Colgadas a la electricidad. Una realidad silenciosa que se agudiza

El acceso a la energía eléctrica va más allá del acceso a la vivienda. Así han evidenciado las recientes solicitudes que ha realizado la distribuidora transnacional Enel, quien en segunda oportunidad, demanda la potestad de cortar el suministro eléctrico a 50 mil familias vulnerables provenientes de hogares de menores recursos que han firmado convenios con la empresa para suspender sus pagos por la pandemia.

Por Ciudadano

02/11/2021

Publicado en

Chile / Energía / Portada

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Por Gloria Baigorretegui y Karen Pradenas / Red Ecofeminista por la Transición Energética

Hoy por hoy Chile pareciera ser un país que no podría quedarse a oscuras. Al contrario, la abundante radiación solar atacameña, los fuertes vientos patagones y hasta los salares ricos en litio son fuentes y recursos valiosos para un futuro luminoso, ideales para enfrentar los desafíos para des-fosilizar las economías desde el Sur Global con energías renovables. Entonces, ¿qué tiene que ver esto con las colgadas? Poco o, mejor dicho, nada. Esto porque las colgadas son personas que se hacen de una conexión informal al cable de distribución eléctrica oficial y lo hacen por acción propia, para surtirse de la electricidad de otro modo: colgándose.

Quienes se cuelgan habitan lugares donde inicialmente las redes eléctricas no llegaban y por tanto ellas gestionaban su propia conexión. Cuando las políticas de privatización eléctricas se instalaron en Latinoamérica en los ochenta, todo el entramado de colgadas se presentaba como formas de pobreza, pero esto no fue lo único. En Chiapas, Méjico, las colgadas se movilizaban como forma de resistencia al pago de la luz. Allí los trabajadores del sindicato Luz y Fuerza de servicios eléctricos públicos solidarizaban con las comunidades indígenas, enseñándoles a mantener y levantar postes eléctricos. También se reconocieron los cableados piratas en las poblaciones de Calle 13 en Medellín, Colombia, donde los cortocircuitos como eventos comunes ponen en riesgo la existencia de las propias poblaciones por los incendios, junto al hostigamiento de las policías e inspectores. De otro modo, las colgadas muestran toda una infraestructura oculta, solapada y hasta criminalizada, especialmente ahora en tiempos pandémicos, porque el pago de la boleta eléctrica está en cuestión.

En la década del ochenta en plena dictadura, en Chile, se realizó una serie de campañas para que las personas, ya no consideradas como ciudadanas, sino como clientes libres o reguladas, sintieran la irresponsabilidad de no pagar, dado que para conocer y controlar el mercado bajo el nuevo régimen de privatización neoliberal se requería conducirlas hacia la razón económica y el buen actuar: el pago de su factura. Así la campaña Colgados de 1986 de Chilectra muestra una voz en off que llama a la persona a dejar de jugar, de arriesgarse, para lo cual se le sugiere acercarse a Chilectra para cumplir con sus obligaciones, porque “la luz es vida”. O como en la campaña de 1988 donde una madre enseña a su hija lo que significa arriesgarse de forma innecesaria.

Este tratamiento no se hace cargo de la realidad que viven las familias más vulnerables, sumado a la forma poco feliz de traducir los componentes de la tarifa eléctrica en Chile, convirtiéndola en una de las más caras de Latinoamérica (160 dólares/KWh en 2018, CEPAL (2020)) y que se incrementa en época invernal, llegando a aumentar en un 20% de su costo total. Ciertamente esta fijación de tarifas necesita ser reemplazada por formas de valorización energéticas, comunitarias, colectivas, limpias, accesibles y desmercantilizadoras.

La realidad de las personas colgadas, por tanto, no es nueva y no se vislumbra que acabe, siendo quienes habitan campamentos uno de los grupos más afectados. Estos asentamientos buscaron ser erradicados el 2007 con la campaña de un Techo para Chile, la cual pretendía acabar con estos antes del Bicentenario; el 2020 con la ratificación del objetivo por la ex presidenta Michelle Bachelet; y posteriormente el 2015, durante el primer mandato de Sebastián Piñera. Lo cierto es que la meta de erradicación de los campamentos, lejos de cumplirse, ha experimentado un aumento de la brecha en los últimos años. De acuerdo a un estudio de Un techo para Chile y Fundación Vivienda, desde octubre del 2019 a febrero del 2021 la cantidad de familias viviendo en campamentos aumentó en un 73,5% y el número de campamentos en el país aumentó en 20,8%. Esto quiere decir en términos prácticos que hoy 81.643 familias viven en 969 campamentos a lo largo de Chile, la cifra más alta desde 1996. Si bien este aumento explosivo se ha experimentado post estallido social y en el marco de la pandemia por COVID-19, lo cierto es que las cifras venían con una curva creciente y significativa desde el 2014.

Respecto del acceso a la electricidad, el informe antes citado, indica que un 19,94% de estos asentamientos cuentan con una conexión eléctrica para cada una de las viviendas y su correspondiente medidor formal, mientras que un 60,13% de estas familias se hacen de electricidad mediante una conexión irregular, colgándose, y el restante 19% de otras formas, como generadores, otras fuentes o sencillamente sin acceso. Estas cifras evidencian, entonces, la relación entre las colgadas y los campamentos.

Ahora bien, aunque uno de los principales motivos que se esgrime para el aumento de los campamentos, es la falta de viviendas, en el mismo informe se destaca que un 50% de las familias que llegan a vivir a campamentos lo hacen fundamentalmente por razones económicas o laborales, ya sea porque perdieron su trabajo, bajaron sus ingresos o subió el precio de su arriendo. Ante tal situación, ¿cuán real sería el objetivo de terminar con los campamentos cuando estos no solo dependen de la falta de viviendas? ¿Será acaso que los campamentos y la informalidad conforman y han conformado nuestra vida urbana y eléctrica?

Lo anterior nos muestra que el acceso a la energía eléctrica va más allá del acceso a la vivienda. Así han evidenciado las recientes solicitudes que ha realizado la distribuidora transnacional Enel, quien en segunda oportunidad, demanda la potestad de cortar el suministro eléctrico a 50 mil familias vulnerables provenientes de hogares de menores recursos que han firmado convenios con la empresa para suspender sus pagos por la pandemia.
Estas situaciones de acceso a la energía son conocidas como una de las causantes principales de lo que hoy conocemos, en parte, como pobreza energética, temática que se ha empezado a posicionar en la discusión pública y que da cuenta de una nueva arista de desigualdad, la cual se había mantenido invisibilizada y que precisa de una mirada interdisciplinaria, responsable y cuidadosa hacia ella.

Toda la visión, por tanto, de país puntero, que sintoniza con una economía verde creciente, rápida, primera en el mercado exportador, choca con un abultado número de colgadas y de entramados informales e ilegales, ahora traducidas como impagas, deudoras y dolosas ante empresas transnacionales.

Una de las mociones que la ciudadanía demanda instalar de manera constituyente es robustecer el sitial soberano y reclamar que, en las rutas y estrategias nacionales de energía para el territorio, el rol público esté presente. Junto al derecho a una energía próxima, afectiva, conocedora de que su consumo se conecta y desconecta en sintonía con las ecologías que la soportan y no sólo acceso a una energía proveniente de lejanos lugares.

El régimen eléctrico actual no puede seguir actuando únicamente bajo criterios de mercado, ignorando la importancia que tiene la electricidad como sustento básico para el desarrollo de la vida, sin considerar los abandonos de mujeres, niña/os/es, ambientes, hogares formales e informales, afectadas por formas depredadoras y extractivas de sobrevida eléctrica. Resulta entonces imperioso implicarse en la coexistencia de cuerpos y sentires al producir y demandar energía limpia, descentralizada, eficiente y respetuosa de nuestros cuerpos y territorios.

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