Por Erick Fuentes
Los resultados electorales en Chile reflejan una crisis profunda del modelo neoliberal. El sistema político democrático está perdiendo legitimidad porque, mientras asegura las ganancias del capital —como muestra la reacción de los mercados tras las elecciones—, no puede garantizar condiciones de vida dignas para la mayoría de la población. Esta contradicción se expresa en el aumento de la precariedad laboral, el colapso de las pensiones y el endeudamiento masivo.
La respuesta a esta crisis ha sido el crecimiento de la extrema derecha, que suma más del 50% de los votos válidos entre sus tres principales candidatos, junto con el populismo de Parisi (19,7%). Estos sectores ofrecen un «orden fuerte» que, en lugar de resolver los problemas estructurales, desvía el malestar social hacia chivos expiatorios —como los migrantes— y consolida un modelo que beneficia a unos pocos.
Mientras tanto, la centroizquierda ha demostrado su incapacidad para transformar el sistema. Atrapada entre el estallido social de 2019 y la ofensiva conservadora, terminó administrando un modelo que profundiza la desigualdad: hoy el 1% más rico concentra casi la mitad de la riqueza del país. En este escenario, la democracia representativa pierde consenso y depende cada vez más de la fuerza para mantenerse.
La herencia del poder patronal —que antes se ejercía en el latifundio— hoy se expresa en mecanismos financieros como el endeudamiento de los hogares y el sistema de AFP, que disciplinan a la población y transfieren recursos desde el trabajo hacia el capital.
Ante este escenario, la construcción de una alternativa al capitalismo y al autoritarismo se vuelve impostergable. Esto exige desplazar el quehacer político de la esfera electoral para concentrarlo en la disputa por la gestión y redistribución de los recursos estratégicos, forjando desde las bases la conciencia y poder de las y los trabajadores. La alternativa sigue siendo socialismo o barbarie.
Por Erick Fuentes
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