Está temblando de nuevo

Cada historia del terre-mare-moto es la excepción de la otra

Por Wari

11/04/2010

Publicado en

Actualidad / Columnas

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Cada historia del terre-mare-moto es la excepción de la otra. Esta es la mía.

A las 12 con 30 de la noche del 27 de febrero de 2010, llevaba tocando una hora justa en el bar Entrelatas de la ciudad de Talca. Hubo un bis de un par de canciones. Luego bajé del escenario, nos tomamos algunas fotos con gente que me ubicaba, me cancelaron el pago por la actuación más la plata del bus, y los amigos que me habían invitado me llevaron caminando al hotel que distaba a unas cuadras del bar.

En una esquina había dos amigas de mis amigos que se unieron a la caminata. Una trabajaba en el hospital de Talca y le dije: “Déjame adivinar: ¡Tú eres la que confunde las guaguas!”. Reímos en la soledad de la noche.

Llegamos al hostal Maeva. Mi cuarto estaba en el tercer piso, la puerta no tenía llave y el baño estaba sucio. Pensé pedir que me cambiaran de hotel. Conversamos algo sobre contenido y forma en la música popular. La noche anterior había dormido sólo un par de horas y mis amigos se fueron, prometiendo volver para el desayuno.

No había tele por cable así es que me tuve que entretener con un poco de Arjona, y luego Comisario Rex. A las 3:02 decidí dormir, iba a apagar la luz cuando, por algo inexplicable, decidí dejarla prendida y me di vuelta en la cama. En la plaza, frente al hostal, una mujer reía furiosamente y un hombre parecía que le sugería algo inaudible.

A las 3:34 soñaba que alguien decía ¡está temblando! y súbitamente desperté y el ventanal se sacudía. Estaba tan cómodo en la cama que esperé que pasara el temblor, como lo hacía desde 1985 -cuando viví el último terremoto- a la fecha. Pero de pronto se liberó de un solo golpe toda esa energía de las 100 mil bombas de Hiroshima. Movió al edificio completo, apagó la lámpara y la lanzó lejos. Me puse los pantalones y perdiendo el equilibrio salí al pasillo, donde un pasajero me dijo: ¿Terremoto?, como si me ofreciera un trago. Sonó el celular. Brillaba angustiante atrás, en la oscuridad de mi cuarto, volví a buscarlo. Era K. quien a gritos me decía del terremoto en Santiago. Traté de calmar a K. y caminar por el pasillo, a oscuras, que se movía como micro atrasada. Terminé calmando al celular apagado. Me agarré de una columna. Y el movimiento seguía, y seguía. Sentí que era un momento histórico estar encima del planeta chúcaro. Y no cesaba. Parecía que a Dios le había dado una rabieta. Una mujer gritaba a unos dos metros y el marido la calmaba. Caían espejos, ventanas, vidrios, floreros. Pensé: “De modo que aquí iba a venir a morir yo ¿ah?, esa era la sorpresita que me tenía Talca”, con curiosidad más que con pena o miedo. De pronto se empezó a calmar. Bajamos del tercer piso rápida y silenciosamente. La noche era de polvo ascendente y rara luna media cuadrada que miraba absorta. Los borrachos hacían bromas. Otros destruían una exposición fotográfica que había en la plaza. Decidí volver al tercer piso a buscar mi guitarra y mi mochila. A veces temblaba. Subí, y en el nerviosismo fui a la que creí que era mi habitación, pero era el segundo piso. Entré, y en la penumbra tuve una rara sensación de un engaño. Me di cuenta, subí al tercer nivel, saqué mis cosas y, al bajar, descubrí que la señora a cargo había cerrado las puertas en el primer piso. Forzé la salida.

Demoró más de la cuenta en amanecer. ¿La luz no quería ver el desastre de las capas tectónicas? El hotel de mejor calidad al que yo habría ido si hubiese pedido un cambio estaba derrumbado. A las 7:15 partí para Santiago caminando, buscando la autopista. Me detuve en la esquina en que le había echado la talla a la joven mujer que trabajaba en el Hospital de Talca. El lugar estaba bajo dos metros de escombros. Mala la talla.

Salí a la carretera y me puse a caminar haciendo dedo. Pude comprobar cómo los buses, los autos, los camiones, las camionetas, nos hacían el quite a los desplazados. La mañana estaba rara. El paisaje me recordaba una vez más un Dios rabioso y pueril que había dejado sus marcas con filosos dibujos en el pavimento, en los silos, en las casas, en los incendios, en el raro vuelo de las aves.

Me demoré 32 horas en llegar a Santiago. Desde aquí envío mis agradecimientos a los que me llevaron: Al señor que iba a Pelarco; a Jorge, que administraba un criadero de cerdos; a Pablo, que había estado 14 años preso por razones políticas en the chilean democracy; a los dos buses interurbanos y al colectivero que me cobró treinta lucas entre Rancagua y Angostura. Y muchas gracias también a mis dos piernas que aún tengo adoloridas.

Por Mauricio Redolés

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