Columna de opinión: La memoria del orden
Dr. Max Cortés Espinoza
Instituto de Estudios Antropológicos
Universidad Austral de Chile
El próximo marzo enfrentaremos una organización de fuerzas políticas en torno al Estado de Chile que tiene al mismo tiempo actualidad y pasado. Entre uno y otro momento persisten huellas profundas: proyectos políticos con distintas suertes, violaciones a los derechos humanos y una dictadura, entre otras posibles experiencias, atraviesan esta distancia. Podríamos preguntarnos qué queda del pasado en la actualidad, pero también cómo la actualidad se relaciona con el pasado.
Este tipo de inquietudes son habituales en el espacio universitario, lugar donde es posible compartir estos y otros pensamientos, a lo menos mientras son cultivadas las ciencias sociales y las humanidades. Una forma común con la que podemos practicar la reflexión es utilizando conceptos que nos permita agrupar hechos, documentos, lenguajes, símbolos en ideas más amplias. Quizás, si resulta útil, un concepto que ayudaría a abrir el presente al pasado podría ser el pinochetismo, pero veamos por qué.
La palabra pinochetismo se muestra evidente en la figura del dictador Augusto Pinochet, se fija en un momento particular de la historia de Chile, el final de un proyecto político popular que caminó gran parte del siglo XX, un golpe de estado, una dictadura militar, la modernización neoliberal y una transición que hegemonizó un régimen de sociedad con complicidades civiles y militares. Mas allá de los aspectos de la biografía política del dictador, su impunidad sobre las violaciones a los derechos humanos, su enriquecimiento ilícito haciéndose llamar Daniel López en bancos extranjeros, y la investigación sobre apoyos del gobierno concertacionista de Eduardo Frei cuando estaba siendo juzgado en Inglaterra. Este momento se abrió al futuro marcando una trayectoria que llega a la actualidad.
El pinochetismo transformado en concepto no desaparece con el final formal de la dictadura, persiste en un horizonte de sentido compartido por los agentes políticos que administrarán el Estado Chileno por los próximos cuatro años. Cuando se disipe la fiebre de la victoria –o la derrota electoral, según sea el caso–, podremos confirmar la reaparición de orden, nación, seguridad, familia, mercado como significantes centrales en un discurso que exilia la política para la exposición de conflictos y contradicciones legitimas y la agota en un mecanismo de control social. Quienes gobernarán reactivan una sensibilidad política que podría estar agrupada en un repertorio de lenguajes y acciones para acceder al presente y que, por decir un nombre, es posible considerar el pinochetismo como concepto de interpretación.
Podemos discutir este momento con otros conceptos -fascismo, nazismo, autoritarismo- o apelar a nociones como restablecimiento del orden o gobierno de emergencia, incluso una oleada conservadora de dimensiones globales. Sin embargo, en este contexto, el pinochetismo ofrece una pertinencia local insoslayable, tanto para quienes practican el pensamiento crítico como para quienes asumirán el gobierno. Su relación con el pasado se expresa hoy de forma cada vez más explícita en el uso de los símbolos de la patria, en el lugar otorgado a las Fuerzas Armadas y de orden y seguridad, y en la construcción de enemistades políticas hacia migrantes, activistas medioambientales y pueblos originarios, convertidos sistemáticamente en problemas de seguridad pública. Es improbable que pudieran declararse huérfanos de su pasado.
Si nos decidiéramos a usar la categoría en cuestión como una herramienta para interpretar lo que nos tocará vivir desde marzo del próximo año, podríamos estar en condiciones de afirmar que estaríamos frente al primer gobierno pinochetista de la historia que trasciende las décadas posteriores a la dictadura. No como retorno, sino como una memoria activa del orden que vuelve a organizar el presente. Esta memoria que no sólo exige ser nombrada, sino también pensada críticamente; donde el orden no opera únicamente desde un gobierno que administra un Estado contra la sociedad, sino que interpela a la sociedad sobre sí misma y sobre las formas que adopta el poder. Pensar, actuar y sostener espacios de encuentros políticos y afectivos –incluso en tiempos de decepción o pesimismo– pueden ser un camino para comprender qué está ocurriendo y qué se va configurando en la formación del presente que no se agota en resultados electorales.


