Quién se puede oponer a un plebiscito para una Asamblea Constituyente

La actual Constitución Política de la República nos lleva por mal camino

Por Director

16/08/2012

Publicado en

Actualidad / Columnas

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La actual Constitución Política de la República nos lleva por mal camino. Nuestro sistema político responde muy lentamente a los cambios que exige la ciudadanía. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que el Estado se haga de verdad cargo de la protección y seguridad de las personas, para que solucionemos definitivamente el problema con los pueblos indígenas, para que se ponga fin a los abusos al consumidor y el lucro desmedido en la salud, la educación, los servicios básicos, etcétera? ¿Tendrán que pasar 100 años para poner fin a la centralización que asfixia a Calama, Aysén o Magallanes, o para garantizar que la explotación de nuestros recursos naturales como la Pesca o el Litio sea en beneficio de todos los chilenos y no de unos cuantos grupos económicos?

Nosotros creemos que el momento para cambiarla es ahora. Las fuertes señales que ha dado la ciudadanía, que manifiesta su descontento e indignación con el modo en que las instituciones responden a sus demandas, debería hacernos tomar conciencia de que esto no resiste más. No se trata sólo de cambiarla porque sea espuria y tenga su origen en la dictadura. Hay que hacerlo simplemente porque es mala y no sirve, porque no es un instrumento eficaz para garantizar justicia social, igualdad y democracia plena, máximas a las que se supone está llamada cualquier constitución política de cualquier Estado.

Por eso nuestra propuesta es clara. Queremos que este mismo Congreso apruebe una reforma constitucional para que durante las próximas elecciones de presidente, senadores y diputados de noviembre del 2013, se consulte además al país, a través de un plebiscito, en una cuarta urna adicional, donde todas y todos los chilenos puedan votar si quieren o no cambiar la actual constitución política por una nueva, redactada en una Asamblea Constituyente que esté conformada por miembros elegidos democrática y proporcionalmente, donde todos los sectores y territorios del país estén debidamente representados. La propuesta que emane de esta instancia deberá ser ratificada a través de un segundo plebiscito nacional. No se trata de imponer una nueva constitución, se trata de construirla entre todos y que sea ratificada por todos. Aquí no caben exclusiones de ningún tipo, vengan de donde vengan.

La Asamblea Constituyente no es un invento ni de esta época ni de esta región. Por mucho que esté ganando terreno como un método de eficaz democracia directa en varios puntos del planeta, la idea de que el pueblo ha tenido y tiene el derecho anterior y superior al Estado de estar reunido dictando -de una vez por todas- sus propias normas superiores, que plasmen y garanticen en un texto cosas de importancia superlativa, como los derechos inherentes a los seres humanos, la justa administración de los bienes y la regulación del Estado. Es una idea que está en el centro de la existencia de la relación gobernantes y gobernados; es allí donde se entiende que existe la clase política como mandatario de un mandato hecho para ejercer el poder a nombre del verdadero soberano mandante, que es el pueblo. Sus primeras expresiones, no se dieron ni en Egipto ni en Islandia ni en Colombia, ni en Venezuela, ni en Bolivia: fue en los albores de la concepción actual y dominante de democracia moderna, por allá en 1789, en aquella Francia emancipadora y humanizante que, conformada en Asamblea Constituyente, eliminó a la Monarquía y se instauró como República.

Por eso, insinuar que una Asamblea Constituyente es una suerte de propuesta demagógica o medida populista latinoamericana o que sólo se usa para salir de crisis profundas, es una falacia. Además, es un calificativo que se ejecuta curiosamente usando argumentos que, más que originados de un análisis político informado, parecen iniciados desde el prejuicio y la palidez política.

La bajeza de tratar de deshonrar a la más genuina expresión soberana y democrática es una triple falta de respeto: en primer lugar, hacia la ciudadanía, luego hacia los conocimientos en materia de democracia, y también hacia los países que se pretende aludir con cualquier insinuación de denostación por el estilo. Hacer esto es sólo intentar invisibilizar un tema tan transcendental para la nación e insistir en que la mejor forma de gobernar el país es repartirse el poder entre sus familias, clubes, partidos, centros de estudios y empresas.

Hay consenso en gran parte de la ciudadanía y el mundo político sobre la urgencia para el país del cambio a la constitución. La pregunta es cuál mecanismo y qué profundidad consideran estos actores las apropiadas para esta “reforma”. Nosotros creemos que para solucionar de raíz y definitivamente la constante y ya bien antigua “baja evaluación” y la “crisis de representatividad” que enfrenta todo el sistema político, debe ser la propia ciudadanía la que siente las bases de una profunda modernización, democratización y humanización del país, redactando entre todos una nueva constitución.

Nadie podría entender que seamos los mismos políticos los que encontremos y propongamos la solución a los problemas que hemos creado o permitido que se creen. Si esta nueva constitución, en la que muchos estamos de acuerdo en que se debe hacer, es redactada por nosotros, los mismos de siempre, no solucionamos nada. El problema de la desconfianza de la gente con sus representantes queda intacto.

Por eso es imperativo preguntar a través de un plebiscito si se quiere cambiar la constitución. ¿Quién podría negarse a que el país decida su futuro? ¿Qué otra cosa si no un plebiscito es lo que ha determinado al pueblo y su imaginario de soberanía en nuestra existencia política en los últimos 25 años?

Es el momento en que el realismo político pueda más. Por eso hago un llamado serio y directo a todos los sectores políticos que habitan el congreso para que aprueben una reforma constitucional que plebiscite, mediante una cuarta urna, la real expresión de la ciudadanía frente a las bases de nuestra institucionalidad. O sea, facilitar que exista la posibilidad de usar las mismas elecciones regulares de la nación para que, en un mismo acto concentrado, se consulte si Chile quiere conservar o cambiar íntegramente nuestra constitución política. No hablar de esto es no comprender el profundo sentido de la democracia. Siempre la democracia va a exigir más democracia, así es la historia.

Por lo demás, nuestra actual constitución contempló en sus artículos transitorios originales al plebiscito como insoslayable expresión de soberanía y dador de legitimidad. De esta forma, en el actual orden constitucional, ya se han realizado dos plebiscitos nacionales, el del 88 con el Sí y el No, y el del 89, que ratificó una serie de reformas constitucionales que plasmaron una transición pactada. Nosotros queremos ejercer ese mismo derecho pero ahora en democracia. ¿Alguien se podría negar a esto?

Por José Antonio Gómez

Senador

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