Arthur Cravan, poeta boxeador: “Que se sepa de una vez: No seré civilizado”

A inicios del siglo pasado, cuando los llamados ‘decadentes’ se convirtieron en verdaderas amenazas al orden social, figuras que realizaron el arte en su vida fueron los artilleros que pretendieron minar los aburridos paraísos burgueses

Por Cristobal Cornejo

12/05/2012

Publicado en

Artes / Literatura / Portada

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A inicios del siglo pasado, cuando los llamados ‘decadentes’ se convirtieron en verdaderas amenazas al orden social, figuras que realizaron el arte en su vida fueron los artilleros que pretendieron minar los aburridos paraísos burgueses. Arthur Cravan fue uno, mucho más que poeta y boxeador, un dandy en el delirio.

“Detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer”, dijo Rubén Darío alguna vez. Iniciado el siglo XX, el asco a la sociedad instalada dio paso a volcánicas expresiones de creatividad que escupieron sobre las hipocresías del mundo. El influjo romántico y posterior, las luchas del proletariado, la fascinación que provocó en varios la maquinaria, la velocidad, el ruido de las ciudades modernas, dio paso a formas de guerrilla contra-cultural que con el tiempo  pasaron a ser consideradas expresiones artísticas, pero que en su tiempo nada querían saber de museos, sólo de su quema.

En 1917, Mina Loy esperaba atenta la llegada de quien “vendría a disparar a las arañas de los burgueses”, según anunciaban Francis Picabia y Marcel Duchamp, amigos del poeta Arthur Cravan, que venía desde Barcelona escapando de la primera guerra.

Con la vertiginosidad del ‘amor loco’ se enamoraron, pero Cravan tuvo que seguir su fuga hacia México, viaje documentado en cartas que le escribía. Después se reúnen ahí y se casan. Viven en la miseria, de las pocas clases y la gran pelea que el poeta espera ganar. Con Duchamp en Buenos Aires, deciden irse a Argentina. Encinta, ella lo haría por tren, él en barco, dice unas de las versiones. Ella llegó, pero él nunca más volvió a aparecer, coronando el último poema de su vida; el que lo convertiría en mito.

TORO NEGRO

Arthur Cravan, nació como el señorito Fabian Avenarius Llloyd, en Lausana, en 1887. La hermana de su padre se casó con Oscar Wilde y su propio padre era considerado un ‘extravagante’. Cambió su nombre en homenaje a Rimbaud y a Cravans, una pequeña localidad de Francia por la que pasó con una de sus amantes.

Hastiado, viajó y trabajó en extraños oficios, llegando a París en 1909, atraído por el ambiente literario. Como Guy Debord –su admirador- también fue consumido por el fuego y la noche de esa ciudad, destacándose rápido por sobre los demás: Medía dos metros y pesaba más de cien kilos, pero su figura era esbelta y elegante, un guapo dandy mujeriego; era poeta boxeador, y un provocador profesional, que se paseaba por los bulevares con la camisa abierta, mostrando tatuajes y mensajes ofensivos.

Se amistó con artistas locales, y editó en papel de envolver su revista “Maintenant”, que desde 1912 alcanzó cinco números y era vendida por él mismo, disfrazado de anuncio. Escribía todos los textos, aunque firmaba con distintos seudónimos, se dice. Poemas, crítica de arte, imaginativas publicidades, evocaciones a Wilde, figura paterna, modelo, que siempre lo atrajo. En ella destruye las tendencias y los artistas de moda, pontifica, e inclusa asegura que el autor de El retrato de Dorian Gray está vivo, lo visita y sigue escribiendo (información que hasta un diario ‘serio’ como el NY Times llegaría a publicar).

“Quiero exhibir también las extravagancias de mi carácter, hogar de mis inconsecuencias; mi naturaleza detestable, que no cambiaría, sin embargo, por ninguna otra, aunque ella siempre me haya impedido tener una línea de conducta; porque ella me vuelve unas veces honesto y otras hipócrita, y vanidoso y modesto, grosero y elegante”, decía en un número.

Su madre diría: “Ese pobre Fabián. Leyendo su revista nos han entrado náuseas… por mi parte siento vergüenza y asco de ser la madre de semejante imbécil”.

EL PUÑETAZO A LA LUCHA ARTÍSTICA

Como Alexander Pushkin –el poeta ruso que proclamó “no depender de nadie, no servir ni agradar a ninguno, sino a uno mismo”- que murió en duelo, Cravan casi llegó a realizarlo, cuando desafió a muerte a un fervoroso patriota, Guillaume Apollinaire, que escribía sobre la brillantez de los cañones en los tiempos de la guerra.

Aunque exaltaba la modernidad, detestó a los futuristas italianos y a casi todos los artistas de su época, así como la guerra y el nacionalismo. Finalmente, el duelo no se concretó y Cravan cerró el episodio escribiendo:

Aunque no tema el sable de Apollinaire, dado que mi amor propio es muy escaso, estoy dispuesto a hacer todas las rectificaciones del mundo y a declarar que (…) el señor Apollinaire no es judío en absoluto, sino católico romano (…) que tiene una gran barriga, se parece más a un rinoceronte que a una jirafa, y que su cabeza es más bien la de un tapir que la de un león y que se acerca más a un buitre que a una cigüeña”. Apollinaire aceptó las disculpas.

Cravan trabajó como boxeador en circos, aunque desde los años de París intensificó su entrenamiento, concretando varias peleas. La guerra lo pilló en Europa Oriental, donde inició una fuga que lo tuvo en Atenas enfrentándose al campeón olímpico de boxeo, al que ganó, aunque no pueda comprobarse. Finalmente, llega a Barcelona, ese otro nido de artistas radicales desertores, campesinos y pescadores dadaístas espontáneos, y anarcos dinamiteros, cuyas primeras performances eran del tipo “¡Bomba en la ópera!”.

En 1916, Jack Johnson, campeón del mundo peso pesado, vivía en la ciudad. Cravan lo retó a duelo y la pelea generó enormes expectativas, ya que el boxeador poeta se presentó como “campeón de Europa”. La noche anterior al encuentro, se enteró que Johnson estaba cobrando enormes sumas de dinero por la filmación de la pelea y a él no le tocaría nada, asegurándole que no pelearía. Sintiéndose engañado, fue encontrado borracho en un bar y finalmente aceptó el combate. Al día siguiente, perdió por knock out en seis rounds.

Aunque Europa estaba acosada, le quedaba un último regalo. En 1917, Duchamp presentaba en El Salón de los Independientes, su “Fuente”, urinario que daría todo un giro a las definiciones sobre arte. Cravan, fogueado en conferencias escandalosas, hizo de maestro de ceremonia: Llegó borracho con un maletín, lo abrió y comenzó a sacar ropa interior sucia, a tirarla a la gente y se desnudó. La policía hizo su aparición y, como solía ser, todo terminó en una trifulca donde Cravan aprovechaba de entrenar algunos golpes.

“EL POETA DEBE SABER NADAR”

Era la primera condición, escribió. Cuando la artista y musa de la vanguardia, Mina Loy, lo vio partir, pensó que era una premonición. Nunca llegó a su destino, y aunque lo buscaron por cárceles y morgues, nunca más apareció.

La película “Entreacto” de Rene Clair, donde actúa Duchamp, Picabia y Man Ray,  filmada cuatro años después,, tiene una escena simbólica: En un campo, hay un ataúd desde el que se levanta un hombre vestido de mago y condecorado. Con su varita, hace desaparecer uno a uno a quienes lo miran, y luego desaparece él.

Desde entonces se convirtió en leyenda, en fantasma, la gran historia de un poeta que  era boxeador pero que, también, podría ser cualquier cosa: “Soy todas las cosas: hombres y animales”.

Por Cristóbal Cornejo

Publicado como «Genio y Figura», El Ciudadano nº 123, 2º quincena de abril 2012

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