Literatura

Benditas puertas

El filósofo Paul Ricoeur dijo que leer y escribir implican leerse y escribirse, y de esta forma otorgarse entidad. Sofía Moras, una estudiante de Licenciatura en Letras, escribió sobre el libro Las otras puertas, de Abelardo Castillo. Además de hacer una valiosa interpretación sobre este texto, demuestra con su ensayo que la historia que queremos representar es a veces una excusa para intervenir sobre la realidad de un modo específico.

Por Lucio V. Pinedo

17/12/2015

Publicado en

Argentina / Artes / Cultura / Literatura

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Me vine porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos el mejor conejo de todos,
el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.
Abelardo Castillo, La otras puertas

Hace un tiempo, me hice una pregunta existencial, de esas que reanudan el día con un quiebre interno que te transforma la mañana siguiente, te perturba al otro día, se instala por una semana y tal vez resignifica los años que están por venir. Me preguntaba si para trascender uno en la vida tenía que haber superado un conflicto, un conflicto grave. Pasando por alto lo que para mí significaba la palabra «trascender» en ese entonces, cosa que no recuerdo y de hecho, no tengo muy en claro actualmente… yo sentía que todo a quien había admirado o cualquier personaje de una historia que me había cautivado había tenido una vida complicada, o, por lo menos, un problema significativo que superar. Y que todo su alrededor conocía aquella historia de superación, motivo por el cual lo amaban y respetaban.

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Ilustración: Virginia Torres Schenkel

Dentro de mi cabeza siempre está presente una combinación de imágenes y comentarios acerca del gran antecedente familiar que representa de forma acabada la idea de «darle pelea» a un mundo adverso: «el Nono peleó en la Segunda Guerra», «en esa época no había avión, Sofía, vino en barco, tardó meses en llegar acá, expuesto a cualquier tipo de enfermedad», «el Nono estuvo un año entero durmiendo en el Hotel de Inmigrantes que está en Puerto Madero», «era un tipo de oficio, sabía trabajar, era carpintero y vino antes para buscar trabajo y casa, y así poder traer a la Nona», «la Nona cocinaba como los dioses, qué bien le salía el conejo con polenta… ni hablar las pastas, que apenas tenían que estar teñidas con salsa al pomodoro y que no falte el antipasto: el Nono amaba el queso parmesano, pero ojo, no va en la pasta, lo de la pasta con queso rallado en un invento argentino».

El espíritu de una figura tan contundente se transmitió a la siguiente generación. Ya instalados en Martínez, cuando mi papá tenía seis años, el Nono murió por una causa que bien no se sabe en la familia, lo que hizo que mi papá creciera junto a su mamá y sus hermanos, pero sin una figura paterna. Así y todo, no tardó en hacerse lo suficientemente fuerte para sostener a los suyos como el hombre en el que sí o sí debió convertirse, y, junto a su hermano mayor, pudieron continuar con la carpintería que ahora es una gran empresa y le ha dado a la familia todo lo que tiene.

Solo de repasar la historia, me imaginé las espaldas cansadas mientras me empezaba a doler la mía. Y luego de este resumen de imágenes, me pregunté entonces: ¿cuánto valdrían, sin esta historia de sudor, lágrimas y sufrimiento, mi papá, la carpintería, el Nono, la Nona y toda mi identidad? Ni siquiera sé si le sentiría el mismo sabor al queso.

Bueno, digamos que al poco tiempo de formularme esta pregunta, entendí tres cosas: me convenía aprovechar la ausencia de conflicto en mi vida, me gustaba el queso de todas formas y necesitaba seguir tomando sopa. Como decía mi profesor de Tango, yo pensaba: «estamos mal pero vamos bien». Me había decidido a buscar en mi interior, pero buscar de verdad. Entonces respiré profundo, pensé en lo que me ocurría en el pecho, me inflé y cuando exhalé, la respuesta vino sola: necesitaba leer y leer más, desde un lugar nuevo. El corazón me mandó un fax y al otro día me encontré anotándome para empezar la Licenciatura en Letras.

Terminé entonces por fascinarme con una carrera donde lo central para que haya una obra literaria es el conflicto. Digamos que sin disyuntiva no hay Aquiles y sin periplo no hay Odiseo, pero a su vez, lo que me resultó atractivo fue la oportunidad de participar en estos conflictos y conocer múltiples historias donde los personajes lo logran y no lo logran, salen, llegan, lloran, pelean, gritan, temen, aman, no aman, viven y enseñan a vivir. Cuando entendí en Introducción a la Literatura lo que significaba polifonía, volví a casa y me dormí feliz. Esa noche pensé en que todas las voces tenían lugar en el mundo literario y que en la heterogeneidad, por lo menos yo, encontraba una bendición. Para la suerte de papá y mamá, este asunto de la literatura me acobijó bastante, por lo que descarté ideas como pertenecer a una banda de delincuentes narcotraficantes en pos de generar un conflicto en mi vida.

Pero la esencia, como dice mamá, es la esencia y no por nada uno se identifica con determinadas historias. Emprendí una búsqueda en la biblioteca de casa con fines académicos para encontrar el candidato ideal que me abriera camino hacia el aprendizaje de la Metodología de la Investigación. Mi parte era buscar un libro que me instara a marcarle cada hoja como también a gastarle la tapa, y saber que corría el riesgo de ser intervenida por la cinta Scotch del cajón. Me sedujo el lomo de un libro de cuentos de Abelardo Castillo. Al ojearlo, me convenció sin demasiadas vueltas: tenía el olor y el color perfecto. Emprendí entonces una lectura salpicada y comencé a conocer varios de los personajes. Sentían mucho dolor. Estaban solos. Para mí todavía eran extraños. Pero, sin duda, eran atractivos porque estaban llenos de conflictos y hacia algún lugar se conducían y me conducían. No me pregunté mucho más esa tarde pero tenía la sensación de que la propuesta de Abelardo me daría tela para cortar o, más bien, madera para tallar.

La epifanía ocurrió al día siguiente cuando tuve que responder cómo se llamaba el libro que había elegido. ¿Cómo era…? Miré la portada y ahí estaban: Las otras puertas. Como las de la carpintería de papá donde no hacen ni escritorios, ni bibliotecas, ni mesas, ni sillas, ni camas… hacen solo puertas, puertas de madera. Eso sí: inspiradas en lo último de lo último del diseño italiano. ¡Ah! y la propuesta del Proyecto de Investigación era abordar las obras desde el Camino del Héroe. Vislumbré el armado de este posible rompecabezas y vi las puertas y los héroes de mi infancia, mientras entendía que mis nuevos héroes se empezaban a definir.

No quisiera ser el Conejo que sostiene entre sus pequeñas manos el protagonista del cuento de Abelardo. La tardanza, la espera. Si a uno lo angustiaban en el alma esos dos minutos de impuntualidad de mamá en la puerta del colegio, es difícil imaginar el dolor de un niño donde la tardanza significa meses. La violencia y el posterior abandono de su mamá conducirán a este valiente mini hombre a apretujar a su conejo de manera tal que terminará con el deseo de sacarle los ojos al único que lo mira con ternura. Su triste y forzoso paso a la adultez, entre lágrimas, bronca y escupitajos, se nutre del odio y suprime lo que alguna vez lo hizo reír, amar y jugar.

La agudeza que logra Abelardo al indagar en los rincones más recónditos del interior de este niño, la efectividad que logra al narrar desde el punto de vista sincero y transparente del personaje, me recuerda a mi mamá cuando recibía a los «bebés de tránsito» que fueron pasando por mi casa desde que yo tenía seis años: «Sofi, vamos a traer una beba y la vamos a cuidar hasta que el juez decida qué pasa con ella». Esta frase se perpetuó en el tiempo, en algunos casos cambió «beba» por «bebé», pero en casa siempre había un paquete de pañales, una leche, algún pijamita y el infaltable perfume para la ropa. Pero lo que particularmente me condujo a relacionar al protagonista de Conejo con las imágenes de mi casa es una frase particular y, creo yo, de gran sabiduría, que siempre decía mi mamá: «Sofi, esta beba no te reconoce a vos ni a mí, ni a ninguno de nosotros, solo busca el olor de la piel de su mamá y no lo encuentra». Después decía que cuando el bebé llegaba a nuestra casa estaba sin ganas de vivir y que recién cuando pasaban un par de días empezaba a reaccionar. Así pasaban las semanas y ella se los pegaba al pecho, decía que las peores horas eran las de la noche porque ahí ellos se sentían desprotegidos. De día o de noche se la pasaba acurrucándolos y los defendía a capa y espada, siempre explicando «uno tiene que ponerse en el lugar del chico, que es el más vulnerable. Lo peor que le puede pasar a un ser viviente es el abandono de su madre». Siempre para intentar transmitirme lo que les ocurría, me hacía escuchar una canción que en un momento decía «mírame en silencio y no me digas nada». Lentamente, fui comprendiendo que lo único que podía hacer yo desde mi lugar era acompañarlos en su dolor.

No me olvido más de una hermosa coincidencia. Cuando mi hermana menor, María, tenía algunos días de vida, llegó a casa una beba, a pasar por lo menos una noche hasta que consiguiéramos una familia que pudiera cuidarla. En uno de esos días, yo me quedé a dormir en la casa de una amiga y mi mamá me fue a buscar a la mañana siguiente. Mientras yo preparaba mis cosas, ella me esperaba afuera con la beba, no María, la beba en tránsito. Cuando salí, abrí la puerta del auto y la estaba amamantando. Dijo que no había podido calmarla de otro modo. El hecho es que hasta el día de hoy, con cinco hijos y dos nietas, estos bebes se convierten en una prolongación de ella hasta que se van. Y ahí, ocurre el milagro: los deja ir.

La cuestión de quién es el más vulnerable así como el valiente acto de desapego me traen a colación a La Madre de Ernesto. ¿Qué le tiene que ocurrir a una mujer para dejar a su hijo? ¿Cómo se explica la experiencia desgarradora de no verlo crecer? ¿Cómo se mide la vulnerabilidad? Me siento a años luz de comprender lo que le ocurrió a esa mujer en el momento en el que fue sorprendida en el prostíbulo donde trabajaba por los que habían sido los compañeros de su hijo a quien había abandonado cuando era un niño. Vergüenza, incomprensión, perplejidad, preocupación «…el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña, terrible» (Castillo, p. 14).

El sufrimiento es creativo. Lo conforman argumentos, temas y estilos de toda índole. Sufre también Also Sprach el Señor Núñez por una rutina que lo agobia y que no le permite construir su dignidad. No podríamos encontrar en él la idea de «amor a la tarea». Por lo contrario, su sueldo miserable y la concepción que tendrá aquella mañana sobre el mundo lo conducirán a un día de furia, lo que hará que les ofrezca a sus compañeros de oficina una propuesta que no podrán rechazar. Con armas no se negocia y menos aún con una decisión de cuerpo e intelecto de un hombre que ha descubierto que su mundo es una cloaca. Los hubiese matado a todos si no fuera porque dejó escapar al único que pensó que podría recuperarse del estado «parásito»: el cadete. La policía llegó a tiempo, al héroe de la jornada le subieron el sueldo ochenta pesos y el Señor Núñez no concretó su misión. Este cuento, de algún modo, me remontó a una cena en un restaurante de la costanera de Tigre. Cuando mi novio recordó que el mozo que nos atendía lo hacía también cuando él iba con sus padres a comer pasta los domingos al mediodía, emprendimos el cálculo de cuántos kilómetros había recorrido ese hombre en aquel lugar durante treinta años, turno mediodía y noche, con un franco a la semana. Dedujimos cuánto era un metro a través de las baldosas y cuando hicimos la cuenta, no recuerdo exáctamente el kilometraje, pero sin duda, resultó impresionante. La rutina puede ser un refugio para algunos como también un infierno para muchos otros.

Abelardo Castillo divide su libro en cuatro partes. La primera la llama «Los Iniciados». Allí están, entre otros cuentos, Conejo y La Madre de Ernesto. Luego «Also Sprach», absolutamente solo como aquella mañana en la oficina, constituye la segunda parte que también lleva su nombre. La tercera se titula «Infernáculo» y la cuarta y última «Macabeo». En el infierno de Abelardo, la locura de un hombre que oye los muros y la venganza de un Volvedor, que se define a través de ella y por ella, son veneno y, al mismo tiempo, elixir. Entiendo que después del Señor Nuñez no hay vuelta atrás, que un arma entre las manos lo apunta a uno y a los otros al mismo tiempo, que esa mirada furiosa dirigida a aquellos que están con uno todos los días, pero que en verdad no están, equivale a un desprendimiento de retina que no te deja ver del mismo modo nunca más. Y apenas logro vislumbrar el hueco que se le hizo en el pecho a Samuel Adolfo Milman cuando terminó de traducir esos papeles que encontró en su casa para comprender qué significaba ser judío. Su papá, erguido como un Macabeo, también había llegado a la Argentina en 1945 y el pueblo se había sacado el sombrero para recibirlo como un judío glorioso. Pero para Samuel no fue gratuito indagar en el pasado de su historia con el propósito de comprender porqué en el baño del Colegio Nacional lo obligaban a abrirse el pantalón para escupirlo, para reírse de él, de sus orejas y de su perfil. Así y todo, transitó el orgullo de sentirse judío y hasta entendió que eran los otros los que necesitaban que él tuviera ese perfil y ese miedo típico de judío, y que nada de eso tenía que ver realmente con él. Conformaba de este modo su historia, que se negaban a contarle con detalle, hasta que se topó con esa foto de su papá con el uniforme y la típica gorra militar Nazi y esas orejas «judías hasta la carcajada» pero orgulloso de su glorioso primer día en Auschwitz. Tal vez nadie más que Samuel sea el indicado para interrogarse sobre el sentido de toda su identidad. Los secretos de familia pueden ser aún más nefastos y siniestros que los secretos de Estado. Como explicaba Freud, en lo aparentemente familiar  puede encontrarse lo más desconocido y temeroso para uno.

De la pregunta reveladora al libro de Abelardo creo haber crecido. Comprendí que mi infierno y mi paraíso están en la Tierra, más específicamente, adentro mío. A través de la lectura de estos cuentos, también entendí el gran lugar de lo inefable en la literatura y los enormes límites que tienen las palabras. Pero lo que más me interesa compartir es lo que me ocurrió con el conflicto. Ya no me resulta una tentación. Encuentro posibilidades mucho más interesantes en el descubrimiento de la compasión. Entonces me la paso abriendo otras puertas. Cruzo el umbral y busco ser el dolor, la furia, la vergüenza, la embriaguez, la prostitución, el arrepentimiento y la frustración. Del mismo modo, el error, la incertidumbre, el miedo y la soledad. También cambié de opinión y se me ocurrió que sí quiero ser aquel Conejo. Pero, al mismo tiempo, cuando cierro el libro, me encuentro con que no soy nada de eso. Aunque algo de eso se haya quedado conmigo. Finalmente, comprendo que se trata de invaluables ofrendas de la literatura y el ser.

Escribió: Sofía Moras

Contacto: [email protected]

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