[Columna de Opinión]

Un leninismo para el siglo XXI

Cien años después de la muerte de Lenin, la falta de leninistas nunca se había sentido tanto.

Por Wari

23/01/2024

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Por Valério Arcary

1. Cien años después de la muerte de Lenin no son muchos en la izquierda quienes se definen como leninistas. Lenin no es popular. Para ser justos, esta realidad nos dice más sobre la mayoría de la izquierda contemporánea que sobre Lenin. La etapa histórica sigue siendo reaccionaria desde la restauración capitalista. Y no hay indicaciones de que pueda mejorar, más bien empeorar. Hay muchos líderes de izquierda que no son marxistas, y hay muchas variedades distintas de marxismo. El leninismo es marxismo revolucionario. Una explicación compleja de este aislamiento implica muchos factores, pero el principal es que, en los últimos 50 años, no ha triunfado ninguna revolución anticapitalista. En consecuencias, hay pocos revolucionarios en el mundo.

Pero nunca se sintió tanto la falta de leninistas. Cuando las condiciones de lucha son más difíciles, como hoy, cuando el eje de la táctica de la izquierda debería ser la lucha contra la extrema derecha, en gran parte del mundo, son más necesarios que nunca. La claridad estratégica de Lenin se expresó en tres giros tácticos en el dramático intervalo entre febrero y octubre de 1917. Primero con la defensa de las Tesis de Abril, reposicionando el bolchevismo en la línea de la independencia frente al pactismo, exigiendo al gobierno provisional -Pan, Paz y Tierra- y todo el poder a los soviets.

Segundo, girando hacia el Frente Único con Kerensky contra el golpe de Kornilov. Tercero, al defender la necesidad de la insurrección. La flexibilidad táctica es el arte de la política. Debe apoyarse en el análisis de las posibilidades limitadas por el análisis de la relación de fuerzas, siempre anclada en la firmeza de los principios. Estamos mal cuando lo que prevalece es la rigidez táctica y el oportunismo estratégico.

La izquierda radical tendría mucho en lo que inspirarse en este legado. Paradójicamente, no hay muchos leninistas. No por ausencia de situaciones revolucionarias en este medio siglo, sino por una larga acumulación de derrotas. Las derrotas son desalentadoras. No hay un solo país que esté en transición al socialismo y pueda ser, de alguna manera, una inspiración. Las ideas socialistas, incluso en las formas más moderadas, se han asido minoritarias. El movimiento de los trabajadores, el corazón social del proyecto anticapitalista, ha retrocedido, en los últimos 30 años, como si fueran más de cien años, a un contexto anterior a la victoria de la revolución rusa en octubre de 1917.

Es cierto que el «campismo» ha recuperado influencia en algunos círculos de izquierda que buscan un poco de aliento en la exaltación de los éxitos del crecimiento chino. Pero la expectativa de que China pueda ser un punto de apoyo en la lucha anti-imperialista se derrumbó, incluso en el terreno diplomático, ante las guerras en Ucrania y la Franja de Gaza. Y no es fácil convencer a alguien de que haga una apuesta seria por la estrategia de Beijing de restaurar el capitalismo durante cien años, para luego “hacer el giro”, y retomar una dirección socialista. Como si no fuera suficiente la desigualdad social, el régimen de dictadura de un solo partido. Esta apuesta equivale, para militantes educados en alguna variante del marxismo, a lo que para los fieles religiosos es creer en la vida después de la muerte. Ser socialista es un compromiso con una esperanza inquebrantable en el futuro, pero todo tiene límites.

Ser leninista en el siglo XXI “no es para los débiles”. Aunque es cierto que las ondas revolucionarias nunca han dejado de explotar. Sólo que, desde la estabilización impuesta después de la consolidación reaccionaria, en los años ochenta, que enterró el impulso de 1968, esas ondas revolucionarias se han limitado a países latinoamericanos, asiáticos y africanos. En los países centrales, las fortalezas históricas del capitalismo, incluso entre aquellos que han conocido crisis políticas con importantes movilizaciones masivas, se ha conservado intacto el régimen de dominación. En los últimos cinco años, la democracia liberal está amenazada, no por la movilización de trabajadores organizados en sindicatos, o por los movimientos populares de los oprimidos, sino por la ofensiva social, política y electoral de una extrema derecha neofascista. Si no se construyen núcleos leninistas, será más difícil derrotarlos.

2. ¿Volverá a haber revoluciones? Revoluciones políticas contra regímenes tiránicos han barrido el mundo y han derrocado dictaduras en el último medio siglo. Derrotaron golpes, como en la resistencia que devolvió a Hugo Chávez a la presidencia, y desplazaron incluso a gobiernos elegidos. Antes del proceso abierto de restauración capitalista en 1989/91, a finales de los años setenta y principios de los ochenta, cayeron las dictaduras de Somoza en Nicaragua, del Shah Reza Pahlavi en Irán, además de los regímenes militares en el Cono Sur. En los últimos 30 años, una ola revolucionaria se expandió de Argentina a Venezuela, pasando por Ecuador y Bolivia entre 2002/05, y otra incendió el Magreb desde Túnez y Egipto en 2012. Pero la mayoría de las revoluciones democráticas, incluso las más radicalizadas, fueron derrotadas o interrumpidas. No faltaron revoluciones, faltaron leninistas.

Se podría argumentar que las fuerzas sociales en lucha utilizaron el material humano que encontraron a su disposición para realizar la defensa de sus aspiraciones, y esto es independiente de la calidad, mayor o menor, de los talentos disponibles. Eso también es cierto. Pero no resuelve la cuestión: si la calidad del sujeto político es, en última instancia, irrelevante, y puede ser improvisada, entonces la explicación de las victorias y derrotas de los sujetos sociales en lucha se restringiría a la madurez mayor o menor de los factores objetivos. Es decir, una aproximación objetivista, casi fatalista.

No dejarán de producirse situaciones revolucionarias, porque el capitalismo tendrá inmensas dificultades ante las crisis que se acumulan: peligro de estancamiento económico a medio y largo plazo, impidiendo la reducción de la pobreza y potenciando la elevación de las desigualdades sociales; aumento de rivalidades y disputas de posiciones de poder en el sistema internacional de Estados y creciente carrera armamentista con el estallido de guerras regionales; emergencia climática precipitada por el creciente consumo de combustibles fósiles, además de la amenaza fatal de ascenso de los neofascistas a los gobiernos, incluso en los centros imperialistas, y a través de elecciones.

¿Qué sigue vigente del legado leninista para el siglo XXI? Lo más controvertido sigue siendo la teorización sobre la necesidad de un instrumento de lucha revolucionaria. No es menos decisiva porque estamos en una larga etapa reaccionaria abierta por la derrota histórica de la restauración capitalista en la URSS.

El tema está inmerso en amargas controversias porque la parte de la izquierda mundial que todavía se reclama del marxismo está dividida en pequeños círculos marginales, que se ahogan en su doctrinarismo, y corrientes que se adaptaron al electoralismo y se volvieron irreconocibles. El desafío leninista, sin embargo, permanece. ¿Todavía es posible construir organizaciones revolucionarias, en un período tan desfavorable, que descubran una vía que las proteja de la osificación “museológica” y, al mismo tiempo, eviten la “embriaguez oportunista”?

La mayoría de las revoluciones del siglo XX fueron revoluciones políticas en las que la energía liberada por la acción revolucionaria del sujeto social se disipó, más o menos rápidamente, después del derrocamiento de los regímenes y gobiernos odiados. Mucho antes de que se hubieran resuelto las grandes tareas de la revolución social (la conquista del Estado, la transformación de las relaciones económico-sociales). No merecen ser descalificados como “menos” revolucionarios por eso, cuando examinamos la radicalización de millones de personas en lucha. Pero, entre otros factores, que son variables de país a país, lo constante fue la debilidad de las organizaciones leninistas.

3. En un alto grado de abstracción, el problema teórico-histórico puede enunciarse de esta manera: ¿cómo será posible que los trabajadores, una clase social económicamente explotada, socialmente oprimida y políticamente dominada, puedan conquistar el poder contra un poderoso Estado capitalista en el mundo contemporáneo? La respuesta leninista fue la defensa de la necesidad de un partido revolucionario. Pero una organización militante es siempre una herramienta imperfecta. ¿Los bolcheviques se equivocaron? Muchas veces. ¿Lenin se equivocó? Sí, muchas veces. ¿Sus errores invalidan sus aciertos, en perspectiva histórica? No.

¿Se equivocaron cuando prohibieron la existencia de tendencias y fracciones internas en el calor de la guerra civil? Sí, pero sería ligero no admitir que los riesgos eran trágicos. ¿Se equivocaron en Kronstadt? Se equivocaron, pero no fue una decisión sencilla. ¿Se han equivocados al imponer una dictadura de partido único? Sí y punto. Pero anular la herencia heroica de la Revolución de Octubre, de la primera República Socialista, en función de los errores, incluso cuando fueron muy graves, es una ligereza. Responsabilizar a Lenin por el régimen de terror, liderado por Stalin, que se consolidó diez años después de su muerte, no es serio. La teleología “reversa” equivale a fatalismo retroactivo. La revolución rusa abrió un campo de posibilidades. Desafortunadamente, las más prometedoras fueron derrotadas.

Dicho esto, la premisa de la apuesta leninista sobre la necesidad de un partido centralizado es que, estando maduros los factores objetivos en una coyuntura de crisis revolucionaria, la lucidez y audacia de una organización de activistas estructurados en los sectores estratégicos de la vida económico-social puede marcar la diferencia. Esa diferencia significa abrir el camino a la victoria en la lucha por el poder. La presencia militante del partido a lo largo de años y décadas, junto a las luchas populares, permite la conquista de la autoridad política que es indispensable para el triunfo de la revolución. Esta apuesta pasó la prueba de la historia. Todas las revoluciones anticapitalistas que triunfaron tuvieron el liderazgo de una organización centralizada. El drama es que fueron, militarmente, supercentralizadas.

El partido de Lenin tenía unidad en la acción política, no obedecía la disciplina militar. Lenin estuvo muchas veces en minoría. En algunos momentos, su democracia interna fue semicaótica. Inspirado por esta orientación estratégica, el bolchevismo tuvo la mayor flexibilidad táctica: participó en las luchas más pequeñas y elementales sin dejar de hacer la agitación política contra el zarismo; formó cuadros para la agitación permanente en defensa de las reivindicaciones populares, pero nunca dejó de publicar un periódico como organizador colectivo de la lucha política para derrocar la dictadura; intervino en los sindicatos sin ceder a las ilusiones sindicalistas; participó en elecciones con sus propias candidaturas, o hizo frentes electorales, o llamó al boicot electoral sin ceder a las ilusiones electorales; alimentó debates teóricos, publicó libros, revistas y organizó, regularmente, escuelas de formación, sin convertirse en un “club” académico para intelectuales críticos.

Las dos críticas más importantes a la concepción leninista del partido son: (a) la acusación de que sería responsable de la forma monolítica que asumió la dictadura estalinista durante siete décadas; (b) la acusación de que sería una forma de sustitucionismo burocrático de la acción espontánea de las masas. Los argumentos impresionan, pero son falsos.

El primero no es, históricamente, honesto. Una teoría sobre el modelo de organización política no es una explicación ni siquiera razonable para la permanencia de un régimen político durante cinco décadas en la URSS. Tampoco es sostenible atribuir a la personalidad de Stalin, olvidando que el régimen llegó a tener el apoyo de las masas. Menos aún si consideramos que la dictadura de partido único fue el estándar en todas las experiencias revolucionarias del siglo XX. Son otros factores, incomparablemente más poderosos, como el retraso del desarrollo económico-social, de la lucha de clases o el asedio internacional contrarrevolucionario, lo que determinaron el surgimiento del estalinismo como régimen. Pero establecer una continuidad ininterrumpida entre el partido bolchevique que luchó para derrocar la dictadura zarista y el partido de Stalin, no es serio.

El segundo no es, intelectualmente, honesto. La tesis leninista no defiende que el partido marxista haga la revolución. Las revoluciones no son golpes, conspiraciones, cuarteladas. La insurrección es solo un momento crucial de la lucha revolucionaria. Las revoluciones son procesos de movilización por el poder que ponen en movimiento a millones de personas. Son la forma más alta de la lucha de clases en las complejas sociedades contemporáneas, y las clases sociales son los protagonistas. Los sujetos políticos son instrumentos de representación y organización. Las organizaciones políticas no hacen revoluciones. Se disputan el liderazgo de un proceso revolucionario. Son una forma de representación de intereses muy superior a los líderes individuales. La acusación de que el bolchevismo era una máquina al servicio de la ambición de poder de Lenin, y después de Stalin, atribuye a los jefes políticos un poder desmedido.

Lo más grave, cien años después de la muerte de Lenin, es que la izquierda mundial se enfrenta a un desafío vital: ¿cómo lograr una derrota histórica del neofascismo con peso de masas, incluso en una parte de las clases populares? Los partidos electorales son impotentes ante el compromiso activista “misionero”, ideológicamente radicalizado, de los movimientos de extrema derecha. El leninismo es sinónimo de partidos de militantes.

Por Valerio Arcary 

Profesor universitario, militante de Resistencia, corriente del PSOL, columnista de Esquerda Online.

Columna publicada originalmente en portugués el 19 de enero de 2024 en esquerda online y reproducida en castellano el 20 de enero en Sin Permiso.

Fuente fotografía encabezado.

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