Sin ciudadanía no hay paraíso

Cualquiera sea la opinión que se tenga sobre los saqueos ocurridos con posterioridad al terremoto, bien o mal documentada, es indudable que el dato más relevante a la hora de los balances es el apoyo de la opinión pública al decreto el “Estado de Excepción” en una parte del territorio

Por Wari

03/03/2010

Publicado en

Actualidad / Columnas

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Cualquiera sea la opinión que se tenga sobre los saqueos ocurridos con posterioridad al terremoto, bien o mal documentada, es indudable que el dato más relevante a la hora de los balances es el apoyo de la opinión pública al decreto el “Estado de Excepción” en una parte del territorio. El clima de histeria colectiva reinante en las regiones del Maule y Bio Bio demuestra que el miedo, lejos de ser un factor paralizante, constituye una poderosa fuerza que moviliza a las masas hasta el punto de disolver los lazos de compromiso social, socavando de facto la eficacia del orden normativo y el Estado de Derecho. De hecho, el miedo a perder la vida es el motor que pone en movimiento la guerra en el campo de batalla.

Desórdenes y actos de pillaje los ha habido cada vez que se ha generado una vacancia parcial de poder político, un resquebrajamiento de la continuidad estatal que produce confusión. Eso fue precisamente lo ocurrido en Concepción, comenzando por la máxima autoridad comunal, que, por su cercanía a la catástrofe, debió actuar sin demora en vez de esperar a que la ineficacia del aparato central de gobierno le reportara otro éxito político.

En 1974, una huelga de la policía de Lima condujo a los mayores saqueos conocidos hasta ahora en gran escala. La sublevación militar-fascista que tuvo lugar en España en julio de 1936 causó una paralización transitoria de la máquina del Estado en la zona republicana, lo cual también desembocó en cientos, tal vez miles, de asesinatos y otros actos ilícitos. También se han producido múltiples actos de venganza, robo, pillaje, violación y vandalismo en otras situaciones de guerra, inundación, epidemia u otros estragos naturales o de factura humana, cuando la acción pública ha quedado paralizada u obstaculizada.

Es ahí, entonces, cuando pareciera confirmarse la tesis del filósofo inglés del siglo XVII, Thomas Hobbes, para quien el peor poder político es mejor que la total ausencia de poder. Una sociedad humana sin poder político sería una sociedad en la que no habría autoridad y, para que eso fuese posible, no tendría que existir ningún aprovechador, ningún individuo violento, ningún infractor de los preceptos de convivencia. Si hubiese alguno, uno, tendría que acudirse a algún procedimiento coercitivo organizado.

Sin embargo, el poder político institucional puede organizarse en diferentes niveles, ninguno de los cuales funcionó adecuadamente en Chile, y no lo haría tampoco si el día de mañana ocurriera una nueva catástrofe -y en esto los gobernantes salientes y entrantes se parecen demasiado-, pues se declamaría otra vez, en verso o en prosa, la presencia militar. Lo sabemos por voz directa del propio Presidente electo, quien ya anunció que estaría dispuesto a ampliar el Estado de Excepción a ¡otras regiones! para «facilitar» la reconstrucción, con lo que hace pública su nula confianza en y su desprecio por la vida cívica y las libertades de las personas.

Se ha entendido acá que el tema de la intervención militar en la zona de catástrofe obedece a una razón de “orden público”, cuando una razón de fondo es que el Estado se ausentó por 72 horas en toda la franja territorial del epicentro, sin que hubiera una ciudadanía organizada para enfrentar la situación. Luego, siendo a estas alturas prácticamente inevitable, el envío de tropas viene a confirmar que los hechos vandálicos son, por una parte, el resultado de una inexcusable debilidad estratégica de los organismos civiles (ONEMI) encargados de elaborar planes de contingencia para mantener informada, movilizada y protegida a la población ante situaciones de calamidad: que Chile sea un país vulnerable a los desastres naturales es un dato conocido.

Nadie sabía qué hacer (aunque dirán en el Alto Mando de las FFAA que no tenían instrucciones de actuar), pero el asunto sigue siendo la inoperancia o el abandono de deberes de las autoridades civiles. He ahí el caldo de cultivo del desorden social y del pillaje, pues tampoco puede afirmarse de un modo categórico que quienes asaltaron los supermercados y tiendas eran delincuentes. Entre ellos había ciudadanos, personas decentes, madres desesperadas por conseguir alimento y agua para sus familias. Así fue porque a las dos horas de producido el desastre no había siquiera un diagnóstico confiable de lo que estaba sucediendo: prueba de ello es la descoordinación entre la Armada y el Gobierno a propósito de la alerta por tsunami.

Así las cosas, Bachelet fue sistemáticamente desinformada los primero días y, por si fuera poco, presionada por sectores políticos de la UDI, cuando la alcaldesa de Concepción, sin asumir ninguna responsabilidad ante su propia ineficacia, exige inmediatamente la intervención militar para contener al “enemigo interno” que saqueaba las bodegas y vitrinas de empresas pertenecientes a grupos económicos. De esta manera, lo que resta por sumar a la cifra de víctimas del terremoto es ahora el número de bajas civiles que dejará una ciudad sitiada a manos del mando militar.

Pero, a falta de Estado, ¿no habría sido bueno contar con una ciudadanía organizada? Llama la atención el silencio de los líderes concertacionistas sobre estos asuntos, como si no fuesen de índole política. En efecto, quienes esperan conducir nuevamente al país hacia una democracia más justa debieran poner en su tarea las mismas cualidades organizativas de la sociedad que sirvieron en otra época, precisamente, para recuperar la democracia.

El gobierno de Bachelet culmina de esta forma sin lograr dar continuidad a las fuerzas políticas que la llevaron a ejercer la primera magistratura. Y lo que se parece mucho más a una ironía del destino es el decreto que lleva su firma mediante el cual declara el “Estado de Excepción” en una parte del territorio nacional, cuando su gobierno generó las mayores expectativas de empoderamiento ciudadano.

Por Susana Cortés

Cientista Político

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