Solicitud de apego: Los pololos de mi mamá

Comentario de libros El debut de Cristóbal Riego (1993), Los pololos de mi mamá, editado por Hueders -que sigue confiando en la publicación de autores nuevos- aborda la perspectiva de un hijo-narrador sobre  las relaciones afectivas de su propia madre, una mujer que se caracteriza por estar perdida tanto en la elección de sus parejas […]

Por Carlos Montes

25/04/2018

Publicado en

Artes / Grado Cero / Letras

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Comentario de libros

El debut de Cristóbal Riego (1993), Los pololos de mi mamá, editado por Hueders -que sigue confiando en la publicación de autores nuevos- aborda la perspectiva de un hijo-narrador sobre  las relaciones afectivas de su propia madre, una mujer que se caracteriza por estar perdida tanto en la elección de sus parejas amorosas como en sus alternativas académicas y laborales, ya que ha probado muchas opciones y ninguna la satisface.

Pero hablar de las frustradas relaciones de la madre es limitar la novela, en tanto se nos muestra una historia que nos sumerge en la visión del narrador en dos etapas de su vida: la niñez, que constituye la primera parte del libro con la historia de los pololos: Charly, un músico frustrado y Tolchinsky, que trabaja como voz en off; y la entrada a la adolescencia en la segunda parte con las historias de “El Marco”, el papá y Rodrigo, un perfil de facebook inventado por el propio hijo para entablar una relación online con su madre.

Será a través de la mirada del narrador sobre los pololos de su madre que nos iremos acercando a la propia perspectiva del mismo sobre las relaciones afectivas en general, abarcando más que las de pareja, en el sentido de que el narrador nos muestra a las relaciones humanas como pose, falsedad, simulación, donde cada una de las etapas para la unión afectiva van antecedidas por rituales que intentan construir una complicidad entre los individuos. Es así como nos enfrentamos a la mirada crítica del narrador de los joteos de los hombres hacia su propia madre, donde estos tienen que realizar “performances” obligadas para conquistar, lo que se manifiesta ya en la primera página de la novela: “A algunos me los presentó como amigos. Sonreían, haciendo como que estaban felices de conocerme” (13). Aquí observamos dos puntos acerca de las relaciones como simulaciones, primero la mentira de la madre relacionada al verdadero tipo de vínculo que posee con esos hombres y la mentira de la emoción que tienen estos últimos de conocer a sus hijos y por ende, al mismo narrador.

Narrador que se ve envuelto él mismo en un “ritual” afectivo junto a su padre, quien, en la segunda parte, al observar que su hijo va creciendo, le regala una cortaplumas porque se está “haciendo hombre”: “-Es una cortaplumas. Ya te estás haciendo hombre, tienes que llevar una contigo siempre.” La crítica, o más bien, la lejanía y el descrédito del narrador para con los rituales afectivos tradicionales se manifiesta de inmediato cuando el narrador manifiesta que  “la cortaplumas no sirve para nada.” (38) y luego esbozar que quizás él mismo no es un hombre si se supone que todo hombre debe saber manejar una.

Es en este momento donde nos encontramos con la parte mejor lograda del relato: el típico paso de la adolescencia como un momento en donde se juzga todo, que en esta novela se cristaliza muy bien en la parte de Marco, cuando el mismo narrador va a un “retiro artístico” donde ridiculiza fuertemente todas las actividades -entendidas como ritual- que tiene dicha comunidad para establecer vínculos entre sí, donde se termina aburriendo y desilusionando al observar que los mismos miembros de esa comunidad se terminan alejando unos de otros.

Si se duda de esta lectura que adjudica a la novela la intención de esbozar una mirada desencantada del verdadero desarrollo de vínculos y afectos entre personas, es notable la presentación del único personaje masculino que no tiene una relación amorosa con la madre, uno que no se considera “pololo”, que es el Negro, un compañero del diplomado de locución que es caracterizado como un sujeto que no capta muy bien las normas sociales, estos “rituales” de vinculación, que es visto como desadaptado y que se concibe a sí mismo como miembro de una comunidad en quiebre, en decadencia, como lo es la iglesia católica de parroquianos de una universidad privada de clase alta, que lo abandonan al momento de tener un accidente, siendo el narrador el único que lo visita y donde observa que la misma está muy desordenada y llena de libros, quizás una compañía real de El Negro.

El momento cúlmine del relato es cuando el narrador-hijo decide crear un perfil falso de facebook para observar cómo su madre se relaciona con los hombres y donde se da cuenta de la obsesión de ella por encontrar compañía, dejar de sentirse sola, en un juego de indirectas, de recuerdos inventados, de gustos falsamente compartidos, en donde se juega el todo o nada para una mujer que le aterroriza quedarse sola cuando ya quedan pocas opciones: “si hubiera un hombre, dice, tendría que tener un gran corazón, como el tuyo. Si no fueras tan niño. Y ríe: si no fueras mi hijo.” (91) El narrador, en su desencanto luego de ver al Negro tan solo y de ver los intentos frustrados de su madre, reconoce que por lo menos su mamá lo intenta, que es fuerte: “[Mi mamá] aprende a vivir con marcas en la espalda. Yo, en cambio, soy cobarde, siempre lo he sido” (125). Cobarde porque se da cuenta de el riesgo que implica confiar en un otro, sobre todo en tiempos donde todo es tan desechable, de allí que sea tan significativo el vincularse con otro mediante la conexión a facebook, en una solicitud de amistad desesperada para encontrar compañía.

Lo que sucede luego es tarea de ustedes descubrirlos, porque leer Los pololos de mi mamá vale la pena sobre todo por esa segunda parte que desenmascara muchas de las imposturas que llevamos a cabo solamente para no estar solos.

Diego Riveros

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