Columna de Opinión

El consumo NOS consume …

Este 5 de junio se conmemoró el Día Mundial del Medio Ambiente. Más que una celebración, debe ser una oportunidad para reflexionar profundamente: lo que cada persona hace repercute en el destino común, tanto humano como ambiental. Hoy más que nunca, urge repensar nuestras formas de habitar el planeta, nuestra casa común.

El consumo NOS consume …

Autor: El Ciudadano

Por Axel Bastián Poque González

En los primeros años del retorno a la democracia, el destacado sociólogo chileno Tomás Moulian reflexionó sobre cómo el consumo desmesurado, impulsado por el auge del Chile neocapitalista, transformó profundamente nuestra cultura, identidad y formas de vida. Bajo la exaltación del sujeto hedonista, el consumo dejó de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismo: no solo moldea nuestros deseos, sino que termina por consumirnos como personas, empobreciendo incluso nuestras capacidades humanas más esenciales, como el altruismo y la búsqueda del bien común.

En 2025, el consumo no solo nos devora como seres humanos: también está devorando al planeta. En su sentido más literal —como combustión de materia—, el mundo se está consumiendo. En Chile y Latinoamérica, lo vemos cada verano y temporada seca en los incendios que arrasan bosques, selvas y ecosistemas fundamentales, reduciéndolos a cenizas. A medida que el cambio climático avanza, los eventos extremos se vuelven más frecuentes e intensos. Inundaciones, olas de calor y frío, tormentas o sequías ya son parte del paisaje anómalo que nos asedia.

Más allá de cualquier conceptualización académica, hay una verdad ineludible: cuanto más se consume —ahora sí, en términos económicos—, más se estimulan las emisiones de gases de efecto invernadero, principales responsables del calentamiento global. Uno de los vínculos más evidentes es el que une consumo energético y crisis climática. Toda energía utilizada en cualquier parte del mundo debe ser generada en otra, y esa generación implica impactos. Durante décadas, el petróleo fue la columna vertebral de nuestras sociedades. Hoy avanzamos hacia la electrificación de la demanda y el uso de fuentes renovables para producir electricidad. Sin embargo, incluso estas tecnologías —por mucho que sean de bajas emisiones— requieren materiales, territorios y procesos industriales complejos. Y no debemos olvidarlo: el planeta, sus recursos y capacidades, son finitos. No es posible alimentar una demanda energética en crecimiento constante sin enfrentar consecuencias medioambientales.

El petróleo que quema un auto de lujo, solo para satisfacer el placer de su dueño —con todo el estilo y sofisticación que el mercado promete—, tardó millones de años en formarse por la descomposición de materia orgánica sometida a altas presiones en el subsuelo. La humanidad lo extrajo, lo refinó y lo devolvió a la atmósfera en forma de gases de efecto invernadero, intensificando el calentamiento global. Todo esto, para satisfacer el capricho de quien puede pagarlo. No olvidemos que, por sus motores más potentes, mayor peso y otras características, un auto de lujo consume más combustible y, en consecuencia, emite más que un vehículo convencional, como un citycar. Lo mismo aplica para un viaje de placer en yate, en jet o en helicóptero…

Consumir energía de forma desmesurada, sin reflexionar sobre el impacto que esto reviste en nuestra casa común, es un despropósito. Una irresponsabilidad que compromete no solo el presente, sino también el futuro colectivo de la humanidad.

Uno de los factores más críticos frente a la crisis climática es la necesidad de acción colectiva. Sin embargo, el auge de nuevas olas de extrema derecha promueve el individualismo bajo el lema de la “libertad económica”: “quien puede pagar, que haga lo que quiera”. Por cierto, no se trata de llamar a las sociedades a dejar de consumir —una economía saludable es, sin duda, esencial para el bienestar—, sino de generar conciencia sobre qué es necesario y qué no lo es. Y más allá inclusive, diferenciar cuál consumo es nocivo para el medioambiente.

El 10 % más rico de la población mundial es responsable de alrededor del 50 % de las emisiones globales. Asimismo, el 20 % más acomodado, tanto en países desarrollados como en vías de desarrollo, contribuye entre un 51 % y un 91 % al deterioro de los principales límites biofísicos del planeta (conocidos en la literatura académica como “planetary boundaries”). Límites que, si se sobrepasan, podrían poner en riesgo la permanencia de la vida humana tal como la conocemos.

Algunos países, como Brasil en el contexto del G20, han planteado la posibilidad de aplicar un impuesto a los súper ricos. Esta podría ser una medida relevante, siempre que esos recursos se destinen efectivamente a políticas de mitigación. No obstante, la urgencia del momento exige ir más allá: detener actividades insustentables y de alto impacto ambiental que, aunque innecesarias, siguen reproduciéndose a gran escala. Este desafío no es menor, considerando que muchas de esas actividades están ligadas a intereses económicos con enorme poder sobre las decisiones que gobiernan el mundo.

Este 5 de junio se conmemoró el Día Mundial del Medio Ambiente. Más que una celebración, debe ser una oportunidad para reflexionar profundamente: lo que cada persona hace repercute en el destino común, tanto humano como ambiental. Hoy más que nunca, urge repensar nuestras formas de habitar el planeta, nuestra casa común.

Por Axel Bastián Poque González


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

Sigue leyendo:


Reels

Ver Más »
Busca en El Ciudadano