Cuentos Ciudadanos: «Incorruptos» de Carolina Melys

Carolina Melys (Santiago en 1980), es profesora de Lenguaje

Cuentos Ciudadanos: «Incorruptos» de Carolina Melys

Autor: Francisco Ide

Carolina Melys (Santiago en 1980), es profesora de Lenguaje. Se ha desempeñado como crítica e investigadora literaria. Es autora del libro de cuentos Incorruptos (Montacerdos, 2016), con el que obtuvo la Beca de Creación Literaria del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes; y fue incluida en el volumen VIVIR ALLÁ. Antología de cuentos sobre la inmigración en Chile (Ventana Abierta editores, 2017).

Para Cuentos Ciudadanos la autora ha cedido el relato que da título a su libro, «Incorruptos».

Incorruptos

 

Sentada en el borde de lo que parecía ser el antejardín de una de las tumbas del cementerio de Andacollo, Laura prendió un cigarro y esperó. Mientras fumaba, miraba cómo se le ponía la piel de gallina en el antebrazo con la brisa que ocasionalmente se dejaba sentir en el pueblo. Los pelos se paraban y cada poro se hacía visible, para luego lentamente inclinarse sobre la piel ya lisa. Después soplaba otra vez, levemente, para repetir el movimiento: los pelos se paraban y se volvían a inclinar. Alrededor suyo, solo tierra y flores artificiales de colores que alguna vez fueron chillones, ya desgastados por el polvo y el sol.

Dejó la colilla en el suelo y prendió otro cigarro, mientras leía los nombres en los nichos cercanos. Como suele pasar en pueblos pequeños, muchas de las personas que yacían ahí compartían algún apellido. Cada pueblo esconde un gran incesto, pensó, mientras botaba el humo en un acceso de tos.

Laura había llegado al pueblo de Andacollo unos días antes, buscando a un hombre que había muerto hacía trece años. El hombre se llamaba Manuel Yépez y había sido conocido en todo el lugar como El Predicador. Fuera del mausoleo lucían flores naturales que eran cambiadas periódicamente por las señoras que fueron sus seguidoras en vida, y por las hijas de sus seguidoras cuya misión era no olvidarlo, no dejarlo en completo abandono. En un pueblo, famoso como lugar de procesión por sus históricas iglesias y su virgen milagrosa, la tumba de Yépez era un punto más de peregrinación.

Se presentó en el cementerio el mismo día de su llegada para hablar con el cuidador. Le dijo que ella era una buscadora de santos. Así le dijo, una buscadora de santos. Que estudiaba el caso del predicador Yépez y necesitaba corroborar el estado de su cuerpo para empezar el proceso de beatificación, de ser el caso. El hombre la escuchaba sin expresar gesto alguno. Ella le contó que su labor consistía en recopilar antecedentes de personas que a vista de los mortales calificaran para ser llamados santos. Luego, los desenterraba, abría las tumbas y   verificaba si su cuerpo yacía descompuesto o, contra toda ley natural, seguía intacto. Incorruptos, les llaman. Esta sería prueba inequívoca de su santidad.

Un hombre de fe no debería negarse, pensaba ella, pero no lo dijo. Para el viejo cuidador, después de un cuarto de siglo trabajando en el cementerio, fe era una palabra más.

—Yo conocía a Yépez, ¿sabe? Todos los de por aquí lo conocimos —soltó sin mirarla a los ojos, como marcando un límite, o defendiendo lo propio.

—¿Y le parece que podría ser un santo?—le dijo Laura intentando persuadirlo.

—Era buena gente el curita y le hizo mucho bien a este pueblo. Pero yo creo que el hombre está bien muerto y hecho polvo, como dice la Biblia. Si estuviera intacto, como dice usted, eso sería obra del diablo. Y de santo ni hablar.

—Averigüemos quién es este señor, entonces. Obra de Dios o del diablo —dijo ella y le pasó al cuidador un sobre con varios billetes en su interior.

El viejo dobló el sobre y se lo guardó en el bolsillo delantero de la camisa.

Laura no creía en una vida después de la muerte, ni en religiones, ni siquiera en un Dios. Pero creía que había cuerpos destinados a no desaparecer. Tenía una colección de fotos de personas, en su mayoría sacerdotes o monjas que eran consideradas santas y sus cuerpos eran exhibidos intactos en iglesias o lugares de peregrinación.

Pese a lo que se pudiera pensar, no eran cuerpos bellos, sino más bien su colección de fotos se asemejaba a una galería de horror. Caras desfiguradas, huesos queriendo asomarse entre la piel demasiado tersa, casi plástica. Muecas que parecieran tener grabado el sentir de aquel último respiro: ahogo, dolor, miedo.

Junto con esto, Laura había descrito exhaustivamente el proceso de descomposición del cuerpo humano, con datos que le parecían interesantes o simplemente fuera de lo común.

En la nota 3 de su cuaderno podía leerse:

«Las uñas y el pelo, contrario a la creencia popular, no siguen creciendo después de morir. La ilusión de crecimiento está dada por la descomposición de la piel, que al desaparecer, deja ver lo que estaba debajo de la superficie».

En la nota 4 decía:

«Los cientos de gusanos que aparecen en el cuerpo y aceleran su descomposición no salen del propio cadáver, sino que son atraídos por los gases desprendidos del cuerpo putrefacto. En 24 horas, pueden cubrirlo completamente».

Y así.

Apagó el cigarro a medio fumar, sacó una botella de agua y bebió un sorbo largo que le calmó la tos. Luego anotó en su cuaderno: Pasillo F, tercer mausoleo a la derecha, y lo cerró. Eran casi las 9 de la mañana cuando vio que desde la entrada se acercaba el cuidador del cementerio con paso cansado, la espalda levemente encorvada, cargando un bolso demasiado pesado para su aparente fragilidad. Un saludo frío y seco, o tal vez tímido, fueron las únicas palabras que dio el hombre y siguió caminando en dirección al mausoleo. Sacó un manojo de llaves, todas distintas, pero sin marca alguna. Con sus dedos pasó llave por llave hasta detenerse en una. La tomó y abrió el candado.

Sacó las flores, dos tarros de pintura vacíos que servían para acarrear agua y un florero de vidrio.

Laura, al ver que no necesitaba de su ayuda, se sentó frente al mausoleo, sacó la cámara y registró algunas imágenes. La exhumación era un proceso lento, y cada movimiento parecía formar parte de un ritual. El hombre abrió el bolso y sacó un pañuelo que se amarró cubriéndose la nariz y la boca. Tomó el cincel, el martillo y procedió a sacar la lápida.

Al sentir el golpeteo del martillo sobre el cincel, a Laura se le apretó el estómago. Le hubiera gustado conversar con aquel hombre de cosas cotidianas, de la vida en Andacollo, del predicador, o lo que fuera para bajar la tensión, para desarmar ese nudo que se le había hecho en el cuerpo. Pero el hombre no hablaba mucho, apenas pestañaba, mientras sacaba pedazos de ladrillo y cemento que dejarían al descubierto el ataúd. Lo hacía con naturalidad, con la costumbre que tenía de reducir huesos para que el cementerio pudiera recibir más cuerpos, para que pudiera seguir acumulando restos de personas que alguna vez vivieron y se pasearon por esos pasillos llorando a algún familiar.

Laura abrió su cuaderno de notas y leyó recortes de diarios que había juntado durante mucho tiempo acerca de los cuerpos incorruptos.

—¿Sabía usted que los mormones realizan bautismos póstumos? —lanzó mientras miraba uno de los recortes. Sin esperar respuesta, continuó  hablando—. Es una forma de ganar adeptos. Es una especie de conversión después de muertos. ¿Se imagina? Hasta ahora han bautizado póstumamente a más 600.000 personas, en su mayoría víctimas del Holocausto. Dicen que hasta bautizaron a Ana Frank, la niña que escribió ese diario de vida. ¿Lo puede creer? Ana Frank mormona —Laura se rió con un dejo burlón, mientras dejaba ese recorte y tomaba otro.

El hombre seguía luchando con la muralla que dejaba ya visible partes del cajón.

Ella tomó la cámara y registró el avance. Al ver la madera asomada sintió un escalofrío en la espalda.

Para llenar el silencio continuó hablando:

—¿Usted sabía que los griegos enterraban a sus muertos con monedas sobre los ojos? Era para poder pagar su entrada hacia el otro mundo. Los romanos les ponían la moneda debajo de la lengua. Acá estarían saqueando tumbas noche por medio si los enterraran con monedas, ¿no cree?

El viejo dejó de golpear el cincel como pensando en lo que Laura recién había dicho.

—¿Sabe? Al curita Yépez le dejaron los ojos abiertos.

Laura tomó otro cigarro y lo prendió.

—Pedro Álvarez, el encargado de la funeraria, me contó –siguió el viejo—. Me dijo que el muerto tenía los ojos abiertos y que él decidió no cerrárselos. De donde viene él, enterraban a los muertos con los ojos bien abiertos para que pudieran encontrar el camino de vuelta a casa. Y como dicen que el cura Yépez llegó medio perdido a Andacollo, se los dejó abiertos no más sin decirle a nadie, para que encontrara el camino de vuelta. No vaya a ser cosa que se quede penando por estos lados.

El viejo levantó nuevamente el cincel y siguió golpeteando.

Laura se quedó pensando en lo que había escuchado y con esa imagen en la cabeza caminó por el pasillo entre los nichos, preguntándose dónde estarán esas personas ahora, deambulando sin cuerpos. Leía las inscripciones y calculaba la edad de los muertos. Imaginaba sus vidas a partir de las pocas señales inscritas en las lápidas: citas bíblicas, aforismos o algún mensaje particular de los deudos. Cada bocanada de humo que exhalaba era acompañada por una tos intensa, asfixiante a ratos.

—Con esa tos no debería fumar —dijo el hombre, sin dejar de golpear el cincel.

Ella quiso decirle que esa tos es herencia de familia, que aunque no fume, esa tos interrumpe su respiración desde hace un tiempo y que ya ha llegado a acostumbrarse. Pero no lo dijo.

—Pretendo dejarlo —fue la respuesta que soltó, mientras se echaba una pastilla de miel a la boca.

Su tos es la misma que ha diezmado a su familia. El abuelo Arturo empezó a toser en el invierno de 1943. Una tos seca, breve, incómoda a ratos, pero olvidable. Con los meses se tornó convulsiva, sonora, molesta para todos los que lo rodeaban y mucho más para él, que por momentos le faltaba el aire. Un día decidió quedarse en cama, sanar de una vez por todas esa tos insoportable a fuerza de reposo, pero no se levantó más. En casa lo aislaron. El fantasma de la tuberculosis rondaba, aunque nunca se tuviera certeza de su diagnóstico en el pueblo alejado donde vivían. A su hija de cuatro años la habían mandado a vivir con unos tíos, para evitar el contagio. La tarde en que murió el abuelo Arturo, pidió ver a su hija, pero su esposa no se atrevió a traerla. La vecina, que no se separaba de ellos en ningún momento, decidió cumplir ese último deseo a punta de engaños. Trajo a su pequeña hija que en nada se parecía a la niña en cuestión, excepto por la edad. La trajo sin pensarlo demasiado y la acercó a la cama. Arturo le tomó la mano, acarició sus pequeños dedos, balbuceó un par de palabras y murió. El engaño había resultado, el difunto había muerto tranquilo, pero su hija —la verdadera— nunca perdonaría a su madre.

Dicen que fue la tuberculosis lo que lo mató, pero su esposa no dejaría de asegurar que nunca tosió sangre. Ni una sola vez.

Muchos años después, esa niña moriría bien diagnosticada: cáncer al pulmón. La tos la acompañó desde mucho antes de que le detectaran la enfermedad, producto de años de trabajo en una oficina pública en donde fumar era ley, aunque ella nunca probó un cigarro en su vida.

Laura cargaba  con esa tos, la de su abuelo, la de su madre. No pensaba dejar el cigarro, no pensaba tampoco ir al doctor. Para ella, su destino ya estaba trazado.

El hombre dejó las herramientas a un lado, salió del mausoleo, bajó el pañuelo que le cubría la nariz y se secó la frente con la manga de la camisa. Laura le ofreció una botella de agua, él la aceptó y se sentó en el borde de una de las tumbas.

Ya se veía la madera en mal estado del cajón y las manillas de metal que sobresalían a un costado.

—No se ponga nerviosa, aunque no sea un santo, este hombre ya recibió la salvación—dijo el cuidador tras beber un gran trago de agua—. Él pensaba que todos quienes creyeran en la salvación serían salvados. Lo decía en las prédicas. No importa lo que uno haya hecho en su vida, siempre se puede empezar de nuevo, pedir perdón y seguir. Basta con creer.

—¿Pero no es necesario que alguien te perdone para ser perdonado? —le preguntó Laura.

—Bueno, para eso están los curas, para perdonarte. Y él era cura. Él se habrá encargado de perdonarse sus propios pecados —se rió el viejo dejando al descubierto sus escasos dientes. Fue la única risa que Laura le oiría. Aún con la sonrisa en la boca, el hombre se levantó y entró al mausoleo.

–Ya falta poco —dijo y nuevamente tapó su nariz con el pañuelo.

El certificado de defunción decía cáncer de páncreas.

Ella tenía una teoría: los cuerpos muertos a causa del cáncer no deberían mantenerse incorruptos. Revisó la nota 12 de su informe y leyó en voz baja:

«Las enzimas digestivas actúan sobre las células del páncreas descomponiéndolas después de muerto. Es decir, el páncreas se come a sí mismo».

En el caso del predicador, cuyo páncreas ya estaba disminuido por la enfermedad, su proceso de desintegración empezó meses antes de morir, pensó. El páncreas de Yépez empezó a fagocitarse a sí mismo antes de ser enterrado. Se preguntaba qué probabilidad había, entonces, de que esto no continuara una vez muerto, qué posibilidad había de encontrarlo incorrupto.

Aún así quería abrir ese ataúd.

Recordó los cientos de casos de santos insignes de la Iglesia que revisó en internet. Estaba Santa Catalina de Siena, de quien solo se conserva su cabeza incorrupta. O Santa Margarita, cuya única parte sin descomponerse es su cerebro. O el caso más extraño aún de Antonio de Padua, de quien solo se conserva su lengua intacta. San Antonio, al igual que Yépez, fue conocido por ser un gran predicador. En una de las imágenes que encontró Laura, aparecía el santo a la orilla del mar predicando a decenas de peces que sacaban sus cabezas del agua para escucharlo. Esa lengua ahora inerte es lo que se conserva de él. Laura muchas veces pensó qué haría si encontrara solo la lengua del predicador Yépez, solo un pedazo de músculo sin vida entre huesos y polvo. Y ahí es cuando todo le parecía un absurdo. Partes del cuerpo que desobedecen la ley natural de la putrefacción. Ella exhumando un cadáver en un pueblo rodeado de montañas y silencio.

Buscó nerviosamente en su cuaderno la nota 22 y la repasó con la vista:

«Si en el proceso de putrefacción de un cuerpo no interviene oxígeno suficiente, los olores se intensifican. Del cuerpo se desprende un líquido verdoso, insoportable al olfato y supone un real peligro respirar cerca del cuerpo exhumado. En la vereda opuesta se encuentran los cuerpos incorruptos. Una de las características de estos cuerpos es la llamada osmogenesia, que consiste en la liberación de una exquisita y suave fragancia, a pesar de llevar años o décadas enterrados».

Partes de cuerpos que desobedecen a la ley natural de la putrefacción, pensó.

—Ya está —dijo el hombre interrumpiendo a Laura que permanecía con la mirada fija en el suelo.

En el nicho podía verse el ataúd, la madera deteriorada, pero aún conservaba suficiente firmeza como para sacarlo de ahí sin que se despedazara.

Laura tomó la cámara, sacó un par de fotos y anotó unas líneas en su cuaderno.

—Voy a necesitar un diablo, el cincel no me va a servir —el cuidador guardó las herramientas en el bolso, salió del mausoleo y se fue caminando por el pasillo hasta el fondo.

Laura, instintivamente, lo siguió. Llegaron a una bodega pequeña, de adobe, con una ventana por la cual entraba suficiente luz. Mientras el hombre revisaba una caja de herramientas, Laura registraba con la mirada ese espacio en donde el cuidador debía pasar sus horas de trabajo. Una tetera, un termo y dos tazones encima de la mesa. Una radio no tan vieja, y un colchón apoyado en la pared que dejaba ver la espuma entre los resortes en una esquina.

Ese colchón, con la espuma saliendo como si fuera un líquido hirviendo a borbotones, le trajo el recuerdo de su madre. La imagen de aquella mujer arriba de la cama matrimonial, con un cuchillo carnicero en la mano. Su madre, frágil y pequeña, intentaba partir el colchón en dos. Hundía el cuchillo una y otra vez entre los resortes y la espuma, exactamente por la mitad, mientras decía «no necesito una cama tan grande, solo necesito mi lado, el izquierdo». Lo repetía una y otra vez, mirando a su hija de reojo, con una voz que simulaba calma, pero que solo conseguía asustarla más. Su madre, una mujer de 47 años, de rodillas arriba de la cama, con la cara enrojecida, los ojos hinchados, enterrando el cuchillo con fiereza como si con ese gesto atravesara también al hombre que la abandonó. Laura no supo bien qué hacer, corrió al teléfono y llamó a una tía para que fuera a la casa, para que detuviera esa locura. Pero la mujer no se detuvo hasta que el colchón quedó partido en dos, con la espuma repartida en el piso de la habitación. No paró hasta que esa mitad del colchón, la de su padre, quedó en la calle, apoyada en el poste de la luz, lista para que el camión de la basura se la llevara.

—Acá está —dijo el cuidador—. Póngase estos guantes, voy a necesitar que me ayude a tirar del cajón.

Laura los tomó, se secó las manos que desde hacía unos minutos no le paraban de sudar y se los puso, mientras caminaban de vuelta al mausoleo.

—Era un buen hombre el viejo Yépez —continuó el cuidador mientras caminaban—. No sé si era un santo, pero era un hombre bueno. Dicen que llegó un día a pagar una manda y se quedó acá. Todos los domingos entraba de rodillas al templo antiguo. Nunca dejó de hacerlo, ni siquiera cuando estaba enfermo. Nadie sabe qué manda estaba pagando. Algunas viejas decían que en sus últimos días hablaba de una familia que tenía. Pero no se le conoció familia. Aquí, al menos, nada.

Hacía un calor que ahogaba. Las calles se divisaban vacías desde el cementerio. En la retina de Laura se formaba una imagen estática del pueblo, como si el tiempo se hubiera detenido. Ni la más mínima brisa perturbaba el paisaje. Los cerros se imponían en la escena con colores amarillos y cafés y el cielo era de un celeste liso, sin tonalidades, como los dibujos que pintaba de niña.

Detuvo los ojos en las torres de la Iglesia Grande. Se preguntó qué habrá encontrado en este pueblo que quiso quedarse ahí, por qué eligió ese lugar para morir.

Recordó la estampita de la virgen de Andacollo que llevaba en su cuaderno, junto a la carta que había leído cientos de veces buscando respuestas, la única carta que su padre le había enviado desde que se fue.

—¿Me va ayudar o no? —interrumpió el cuidador. Laura volvió el cuerpo hacia el mausoleo, pero sintió sus piernas pesadas. Las manos mojadas debajo de los guantes y la ropa pegada al cuerpo.

Respiró profundo, tosió al botar el aire, volvió a respirar y entró al mausoleo.

—Tápese la boca y la nariz —ordenó el cuidador. Laura, sin pensar, de forma mecánica, enrolló su pañuelo alrededor de la cabeza, tres vueltas y puso sus manos en el cajón. La madera estaba resquebrajada, pero no se desarmó al tomarlo.

Deslizaron el cajón hasta dejarlo al borde del hueco de cemento.

—A la cuenta de tres, tiramos y lo dejamos en el suelo. Uno, dos…

Tiraron del cajón y cayó al suelo, levantando una estela de polvo, dejando al descubierto las hendiduras. Laura salió del mausoleo, se sacó el pañuelo, se apoyó en un pequeño árbol que daba sombra en medio del pasillo del cementerio y tosió. Una tos seca y agresiva que terminaba en arcadas. De repente sintió el estómago vacío: se enjuagó la boca con agua después de tomar dos grandes tragos que le calmaron los espasmos.

El cuidador reparó en Laura, pero no le dijo nada. Recogía los pedazos de vidrio del florero que ella había pasado a llevar al salir del mausoleo.

—Habrá que reponerlo, para que no se enojen los muertos ni los vivos—fue lo único que dijo el viejo.

En ese momento pensó en irse, escapar de ahí. No quería enfrentarse a ese cuerpo. Un sudor frío corría por su espalda. Una vez leyó, no recordaba dónde, que los muertos ahogaban a los vivos, que los muertos traían la peste. No había que abrazar nunca a los muertos. Pero ella llevaba a los muertos pegados en la piel.

El hombre estaba de pie frente al ataúd con el diablo en la mano. Laura observó esa herramienta metálica curvada en un extremo. El diablo abrirá el cajón, pensó, mientras prendía un cigarro y lo aspiraba solo un par de veces. Luego, se tapó nuevamente la boca y la nariz y esperó. Eso bastó para que el hombre cerrara los ojos y comenzara a susurrar, algo inaudible, sin inflexiones en la voz, plano. Laura supo que estaba rezando. El hombre se persignó tres veces, se agachó frente al cajón y con la palanca lo abrió. Laura sintió el crac de la madera y de nuevo las náuseas. Olvidó la cámara, olvidó su cuaderno,  fijó la vista en el ataúd sin pestañear, sin respirar.

—Aquí está nuestro santo —le dijo el cuidador, asintiendo con la cabeza, como si en ese mismo instante hubiese comprendido el misterio de la muerte.

Frente a ella, dentro del cajón, huesos. Sobresalían el cráneo, la dentadura y las manos que yacían sobre el pecho. Un cadáver sin carne, ni piel, ni indicio de haber vivido alguna vez.

Todo lo demás dentro del ataúd era tela: tiesa, agujereada, polvorienta, y en la que apenas se distinguía el color.

En cambio, el olor que atravesó el pañuelo que le cubría la nariz era nauseabundo, tóxico. Un cuerpo carcomido por el tiempo y los gusanos; un cráneo hueco, despojado de su carne.

Laura observó detenidamente y creyó ver en esos restos algo familiar.


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