Gente Brillante Feliz

-“No creo que las políticas públicas de un país tengan que ser en función de esas “opciones” sexuales diversas”- lanzó el patriarca homofóbico, caudillo de ese partido que la vende de centro derecha, para renegar del pasado fascista que lleva en la sangre del  vomito- Y sigue: “¿Por qué apoyar a esos homosexuales? Tendríamos después […]

Por Mauricio Becerra

27/12/2012

Publicado en

Artes / Literatura

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-“No creo que las políticas públicas de un país tengan que ser en función de esas “opciones” sexuales diversas”- lanzó el patriarca homofóbico, caudillo de ese partido que la vende de centro derecha, para renegar del pasado fascista que lleva en la sangre del  vomito- Y sigue: “¿Por qué apoyar a esos homosexuales? Tendríamos después que apoyar a los grupos que proponen relaciones anómalas con niños, porque en esto de las relaciones sexuales, por lo que he oído, hay una tremenda variedad. Están esos que les gustan las relaciones con animales, hay literatura sobre eso, la zoofilia”.

El discurso viaja por el cosmos, por pueblos y ciudades, sobre tierras y mares que pertenecen a un país que se jacta de moderno y democrático, una Republica que lloró el asesinato de un jovencito homosexual en manos morenas de neonazis sudacas. Así llega la proclama del senador hasta el raciocinio de una cría que descubre la sexualidad pulcra, no contaminada ni perversa; hasta entonces. Ese niño no tiene quién proteja su psiquis, el Estado hace oídos sordos ante el agresor poderoso que incita al odio, a la discriminación, llama aplastar a ese niño que según él, eligió aquella opción degenerada. Ese niño se llama Abel y vive en un pueblo del sur, entre montañas y praderas, donde una vida bucólica podría pulir su alma, pero no es así. Chatea en la soledad de su pieza un jueves lluvioso, cuando la madrugada traga el secreto que guarda con miedo. El chat gay está repleto, cada tanto observa la puerta, asustado, cohibido, no quiere que sus padres descubran ese instinto que germina en aquella adolescencia candente, más aún, después de ver y oír en la tele, las declaraciones de aquel senador con cara arrugada. La familia nuclear en pleno tomando once en el living comedor, todos viendo las noticias de nueve.

Bajo el trueno fatuo del temporal, Abel conoció otro adolescente, que como él, también indagaba el mundo escondido desde su pieza. Se llamaba Caín y vivía en la capital, entre edificios de espejos y centros comerciales que tocaban las nubes. Chateaba desde un rincón fascista y conservador, donde su padre, el senador homofóbico, lo encarceló para que nadie pudiera percibir ese delicado meneo de paladar; de muñeca, de mollera, de pensamiento palabra obra y misión.

Esos cabros chicos compartían cromosoma pero eran muy distintos de epidermis.

Muchos años después Abel será un padre de familia atormentado por traumas de infancia, provocados al oír el discurso del senador cuyo texto forjó en él, una patológica y lógica obsesión por la muerte. Se le metió en el cuerpo el deseo para redimir la culpa, al observar de cerca el sufrimiento humano, el instante sublime, donde la muerte llegaba arañar la vida. Cada año fue vislumbrando el exterminio, más apetitosamente, in crescendo, desde aquella noche cuando comenzó a trabajar de bombero para estar cerca de la vida agonizante; del accidentado, del partido en dos, del quemado, del torturado por ese Dios sin vergüenza. Se detenía para observar al suicida que se lanzaba al Metro, al electrocutado de la torre, al drogadicto del callejón; a todo ese suicidio que hipnotizaba su cordura, y que lo llevó a cortarse las venas, después que fue abandonado por el primer hombre que amó.

La noche que Skype presentó a Caín y Abel sonó de fondo la canción Shiny Happy People de R.E.M. La noche que se conocieron, esa fruta jugosa, sabrosa, peligrosa para el colesterol del raciocinio, brote eufórico del árbol prohibido, de esas que dan jugo relevante y rocinante, puta que jugosa, esa fruta llamada Caín, fruta hermosa, una osa en medio de la fiesta, decidió salir de fiesta escondida de su padre. Huyó por el árbol que daba a su ventana y pescó el primer taxi que encontró, sin sospechar que tras su huella apurada y felpuda iba el papito, siguiendo su ruta y descubriendo por primera vez, el secreto mejor guardado de ese hijo andrógeno. Una guinda de pastel en medio del gentío peludo, apretujada entre tanto mórbido convocado para ese viernes bear en el antro amado, donde las travestis brillan y aspiran de la buena en los baños, en el antro amado donde las mascaras quedan estacionadas en Avenida Santa María, en el antro donde las tribus desechadas y ninguneadas van a caer en gracia. Allí iba a lucirse cada noche de jueves. Después que los padres cerraban los ojos, escapaba a pie pelado, abriendo paso por el silencio oscuro del jardín. Llegaba a pie forrado, abriendo paso por el bullicio radiante, taco alto, peluca ondulada, rush y rubor, haciéndose un nombre en la movida trans que abre el ojo de madrugada, dando jugo arriba de la pelota planetaria.

Esa noche de Halloween Caín llegó vestida con corsé negro, lycras blancas, tacones rojos Jimmy Choo, peluca platinada y cartera de mano, donde traía el efectivo para arrasar con el bar. Ese desplante y altura de ninfa escondían tras el maquillaje un niño de diecisiete años, que parecía una pantera de treinta y siete, a esas que se le abren las puertas de la alfombra roja sin que se les pidan el carné. Y más encima esa noche a nadie se le pedía identidad. En noche de pieles falsas, fiesta de disfraces, está permitido representar la fantasía del alter ego escogido por el derecho humano del libre albedrío.

Muchos años después Caín será una trans celebrity, chica reality opinóloga con tetas de plástico. Caín nunca supo que su padre estacionó en Av. Santa María a pocos metros de donde la dejó el taxi, tampoco nunca supo que su padre entró al Fausto con una máscara de goma de Michelle Bachelet, que encontró en el garaje minutos antes de salir tras él. No le fue difícil pagar entrada, todos en aquella noche se escondían tras el maquillaje. A nadie le interesó inspeccionar quien era el dueño del cuerpo.

El viejo no creyó lo que veía, por más preparado que estaba, tuvo nauseas al ver a su primogénito besándose con un actor de teleseries, cuatro años mayor.

El padre destrozado corrió al baño y cayó de rodillas frente al water, ahí se sacó la máscara y vomitó sangre por varios minutos. Arrojó el rostro de plástico a la basura y se miró al espejo. Entonces una loca que se mojaba la nuca en el lavamanos le dijo:

–          “¡¡Hueonaaa!! ¡¡Qué bueno tu disfraz!! ¡¡Tay igualita a ese facho arrugao e’ cara y cooorazón!!”.

Eugenio Norambuena

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