[Columna de Opinión]

Yo, ello y superyó en el capitalismo: hacia una interpretación materialista histórica de la segunda tópica freudiana

Intervención en línea para un encuentro organizado el 24 de noviembre de 2023 por el Círculo de Psicoanálisis y Marxismo de Monterrey, Nuevo León, México, para conmemorar los 100 años de publicación de 'El yo y el ello' de Sigmund Freud.

Por David Pavon Cuellar

24/12/2023

Publicado en

Actualidad / Columnas / Cultura / Tendencias

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Las ideologías del superyó

En 1932, en las Nuevas Conferencias de Introducción al Psicoanálisis, Freud le reprochó al marxismo un desconocimiento de que “las ideologías del superyó” son determinantes “independientemente de las relaciones económicas” (Freud, 1932, p. 63). El peso de la economía sería exagerado y absolutizado en la perspectiva materialista marxista, en la cual, por lo tanto, no se apreciaría la importancia de la determinación ideológica superyóica. Este juicio de Freud es crucial porque utiliza la terminología marxista de economía e ideología, porque se enfrenta así al marxismo en su propio terreno, porque admite la constitución ideológica del superyó y porque traza nítidamente una línea de demarcación entre la perspectiva marxista y la psicoanalítica.

El psicoanálisis reconocería entonces la determinación ideológica superyóica y así contrastaría con el marxismo que la ignoraría o la subestimaría. Es al menos lo que Freud pensaba en 1932. Sin embargo, tres años después, en una carta de 1935 a Ralph Worrall a la que se refiere Ernest Jones, Freud rectificó esta idea y admitió que Marx y Engels “no negaron de ningún modo la influencia de las ideas y las estructuras del superyó”, lo que “invalidaba el principal contraste entre marxismo y psicoanálisis” que antes él “creía que existía” (citado por Jones, 1957, pp. 344-345). Es como si Freud aceptara una reconciliación entre su perspectiva y la marxista sobre la base de la coincidencia de ambas en el reconocimiento de la poderosa determinación ideológica superyóica.

La ideología del superyó debería estar en el centro de cualquier pensamiento que se guiara por el propio juicio de Freud al tratar de integrar, articular o simplemente aproximar el marxismo y el psicoanálisis. Es el caso, en México, de la clarividente reflexión de Raúl Páramo-Ortega (2013), quien equipara lo superyóico freudiano a lo ideológico marxista, viendo en ambos la misma “racionalización” y la misma justificación de la opresión por el “sistema social”, y oponiéndolos tanto al “ejercicio más libre y racional del yo” como al ello con “sus exigencias de placer” (pp. 358-359). La segunda tópica freudiana, tal como Freud la delinea en El yo y el ello, se reinterpreta de modo freudomarxista en Páramo-Ortega, reapareciendo entonces como una dialéctica en la que se oponen un ello pulsional e irracional, un superyó opresivo, ideológico y racionalizador, y un yo verdaderamente racional y liberador.

Es como si el yo, por un lado, enfrentara críticamente su principio yoico de racionalidad a las racionalizaciones de la ideología superyóica, y, por otro lado, nos liberara políticamente de la opresión del sistema social representado por el superyó. Los dos objetivos marxistas de la crítica racional y de la liberación política se condensarían en la instancia freudiana del yo. Este yo se presenta como un bastión de lucha teórica y práctica para el freudomarxismo de Páramo Ortega.

Yo ideológico

La reinterpretación freudomarxista de la segunda tópica freudiana en Páramo-Ortega no sólo es rigurosamente consistente con Freud, sino que resulta reveladora, esclarecedora y orientadora para quienes trabajamos en la relación entre el marxismo y el psicoanálisis. Quizás el único detalle que uno tendría que reconsiderar es el relativo al doble aspecto racional y libre, incluso potencialmente liberador, atribuido a la instancia del yo. Suponiendo que las palabras de Páramo-Ortega no estén siendo sobredimensionadas, la atribución de libertad y racionalidad al yo parece obedecer más a una idealización de esta instancia que a su constitución misma tal como es descrita por Freud.

En una clara discrepancia con respecto a la representación de un yo libre y liberador, Freud (1923) caracteriza al yo como una “pobre cosa sometida a tres servidumbres” y a “tres clases de peligros: de parte del mundo exterior, de la libido del ello y de la severidad del superyó” (p. 56). Al mismo tiempo, con respecto a la noción de un yo racional, es verdad que Freud considera que “el yo es el representante de lo que puede llamarse razón” (p. 27), pero esto no le impide ser “adulador, oportunista y mentiroso” (p. 57). El engaño es constitutivo de la idea freudiana del yo como fachada, como simple apariencia, como algo puramente superficial, como superficie y como “la proyección de una superficie” que da una falsa profundidad a la superficie (p. 27). Todo esto justifica sobradamente que Jacques Lacan asimile el yo a la ilusión y a la imagen, a la imagen proyectada en el espejo, a la superficie especular de lo imaginario, de lo ilusorio, de lo ideal y de lo ideológico.

El elemento de idealidad y de ideología es tan definitorio del yo como del superyó. Si el superyó es heredero del ideal del yo o Ichideal freudiano, el yo no deja nunca de ser para Freud un Idealich, un yo ideal, un yo ideológico. Su carácter ideológico se confirma en su aspecto realmente superficial, pero imaginariamente profundo, en tanto que espacio ideológico imaginario proyectado en un plano superficial. En este espacio, gracias a la ideología, se puede penetrar sin penetrar, sin atravesar la superficie, quedándose en ella.

Tras la superficie, está el sujeto propiamente dicho. Está lo que Freud (1923) asocia con “un ello psíquico, no conocido (no discernido) e inconsciente, sobre el cual, como una superficie, se asienta el yo” (pp. 25-26). Este yo es la imagen superficial en la que se disimula el ello profundo.

El ello es el fondo real del yo, mientras que el yo es la máscara ideológica, ilusoria, imaginaria. Sin embargo, aunque imaginariamente constituido, el yo tiene un poder y lo ejerce realmente sobre el sujeto, gobernando sus “accesos a la motilidad”, como lo señala Freud (1923, p. 27). La concepción freudiana de este poder ejercido por el yo corresponde también al del poder de la ideología en la teoría marxista.

En el marxismo, la superestructura ideológica no posee un poder propio, sino que sólo tiene el poder que extrae de la base, de la infraestructura socioeconómica en la que se apoya. De igual modo, como lo explica Freud, el yo no dispone de “fuerzas propias”, sino de “fuerzas prestadas” que obtiene del ello (p. 27). La economía sexual del ello, como fuente de las pulsiones, le da su poder a la ideología del yo. Este yo es efectivamente algo ideológico superestructural animado y sostenido por aquello mismo pulsional e infraestructural a lo que se opone, por el ello que Lacan tiene razón de representarse como gran Otro, como estructura en la que se generan las pulsiones.

Las mociones pulsionales del ello son la fuerza no sólo de la ideología del yo, sino también de la del superyó, el cual, al igual que el yo, también se opone al ello con su propia fuerza. Esta recuperación y explotación de la fuerza pulsional del ello para combatirlo es un ejemplo elocuente de la enajenación en el sentido marxista del término. Tiene también el mismo origen en un sistema simbólico de la cultura cada vez más confundido con el sistema económico del capitalismo al que va quedando subordinado y asimilado.

Así como el sistema enajena la fuerza vital de trabajo de los obreros al volverla exteriormente contra ellos bajo la forma del poder económico del capital, de igual modo el mismo sistema enajena la fuerza pulsional del ello de los mismos sujetos al volverla interiormente contra ellos bajo la forma del poder ideológico del yo burgués y del superyó no menos burgués. Todo esto fue vislumbrado por el freudomarxista Otto Fenichel (1934) cuando observó cómo las “condiciones económicas” actúan sobre el sujeto y “modifican su estructura psíquica” mediante ideologías que logran que “las energías sustraídas a los impulsos instintivos originales actúen ahora en contra de éstos” (Fenichel, 1934, pp. 168-169). Las configuraciones ideológicas del yo y del superyó se apoderan así de la energía pulsional del ello y la enajenan, la tornan ajena al ello al volverla contra él mismo, reprimiéndolo para continuar explotándolo, bajo la determinación en última instancia de un sistema simbólico de la cultura progresivamente subsumido en el sistema económico del capitalismo.

Escisiones

La subsunción de la cultura en el capitalismo es el proceso histórico por el cual, de modo cada vez más acelerado, el sistema simbólico por el que se rige el mundo humano va subordinándose y asimilándose al sistema capitalista, operando cada vez más en función de su lógica de mercantilización, explotación, producción de plusvalor y acumulación de capital. A medida que el Gran Otro queda subsumido en el Gran Capital, sus expresiones ideológicas yoícas y superyóicas adoptan rasgos típicamente capitalistas y comienzan a servir los intereses del capital y no los de la cultura humana en general. Hay que insistir en que este cambio de amo no acontece de un momento a otro, sino de modo paulatino, en un largo proceso que se dilata durante varios siglos en los que el yo y el superyó están escindidos entre la cultura y el capital, entre la cultura que retrocede y el capital que avanza incesantemente a costa de la cultura, devorándola, transmutándola en él mismo. Esta escisión es una condición del sujeto distintiva de la modernidad.

Además de escindir internamente las instancias ideológicas del yo y del superyó, la contradicción moderna entre la cultura y el capital divide también por dentro la instancia económica pulsional del ello. Esta división del ello, de hecho, es ella misma la forma real histórica de existencia del ello y se expresa ideológicamente a través de la escisión del yo y del superyó. Podemos decir entonces que todas las instancias de la segunda tópica freudiana están históricamente divididas entre el capital y la cultura, entre el dinero y los demás significantes, entre el sistema económico del capitalismo y el sistema simbólico de la civilización humana.

La división a la que me refiero es una manifestación histórica particular de la oposición pulsional que Freud establece entre lo erótico y lo tanático. Antes de complicarse y embrollarse ideológicamente en el yo y en el superyó, la contradicción aparece nítidamente plasmada en la división del ello, el cual, para Freud, está desgarrado por “Eros y la pulsión de muerte” que “luchan en el ello” (p. 59). Este desgarramiento se manifiesta históricamente en la división del ello moderno entre, por un lado, lo vital y vivificante de la cultura, y, por otro lado, lo destructor y mortífero del capital que Marx (1867) compara con un vampiro que succiona lo vivo para transmutarlo en más y más dinero muerto.  

Goce del capital

La masiva transmutación capitalista de lo vivo en lo muerto es la que hace que la vida humana, animal y vegetal, vaya cediendo su lugar a la existencia inerte mineral de las tierras erosionadas, los continentes de basura y las montañas de mercancías y dinero. Este resultado final del capitalismo es la más clara manifestación histórica de lo que Freud concibió como pulsión de retorno a lo inerte o inanimado. El retorno a un mundo sin vida se ha puesto en evidencia en el cataclismo ambiental de los últimos cincuenta años, en los que hemos asistido a la mayor extinción de seres vivos desde el final del cretácico, la mayor deforestación de la historia de la humanidad y la desaparición de más de la mitad de las poblaciones animales del planeta.

El ecocidio generalizado es un rasgo saliente del capitaloceno, de la era del dominio del capital, cuando la vida se ha destruido más en sólo cincuenta años que en 15.000 años de existencia de la cultura humana o en 200.000 años de existencia de la humanidad. Hay que tener claro entonces que no es ni la humanidad ni la cultura humana las que destruyen la vida. El cataclismo vital no es consecuencia del antropoceno, sino del capitaloceno, del reino del capitalismo que nos impulsa frenéticamente a la producción y al consumo para mantener sus tasas de ganancia y para asegurar la acumulación del capital. Es el capital el que ha devastado y sigue devastando todo lo vivo en la tierra.

La devastación capitalista, como retorno a lo inanimado, puede ser concebida psicoanalíticamente como un goce del capital, dándole al goce el sentido lacaniano de posesión por la posesión y de mortífera satisfacción pulsional. Es la pulsión de muerte, en efecto, la que logra satisfacerse a través del goce del capital, del goce de la acumulación capitalista, del goce de la posesión por la posesión de más y más capital a costa de la vida humana y de todo lo vivo en la tierra. Este goce del capital se presenta como una satisfacción de la pulsión de muerte no sólo por su aspecto posesivo-acumulativo y mortífero-destructivo, sino también por su propensión a buscar la satisfacción pulsional del modo más económico, por la vía más corta, en corto-circuito, en línea recta. 

División del ello

Conviene recordar que Freud asocia la recta con la pulsión de muerte, mientras que la pulsión de vida preferiría las vueltas y los rodeos. Eros nos extravía en la vida, mientras que Tánatos nos hace ir por el camino más corto a la muerte, a nuestra muerte, que es el destino al que todos nos dirigimos. Para llegar de modo rápido y económico a la muerte, nada mejor que el capitalismo que exalta la rapidez y que por ello acorta los tiempos y las distancias, repudiando las demoras, las esperas y los rodeos.

Mientras que los rodeos constituyen la trama erótica vital de la cultura humana, las rectas corresponden a la geometría tanática del capitalismo. El goce del capital satisface así la pulsión de muerte de forma directa, inmediata, mientras que la cultura la satisface de modo mediato, indirecto, desviado, manteniendo así la pulsión en suspenso, haciéndola girar y extraviarse como pulsión de vida. Los extravíos de Eros dejan margen para el deseo, mientras que el goce del capital cierra y colmata el espacio para el deseo, impidiendo incluso que emerja. 

No hay lugar para el deseo en la satisfacción pulsional económica directa e inmediata del goce del capital, pero sí en los extravíos culturales de la pulsión de vida en la trama simbólica de la civilización humana. Tenemos aquí dos configuraciones libidinales diferentes que vemos coexistir en el ello característico de la modernidad. Este ello está dividido entre la cultura y el capitalismo, entre el espacio cultural para el deseo y el dominio económico del goce del capital, entre los tortuosos caminos de la pulsión de vida y los eficientes atajos de la pulsión de muerte.

La división moderna del ello desgarra irremediablemente al sujeto entre el goce mortífero del capital y el deseo vivificante del Gran Otro de la civilización humana. Cualquiera de nosotros conoce la experiencia desgarradora en la que nuestro impulso erótico civilizatorio a unirnos, a solidarizarnos unos con otros y a crear comunidad, se enfrenta con el goce capitalista que nos aísla en una inercia posesiva y acumulativa, agresiva y competitiva, que nos hace ver al otro como un rival o como un medio para gozar, como algo apropiable, intercambiable, utilizable y explotable. Este goce del capital suele también desgarrarnos al oponerse a nuestro deseo de otra cosa, de algo absolutamente diferente, de un más allá del horizonte del gran mercado en el que se ha convertido el mundo. Tanto el deseo como el goce y las pulsiones provienen del mismo ello, pero de un ello dividido entre el capital y la cultura. 

Superyó escindido

La división del ello se transmite al superyó, pues el superyó, tal como lo describe Freud (1923), es el “abogado del mundo interior, del ello” (p. 37). El ello dividido entre lo deseante y lo gozoso, entre lo cultural erótico y lo tanático del capital, requiere lógicamente un representante superyóico disociado que abogue simultáneamente por el sistema simbólico de la cultura y por el sistema económico del capitalismo. Dado que estos dos sistemas se contradicen diametralmente, el superyó que los represente a ambos estará necesariamente escindido entre uno y el otro, cada uno con sus respectivas lógicas, normas, reglas, intereses, aspiraciones e ideales.

El polo capitalista del superyó nos insta imperativamente a gozar, acumular, enriquecernos, consumir y consumirnos, poseernos y vendernos, competir con los otros, explotarlos y explotarnos. Por el contrario, el polo cultural puede prohibirnos gozar y exigirnos respetar a los demás, no hacerles daño, compartir y fraternizar con ellos, constituir comunidad y enriquecer a la civilización. Esta contradicción entre el imperativo superyóico civilizatorio y el capitalista es flagrante y profundiza e intensifica nuestro sentimiento de culpa.

El sujeto no puede sino sentirse culpable ante los valores más altos de la civilización por someterse a las reglas del juego capitalista y así actuar inmoralmente, de modo bajo y mezquino, al publicitarse, prostituirse, venderse y vender a los amigos, instrumentalizar al otro, enriquecerse a costa de él, desposeerlo y explotarlo. Sin embargo, si el sujeto se mantiene fiel a la elevada ley de la cultura, entonces habrá de sentirse culpable por desobedecer la despiadada ley de la selva del capitalismo y por condenarse así a ser alguien débil, un ingenuo, un paria, un improductivo, un fracasado, un explotado, un marginado.

Quizás podamos decir que el sujeto es denigrado, criticado y atormentado tanto por el capital que lo posee por dentro como por la figura paterna interiorizada como ideal del yo. Aquí hay que recordar que Freud (1923) se representa el superyó como una “formación sustitutiva de la añoranza del padre” (p. 38), lo considera “generado precisamente por aquellas vivencias que llevaron al totemismo” (p. 39) y lo explica por una “identificación inicial cuando el yo era todavía endeble, heredero del Complejo de Edipo, conservando su carácter de origen” y presentándose como un “monumento recordatorio de la endeblez y dependencia” ante el padre (p. 49). Todos estos aspectos paternos del superyó van transfiriéndose al capital a medida que el capitalismo subsume una cultura intrínsecamente patriarcal.

Sabemos por Durkheim, Federn, Lacan y otros que el patriarcado y la entidad simbólica paterna han ido perdiendo terreno, poder y autoridad en favor del capital. Es cada vez más ante el capital ante el que nos sentimos endebles y dependientes, débiles e impotentes, incapaces y fracasados. Nuestro consuelo puede ser a veces que obedecemos la más alta ley paterna de la moral y la civilización, pero este consuelo es cada vez más insuficiente para calmar nuestra culpabilidad ante un capitalismo cada vez más moralizador, cada vez más voraz y poderoso, más exigente y severo, más competitivo y segregativo.  Este capitalismo lleva cotidianamente a millones de sujetos a deprimirse, angustiarse y hasta suicidarse por no poder satisfacer el goce del capital, el goce de la posesión por la posesión, el goce de poseer dólares, líneas de crédito, marcas, seguidores o visualizaciones de videos.

Ahora bien, el polo capitalista ascendente del superyó, al igual que su menguante polo paterno, implica el doble imperativo contradictorio de ser y no ser como el ideal. En el caso del padre, Freud (1923) resume este doble imperativo con las dos fórmulas “así como el padre debes ser” y “así como el padre no te es lícito ser, esto es, no puedes hacer todo lo que él hace; muchas cosas le están reservadas” (p. 36). Lo prohibido es todo aquello que, en el triángulo edípico, nos haría usurpar de modo incestuoso la posición de nuestro padre en su relación con la madre como objeto último de nuestro deseo.

Así como el polo superyóico paterno puede hacernos fracasar al proscribirnos el éxito de nuestro padre, de igual modo el polo capitalista del superyó habrá de rebajarnos y someternos ante el capital, prohibiéndonos una victoria que siempre será del capitalismo y nunca de nosotros. El polo capitalista del superyó hará entonces que nunca lleguemos a ser tan poderosos como el capital que nos posee por dentro. Esto podrá tener como consecuencia tanto nuestro sometimiento y nuestro empobrecimiento como nuestra sensación de ser insuficientemente opulentos por más opulentos que seamos.

Al menos las aberraciones superyóicas ideológicas del capitalismo pueden aún ser criticadas, tal como las estamos criticando ahora mismo y tal como se les ha criticado muchas veces en más de un siglo de tradición marxista de crítica de la ideología. Esta crítica evidencia y confirma la escisión del superyó en el que Freud (1923) sitúa la función fundamental de la “crítica” (p. 53). Lo que denominamos “crítica de la ideología” en el marxismo puede concebirse, en clave freudiana, como una ofensiva del reducto cultural del superyó contra aquello que en él ha cedido al capitalismo y lo sirve ideológicamente a través de la adopción de sus ideales e imperativos.

Yo escindido

Además de ser la ofensiva ideológica del polo cultural contra el polo capitalista del superyó, la crítica marxista de la ideología puede ser también indudablemente un cuestionamiento yoico racional de la ideología superyóica irracional y racionalizadora. Este cuestionamiento, que podemos inferir del pasaje de Páramo-Ortega al que me referí al principio, es la forma canónica de crítica de la ideología que encontramos tanto en el estructuralismo althusseriano de los años 1960 como en el positivismo del marxismo dogmático de las academias de la Unión Soviética. Estamos aquí ante una forma de crítica racionalista y cientificista sin duda efectiva e imprescindible, pero también insuficiente, debiendo completarse con otra crítica de la ideología que se realice en el nombre de nuestros ideales y no en función de lo real y racional, desde la trinchera ético-política y no desde el puesto científico de observación, desde un reducto interior militante del mismo superyó y no desde la posición exterior y pretendidamente neutra del yo.

Además de completarse con la potencia de lo superyóico, la noción de la crítica yoica de la ideología necesita matizarse y reformularse en una época en la que resulta cada vez más difícil deslindar la racionalidad científica de la racionalización ideológica. No podemos ya simplemente argumentar que una crítica proveniente del yo es infalible porque se guía, como lo planteaba Freud (1923), por el “principio de realidad” (p. 27). Es preciso rendirnos a la evidencia de que el principio de realidad por el que se guía el yo es también siempre aquello que Herbert Marcuse (1953) llamaba “principio de actuación”, definiéndolo como una “forma histórica prevaleciente del principio de realidad”, una forma determinada por cierta organización de la sociedad que estaría determinada por “modos de dominación del hombre y de la naturaleza” (pp. 48-49). Es la dominación capitalista la que gobierna internamente el principio de actuación por el que se guía el yo al creer guiarse únicamente por el principio de realidad.

Al atenerse a la realidad, el yo está sometiéndose imperceptiblemente al sistema capitalista que, al menos en parte, domina y organiza la realidad. Esto puede corroborarse con facilidad al apreciar cuán funcionales son para el capitalismo los sujetos perfectamente adaptados a la realidad que les rodea. Su realidad es también la del capitalismo y adaptarse a ella es aceptar el capitalismo y reforzarlo con esta aceptación.

Al hacer que aceptemos el capitalismo al adaptarnos a la realidad, el yo estará claramente al servicio del capital, impidiendo que nos sublevemos contra él no sólo al seguir los deseos del ello, sino también quizás al obedecer imperativos superyóicos de solidaridad, justicia o realización comunitaria. De igual modo, al criticar la ideología del superyó en el nombre de la realidad, el yo quizás termine criticando el ideal político ideológico de otro mundo no-capitalista, criticándolo en el nombre del mundo existente, en el nombre de la realidad y en favor del capitalismo que rige esa realidad. La crítica yoica de la ideología será entonces una crítica del comunismo y de otros mundos posibles en lugar del mundo capitalista.

Debemos entender que el mundo capitalista es el mundo exterior en el que está pensando Freud (1923) cuando nos dice que el yo es la “parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior” que “se empeña en hacer valer sobre el ello el influjo del mundo exterior” (p. 27). Al representar este mundo exterior, el yo no solamente lo hace valer contra el mundo interior del ello, sino también, para Freud, contra el representante de este mundo interior, contra el superyó que puede abogar por los deseos más íntimos del sujeto a través de ideales como el comunista. El movimiento hacia el comunismo no puede ser sino un movimiento mediado por el superyó, por el polo cultural del superyó y por su orientación anticapitalista, por su tensión y contradicción con respecto al polo capitalista.

El superyó es necesario para luchas como la comunista, lo que no excluye, desde luego, que estas luchas también requieran del yo, al menos de la parte del yo no subsumida en el capitalismo, pues no hay que olvidar que hay también una escisión política del yo. El yo está escindido porque la realidad a la que se atiene también está disociada, porque no sólo es la realidad creada por el sistema económico del capitalismo, sino también la realidad internamente constituida y organizada por el sistema simbólico de la cultura. Es también en el nombre de la cultura que nos rodea que podemos combatir al capitalismo, combatiéndolo por su degradación de la cultura y no sólo por su devastación de la naturaleza. Tanto al hacer valer la realidad natural como la realidad cultural, el yo deberá oponerse al polo capitalista del superyó con sus imperativos ideológicos insostenibles e irrealistas de goce del capital, de acumulación, de sobreproducción y de consumo desenfrenado.

Por David Pavón-Cuéllar

Referencias

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Fenichel, O. (1934). Sobre el psicoanálisis como embrión de una futura psicología dialéctico materialista. En J.-P. Gente (Comp.), Marxismo, psicoanálisis y Sexpol I (pp. 160-183). Buenos Aires, Argentina: Granica, 1972.

Freud, S. (1923). El yo y el ello. En Obras completas, volumen XIX (pp. 1-66). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1927). El porvenir de una ilusión. En Obras completas, volumen XXI (pp. 1-56). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Freud, S. (1932). Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. En Obras completas, volumen XXII (pp. 1-168). Buenos Aires: Amorrortu, 1998.

Jones, E. (1957). The life and work of Sigmund Freud, Volume 3. Nueva York: Basic Books.

Marcuse, H. (1953). Eros y civilización. Madrid: Sarpe, 1983.

Marx, K. (1867). El Capital I. México: FCE, 2008.

Osborn, R. (1937). Marxisme et psychanalyse. Paris: Payot, 1967.

Páramo-Ortega, R. (2013). Marxismo y Psicoanálisis – un intento de una breve mirada ante un viejo problema. Teoría y crítica de la psicología 3, 344–372

Pavón-Cuéllar, D. (2016). Sigmund Freud y las dieciocho psicologías de Karl Marx.Teoría y Crítica de la Psicología 8 (2016), 92-124

Texto publicado originalmente el 25 de noviembre de 2023 en el blog del autor.

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