelectuales, hasta hace muy pocos días atrás en Chile se estaba originando un significativo debate, uno entre los tantos que debieran permanentemente darse en el país y que, como sociedad organiza nos atañe participar, intervenir o, al menos, posicionarnos como sujetos sociales, opinar; no obstante, me llama poderosamente la atención que no haya causado el revuelo que merece y que muchos y muchas esperábamos con inquietud, expectantes, porque el tema que irrumpe no es algo menor ni aplazable, es ahora, es ya, es hoy y nos compete a todos y cada uno de los chilenos: ¿qué televisión cultural queremos, precisamos y merecemos como país emergente?
La discusión que tibiamente ha comenzado a gestarse sobre televisión cultural es llamativa, pues sería el momento preciso para que cada sector de la sociedad, educadores, artistas, académicos, gremialistas, gestores culturales, sindicalistas, referentes de las minorías, pueblos originarios, estudiantes y todas las fuerzas productivas hiciéramos propuestas concretas o, al menos, expresáramos qué queremos como pauta cultural en los canales de televisión abierta del país, referido a calidad, criterios, contenidos, formatos y programas. A favor o en contra, pocos se han pronunciado hasta el momento ante tal desafío. Participar en democracia no es optativo, es un deber cívico.
Deberíamos intervenir más, tomar partido, no sólo mirar los partidos; la apatía desconcierta cuando se vislumbra una coyuntura única, circunstancia singular para diseñar, trazar, exponer, exigir y definir nuestros requerimientos culturales, efectivizar los cambios. Vociferamos que la TV es una bazofia, que somos rehenes del capricho y autoritarismo de los productores, sería relevante promover un concurso de proyectos culturales para televisión a lo largo y ancho de Chile: hay financiamiento y recursos humanos. ¿Será que en el fondo nos sentimos cómodos y no queremos modificar nada? ¡Merecemos tarjeta roja!
Permanecer en off side no nos beneficia. En democracia, las pautas culturales ameritan una profunda discusión política, compromiso ciudadano, no se puede admitir que, una vez más, los mismos de siempre decidan por nosotros, nos jugamos el derecho y el deber de impulsar el debate sobre contenidos en la TV. Increíblemente, con razón o sin ella, hemos tomado las calles para reclamar una infinidad de veces, logrando poner en contexto temas centrales, ineludibles, ¿la cultura, acaso, no es un tema que nos compromete y obliga a pensar como colectivo país?, ¿no son estos contenidos de importancia nacional? Asombra nuestra cómoda irresponsabilidad.
La normativa en vigencia del Consejo Nacional de Televisión expresa que desde el 1° de junio recién pasado, todos los canales de TV del país deberán haber incorporado a su programación habitual cuatro horas diarias de producciones culturales. Hasta ahí, todo bien, la norma parecería responder a viejos reclamos de artistas, intelectuales y especialistas en medios. Sin embargo, lo que continúa difuso dentro de la disposición es a qué se refiere, concretamente, con «culturales» o «programación cultural», pues el término, en una definición para el presente siglo, es demasiado pobre, exiguo, pero para la ideología dominante existente sobre cultura televisiva en el país, se vuelve aún más pequeña e incluso restrictiva. ¿De qué cultura hablamos cuando de por medio están los canales comerciales? ¿Qué es «la cultura» para dueños y ejecutivos de la televisión privada?, ¿telar de pueblos originarios?, ¿ballet?, ¿algún segmento perdido de ópera barroca?, ¿pintores del siglo XIX?, ¿música mapuche?, ¿pensamiento contemporáneo?, ¿cine latinoamericano?, ¿medicina alternativa?, no se sabe, no está claro y, si así fuera, aún seguiría siendo insuficiente pues, hoy, el universo de las manifestaciones culturales es enorme. Entonces, lo más seguro es que, una vez más, la parrilla de opciones quede al libre albedrío del programador de turno; es decir, a la teleaudiencia le ofrecerán lo que ellos, como canales con fines de lucro, como empresas de comunicación privada, infieren qué es lo cultural en nuestros días o lo que el país deba entender, de acuerdo al pensamiento del libre mercado, por cultura del siglo XXI. De aquí la urgencia en promover la discusión, erigir nuestras demandas con propuestas y preferencias concretas. La cultura nos involucra a todos y todas, por lo tanto, es un tema transversal a la sociedad.
A diferencia de lo que se entendía por cultura hacia finales del siglo pasado, en nuestros días cultura es un concepto mucho más amplio, abarcativo y polisémico, definiciones de ella podemos encontrar tantas como idéntica cantidad de entrevistados en cualquier comunidad; de este modo, no es posible pensar «la cultura» si no es a través de «las culturas». La TV, entonces, está en deuda con la sociedad chilena, han sido demasiados años de oscurantismo programado y planificado, servido a cuentagotas, pequeños chispazos, apenas atisbos de televisión cultural, segmentos insustanciales. Un poquito de «Los caminos de Chile y la ruta del pudú», no bastan, hoy necesitamos promover el nuevo corpus cultural que satisfaga, en profundidad, las necesidades de una población de compatriotas que llega, nada menos, a 15 millones de personas. Un espacio poético es mínimo dentro del conjunto de manifestaciones posibles y la trampa ha sido esa, confundir al televidente con el supuesto artificioso de que únicamente el arte es cultura, que exponer fauna salvaje es cultura, que mostrar rutas arqueológicas es cultura, ¡sí, es eso!, de acuerdo, pero todavía hay mucho más, el espectro es cuantioso, de allí que nuestras exigencias, opiniones y propuestas deban ser consideradas. No somos necios, la TV vive y se financia gracias a que un pueblo la mira, la consume, si no lo hiciéramos no habría televisión, así de simple. La decisión invariablemente será nuestra. Al menos, así funciona en democracia.
Nadie es más o menos culto sólo por sentarse a mirar en TV, al no haber otra cosa, un ballet predigerido, narrado por un locutor de voz engolada, que explica cada acto, pensando en que como telespectadores no entendemos nada o somos tabula rasa. Nos merecemos como país, como ciudadanos pensantes, conocer la grilla, la oferta completa, pues el problema central es el medio, es la TV en sí misma con sus programadores y sus dueños, no los objetos ni productos de programación. Estamos hablando, entonces, de la TV como difusora de las diversas formas y expresiones culturales y, éstas, como experiencias y prácticas sociales, en suma, como manifestaciones humanas. Debemos recuperar en la TV la insolencia creativa por sobre el culebrón aletargador. La entretención banal adormece las conciencias.
Si no queremos ser excluyentes ni restrictivos o, lo expreso al revés, si queremos ser plurales y cada vez más abarcativos, no podemos tener espacios de cultura jibarizada, me parecería más adecuado comenzar a hablar y hacer el ofrecimiento desde la multiplicidad de propuestas y manifestaciones culturales que podemos descubrir en una sociedad plural, abierta, diversa y compleja como es la actual, incorporando espacios donde cada sujeto pueda y esté dispuesto a elegir o seleccionar programaciones muy disímiles entre sí y donde se sienta más identificado e incluso contenido con la producción ofrecida. Es esta la expresa razón por la cual no me sigue quedando claro a qué se refiere la medida con «programación cultural», si comprobadamente la emisión de los canales hacia el telespectador es vertical, unívoca, arbitraria e históricamente ha estado digitada en concordancia a sus particulares intereses: el rating, por un lado y las ganancias extraordinarias, por el otro. De sostenerla así, tal cual se encuentra a la fecha, comercial e inmodificable, estupidizante y chabacana, la culpa seguirá siendo nuestra, seremos sus cómplices. Si no aprovechamos la instancia participativa, existiendo la real posibilidad, a no lamentarse si no contribuimos como debemos y si no exigimos como nos merecemos.
Pero, ¿quién dijo que todo está perdido? Recientemente el Ministro de Cultura Ernesto Ottone, expresó «Queremos que sea la cultura la que se haga visible en el país, que sea tema de discusión pública y se perciba como un derecho, tal como los muchachos aprecian el deporte». Es importante puntualizar en que, por primera vez en mucho años, existe predisposición para transformar, innovar -yo preferiría subvertir- y eso es un progreso, se percibe mayor preocupación por parte del Estado para provocar ese quiebre significativo que precisamos, que podría generar un auténtico cambio de paradigma, el «giro cultural» al interior de los medios hegemónicos, esos mismos que hasta el día de hoy siguen marcando la agenda e indican «qué es lo que tenemos que consumir» como programación diaria. Y digo consumir porque son productos facturados con y para ese fin, vender, pensados en términos de mercado, para el consumo masivo y para la desleal competencia entre canales, ¿no existe aquello de «la guerra de las teleseries», por poner un ejemplo vigente? Entonces, desde el 1° de junio, ¿quién seguirá marcando la agenda?, ¿tendrá la ciudadanía algún poder a futuro para optar, resolver o intervenir?, ¿cómo se elegirá la pauta cultural, con qué criterio?, ¿cuál es la oferta concreta de los canales al día de hoy? Se desconoce, pero ¿si exigimos conocer, si nos plantamos? Es este un derecho a consagrarse y, de no cumplirse, si no nos escuchan, si nos siguen ninguneando, muy simple, habrá que apagar la TV. ¿A quién podría venderle un productor con los televisores apagados? Reflexionemos, se terminarían los espejitos de colores, ¡un golazo!
Impulsar cambios genuinos en materia de televisión comercial, siempre es positivo para un país, promueve el crecimiento emocional e intelectual de los sujetos, pero igualmente «la cultura ayuda a levantar el espíritu de la gente», expresó Silvio Rodríguez en la presentación de su libro en el Centro Cultural Kirchner, en Buenos Aires. La intención de la ley es buena, pero su ejecución es la que sigue siendo ambigua, borrosa, los mezquinos intereses están a la vista de los telespectadores, ¿continuarán los canales comprando latas de envasados en el exterior o esta medida servirá, finalmente, para generar trabajo efectivo hacia la producción nacional?, tampoco está claro, pues el primer paso de los ejecutivos es comparar costo-beneficio, sitúan la cultura como gasto y no una inversión a largo plazo, por lo que caemos en el manido estereotipo que afirma «la cultura no es comercial»; redoblo el reto: la cultura no debe ser comercial. La cultura es, como la educación, una necesidad y, por lo tanto, un derecho, como tal debe convertirse en una política de Estado.
Hay más aún para preocuparse y rectificar, existe otro mito urbano que es preciso destruir, ese que afirma que la cultura es aburrida. No tendría por qué serlo. No existen razones válidas ni tampoco lógicas para tan ramplona afirmación. Un producto cultural puede estar mal elaborado y hace que no tenga aceptación, puede no gustarnos su estética o incluso no comprenderlo, pues a veces preferimos determinadas formas, géneros o estilos, pero eso es otra cosa y no se puede ser tan taxativo, hay un otro que sí puede preferirlo. Entonces, afirmar con tanta impunidad que la cultura es aburrida, es una falacia, pensamiento típico del neoliberalismo, interesado en demoler espacios públicos de difusión cultural, eso sucede en la TV comercial.
La cultura favorece la participación democrática, es integradora e inclusiva. La cultura es construcción de sentido y un pueblo culto es peligroso, porque piensa, exige y cuestiona. Enhorabuena que se cumpla la ley y que, además, nazca una señal de TV cultural del Estado, con excelencia, equidad y sentido plural del concepto. Un interesante modelo para cotejar de cómo se puede producir con altos estándares de calidad -no para copiar- es Canal Encuentro, de Argentina, un verdadero lujo en cuanto a televisión estatal con diversidad cultural y espacios pensados para los 40 millones de argentinos.
De ser así, de impulsarse una señal televisiva del Estado, tendríamos una programación competitiva -en el buen sentido de la palabra- entre canales comerciales y ambas señales oficiales existentes, pensadas en el televidente de todas las edades, de todas las regiones y de todos los sectores. Al existir mayor oferta, se elevaría la calidad programática, pero también tendríamos, de manera exclusiva, una señal con 24 hrs. de programación cultural amplia, diversa y enfocada -quisiera creer- hacia los 15 millones de ciudadanos.
Elegir determinados objetos culturales, sean para leer, escuchar, mirar, ejecutar o coleccionar, son decisiones íntimas, indican gustos, información entornos, estilos, pertenencia, sensibilidad, curiosidad, motivación, etc. Dichas opciones individuales, en cualquier ámbito de lo cotidiano, difícilmente sean neutrales, azarosas o por descarte, responden a búsquedas, recorridos e intereses subjetivos, algo que llama poderosamente la atención en nosotros, a veces decisiones bien contextualizadas que, por cierto, se relacionan con la formación intelectual, lo sociocultural y el nivel educacional de cada ciudadano; es decir, asoma la impronta del capital cultural del sujeto. Y ese capital cultural pesa, significa, se pone en juego y trasciende, pues nos permite fundamentar, defender, transferir y hasta, por qué no, desechar aquella elección y pensar en otra nueva e incluso opuesta. He aquí el nudo del por qué hay que involucrarse con lo que culturalmente deseamos y necesitamos, sin esperar que otros, los de siempre, los del lucro, nos den la programación servida en bandeja, tipo papilla insulsa y regurgitada, sin garantizarnos la posibilidad de optar. Cada vez que elegimos libremente, es otro peldaño que honra a la democracia.
En lo que va del siglo XXI, siglo de la información y las comunicaciones simultáneas, redes, TIC’s e imágenes vertiginosas, ningún productor, por muy visionario que sea, está en condiciones de aseverarnos qué quiere o necesita mirar cada sujeto, ante la inconmensurabilidad del universo cultural, nacido y creado desde los múltiples lenguajes simbólicos particulares que hombres, mujeres y tecnologías producen a diario, que parecen tener un piso pero jamás un techo. Muchos de nuestros compatriotas desconocen esas manifestaciones culturales contemporáneas, allí deberían estar las televisoras, transmitiendo y mostrándonos ese nuevo hacer nacido de la hibridación de lenguajes y del desdibujamiento de fronteras disciplinares. Los bienes culturales de la humanidad, los del pasado y los actuales, deben difundirse democráticamente, mostrarse, no pueden seguir siendo restrictivos, exclusividad de una élite dominante que puede pagar o financiarlos para consumo individual, éstos deben constituirse en dominios culturales de todas y todos, en cultura inclusiva, contenidos a saber de la nuevas generaciones.
Si como sociedad democrática y organizada queremos corrernos del paradigma televisivo autoritario, dominante y superficial, emplazado como fórmula áurea, necesitamos, con urgencia, conocer, opinar, discutir, participar, subvertir, discrepar, inmiscuirnos, revolucionar, provocar la ruptura y volver a trabajar desde y con las instituciones educativas y formadoras, empoderando sobre derechos culturales a los nuevos sujetos de aprendizaje, aquellos que mañana tendrán en sus manos el futuro del país y que deberán legislar, entre otras cosas, sobre la cultura y sus distintas formas de expresión en la sociedad del conocimiento y de la información.
La revolución de contenidos en la TV, la democracia cultural que se nos avecina, está allí, en ellos, en esa nueva generación de telespectadores, sujetos eminentemente culturales, que deben ser formados fuera de las vallas que pretenden fragmentar y encasillar los saberes del universo cultural, sólo así podrán actuar en libertad, como críticos, difusores, observadores, promotores investigadores y beneficiarios, pero igualmente como productores-hacedores de hechos y bienes culturales, no sólo como consumidores pasivos y sin decisión.
El desarrollo cultural de los sujetos es complejo, es una apropiación a lo largo del tiempo en una construcción permanente, espiralada, desde un andamiaje concatenado, que se materializa con la adquisición de determinados objetos de conocimiento o también aprendiendo y aprehendiendo valores estéticos; es decir, ingresamos al mundo de «la belleza», al placer de «lo bello», motivados por propia iniciativa o necesidad de descubrir, a veces inducido o también por sugerencia sobre un «algo» que nos estaba faltando para sentirnos personas más libres y completas; otra veces, en esa búsqueda, alguien nos muestra y comparte con nosotros su elección de «lo bello», nos acerca su mirada por un universo estético particular, que per se no habíamos apreciado antes, no lo habíamos descubierto o no lo habíamos encontrado. La televisión, entonces, bien puede cumplir su rol formativo y de divulgación, sobre todo en aquellos lugares del país, en regiones y sectores de la sociedad con menor acceso al patrimonio cultural. De allí que no podamos mantenernos en la indiferencia, de allí que exigir sea obligación ciudadana, que participar de estos debates sea capital, compromiso de la democracia y aplicado como una política pública.
Durante 17 años nos impusieron un modelo de televisión coercitivo y ramplón, vivimos el llamado «apagón cultural»; hoy tenemos la posibilidad de una auténtica reforma en nuestras manos, la responsabilidad histórica de revertir el paradigma simplificador, de ser nosotros, ciudadanos libres y comprometidos, quienes expresemos, exijamos y propongamos qué queremos ver, que pauta programática necesitamos para el Chile de hoy y para las nuevas generaciones de compatriotas. Si no nos pronunciamos ahora, que es el preciso momento, no esperemos nada significativo al interior de los canales comerciales, nos habrán metido, una vez más, un gol de media cancha. La ley está, que se cumpla y no permanezca en letra muerta también es tarea ciudadana, o sea, tarea de todos nosotros. Ah, aclaro, no tengo nada en contra del fútbol, pero que idiotiza…