Por Francesco Penaglia

El resultado del pasado domingo 16 de noviembre constituye una de las mayores derrotas electorales de las izquierdas en Chile. Ello se inscribe en un ciclo internacional marcado por fracasos, desorientación y el avance de los discursos de ultraderecha. Posiblemente, como nunca en la modernidad, estamos viendo un momento sin horizonte y esperanza, con muy pocos lugares en el planeta donde existan movimientos a referenciar.
Esto no es algo nuevo. Gran parte de las izquierdas venía arrastrando una crisis prolongada: para algunos, desde el desencanto con los socialismos reales; para otros, desde la caída del Muro de Berlín. Sin embargo, nunca faltó el fenómeno sociopolítico capaz de reavivar las esperanzas para las distintas izquierdas: maoísmo, trotskismo, revolución cubana, allendismo, 68 francés, renovación socialista, zapatismo, altermundismo, socialismo del siglo XXI, indignados o los chalecos amarillos. Hoy, en cambio, parece primar un vacío.
En nuestro caso el derrotero ha sido largo. Enmarcado en una crisis del neoliberalismo y de las instituciones políticas —cuestión que hoy pocos parecen recordar—, las izquierdas en Chile tuvieron, al igual que en gran parte del mundo, la primera opción para conducir el descontento. Tras un periodo de rearticulación y construcción de organizaciones sociales entre 1997 y 2006, y un ciclo de protestas masivas con amplio respaldo ciudadano —que instaló en la agenda temas como la educación, vivienda, pensiones, violencia de género y el daño ambiental, entre otros—, se produjo un estallido social con apoyo mayoritario, una derecha desorientada, la elección de un gobierno progresista y un proceso constituyente con una correlación de fuerzas favorable. ¿Por qué, entonces, este ciclo culmina con la peor derrota electoral y sin avances significativos para las agendas de las izquierdas? A continuación, se presentan brevemente seis puntos que, sin pretender explicar por sí solos el problema, ofrecen algunas coordenadas para interpretar y discutir sobre una crisis que va más allá de un mal resultado electoral.
1.- Dificultades para construir discursos simples. Excluyendo la Región Metropolitana, Kast en el sur y Parisi en el norte se impusieron con holgura. Kast, incluso, gana en las cinco comunas más pobres de Chile. Este fenómeno no es exclusivo de nuestro país: la base electoral de Trump en Estados Unidos, Milei en Argentina o la que tuvo Bolsonaro en Brasil se concentra igualmente en los sectores populares. Tampoco es algo nuevo en la historia. En 1925, mientras Gramsci hablaba en el Parlamento italiano sobre cómo el Partido Comunista representaba los intereses de la clase trabajadora, Mussolini lo interrumpió diciéndole que el Partido Fascista tenía más miembros. Cien años después, algunos elementos significativos parecen repetirse: la capacidad de transformar rápidamente la rabia en antagonismo hacia un enemigo concreto, mediante un eslogan simple y directo, sigue siendo un mecanismo político que las ultraderechas han sabido dominar en los sectores populares. Mensajes breves y efectivos —“parásitos”, “casta”, “comunistas”, “migrantes”, “inseguridad”— resultan mucho más fáciles de comunicar, explicar y digerir que nociones como patriarcado, decrecimiento o materialismo histórico. Ese enmarcamiento construye un diagnóstico compartido, emocionalmente inmediato.
Por supuesto, este mecanismo también tuvo éxito en las izquierdas tradicionales, cuando en el capitalismo industrial era posible personificar el conflicto en la figura del patrón. Pero esa imagen se diluye en las formas fragmentadas de producción contemporánea. ¿A quién impugna el trabajador uberizado? Hoy no está claro cuál es el marco o diagnóstico —simple, reproducible y emocionalmente potente— que permita a las izquierdas conectar con un sentimiento más generalizado de insatisfacción. Los relatos de izquierda, además de más fragmentados y diversos, suelen levantarse contra elementos más abstractos.
2.- Primacia de la identidad. Ha sido largamente discutido a nivel global la construcción de políticas identitarias por sobre materiales. En ellas la identificación se centra en la particularidad de un grupo oprimido —sexo, raza, clase, edad, orientación sexual, entre otras—, generando una esencialización de la diferencia y una política que se orienta más a la impugnación de quienes no padecen esa identificación que a la construcción de alianzas amplias. Se considera cómplices de la opresión a quienes la validan, la desconocen o la omiten, desplazando así la política como arte de persuadir, educar y construir mayorías por una práctica centrada en la denuncia y la cancelación. Sin embargo, la ofensiva de las ultraderechas contra lo woke, desde una mirada conservadora, y el deber ético de luchar contra toda forma de opresión han dificultado una revisión crítica de una agenda que, en su desarrollo, ha impulsado una política tribal y punitiva.
Como señala John Holloway, esta forma de política se ancla en una identidad que reafirma las clasificaciones impuestas, transformando las luchas universales en un mundo de particularidades individualizadas y atomizadas, que terminan fortaleciendo el sectarismo y la autodestrucción. De este modo, lejos de producir simpatía o adhesión entre las distintas causas, y de articular una comprensión universalizable de las opresiones, se generó primero un silencio temeroso —por miedo a la cancelación— y, posteriormente, un regreso del discurso conservador con rasgos de revanchismo. De este modo como advierte Susan Neiman en su célebre y polémico libro Izquierda ≠ Woke, “si quienes están en la izquierda no son capaces de denunciar los excesos de lo woke, no solo seguirán sintiéndose políticamente desamparados: su silencio arrojará a aquellos cuya brújula política no es tan nítida a los brazos de la derecha.” ¿Cuánto del rechazo a las izquierdas viene también de un rechazo a una política tribal y punitiva incompresible y distante para los sectores populares? Por cierto, el desafío para las izquierdas no es desprenderse de esas agendas, sino lograr articularlas como luchas universalizables, socialmente comprensivas y no escencializadas, menos moralizante y más convocante. Exigir ello por cierto es una ofensa para grupos que sienten llevan años de silencio y opresión y que quieren gritar a todos cuán cómplices y reproductores de las injusticias han sido las mismas izquierdas.
3.- Un problema de diagnóstico. Resulta curioso que, habiendo existido una tan extensa literatura y diagnóstico sobre el neoliberalismo chileno —la contrarrevolución que implicó la dictadura y la construcción de una subjetividad neoliberal—, esos elementos no sean considerados al momento de pensar en la sociedad en términos políticos. Ya en 1979, Jaime Guzmán declaraba que el proyecto de la dictadura requería la conformación de una nueva subjetividad, en la que todos los chilenos se convirtieran en “defensores ardientes” de la libertad económica. Desde entonces, buena parte de la producción intelectual de las décadas siguientes analizó precisamente la emergencia de un ciudadano individualista, consumista, fragmentado y despolitizado.
Sin embargo, desde el 2011 se pasó rápidamente a un diagnóstico del despertar, la tumba del neoliberalismo, y la idea de que -por razones metafísicas- el bajo pueblo había sido impenetrable a la estructuración neoliberal de 40 años. En ese tránsito, la izquierda abandonó la batalla cultural por desanclar el neoliberalismo. Aquello que en los años noventa se hacía con humildad y cautela —propio de quien se sabe derrotado y marginal— dejó de practicarse, bajo la ilusión de que las “grandes alamedas” ya se habían abierto.
Con ello se pasó por alto que gran parte del malestar, las protestas y la revuelta fueron también la expresión de la rabia y la frustración ante las «promesas incumplidas» del modelo. Buena parte de la población creyó —y aspiró— al mito del “jaguar de América”: cambiar la población por la villa, el colegio público por el subvencionado y la televisión grande en muchas cuotas. Pero, al poco andar, la villa y el colegio subvencionado se devaluaron, el título universitario -en Ues dudosas- no garantizó empleo y las cuotas en las tarjetas de las grandes tiendas se volvieron impagables, con todo salió a protestar. Hoy, posiblemente a esas personas les hace más sentido el candidato que les habla de “enchular a la vieja”, así como gran parte de la rabia por las bajas pensiones se significó con los retiros y el fortalecimiento de «con mi plata no».
4.- Falta de coherencia sobre un proyecto. Teóricos como Mark Fisher han señalado que las izquierdas no solo exhiben debilidades en sus proyectos, sino también dificultades para imaginar uno. Y, claro, cuando hablamos de “izquierdas” nos referimos a una amplia constelación de corrientes que van desde quienes reivindican un cierto primitivismo premoderno —distante del desarrollo tecnológico y orientado a formas de vida comunitarias y ancestrales—, hasta quienes consideran que el camino pasa por profundizar el desarrollo de las fuerzas productivas y conectar con las vanguardias de la innovación tecnológica, incluida la inteligencia artificial, como forma de mejorar la productividad y aliviar el trabajo. Es probable que cualquier militante de izquierdas conserve un genuino deseo de proponer un horizonte más allá del equilibrio entre economía capitalista de mercado con justicia social y redistribución. Sin embargo, ese “más allá” carece hoy de nombres, banderas, proyectos y estrategias claras. Incluso entre quienes aún lo denominan socialismo o comunismo, no existe una valoración homogénea de las experiencias históricas ni de los caminos posibles para alcanzarlo. Lo que predomina es más bien un inventario de los errores que no se quieren repetir, antes que un proyecto capaz de superar tres o cuatro consignas.
En este punto, la diferencia con la derecha es abismal. Aunque existan matices entre conservadores, socialcristianos o liberales, y aunque sus partidos y candidaturas compitan o se devoren entre sí —como ocurre desde el siglo XIX—, no hay discrepancia esencial sobre su horizonte: la profundización del modelo, flexibilización laboral, desregulación, apertura económica, subsidiariedad, focalización, privatización, reducción del Estado, baja de impuestos y eliminación de la “permisología” constituyen un marco común.
5.- Falta de estrategia de poder. Otro problema grave para la izquierda es la falta de una estrategia de poder. Salvo una dosis de ingenuidad, nadie podría creer que la orientación de las políticas y el carácter del Estado dependen únicamente del deseo del gobernante. En realidad, son el resultado de complejas relaciones de fuerza que operan dentro y fuera de las instituciones. Cuanto más poder acumule un actor —sea un grupo o una clase—, mayores serán sus posibilidades de obtener políticas favorables. Las fuentes de poder pueden ser diversas: militares, económicas, simbólico-culturales o políticas, y parte de una buena estrategia consiste en ampliar el poder propio y neutralizar el del contrario ¿qué estrategias se observan en la izquierda en los últimos años?
Tradicionalmente, su fortaleza se ha basado en la organización social, la inserción territorial y la capacidad de movilización, en ocasiones, eso articulado con poder institucional. Sin embargo, como ha estudiado Juan Pablo Orrego, en Chile se produjo un proceso de institucionalización acelerado. Mientras el MAS en Bolivia, el PT en Brasil y el FA en Uruguay tardaron ocho, 23 y 34 años respectivamente en consolidarse —tiempo en el que construyeron bases sociales, medios alternativos y organizaciones propias—, el Frente Amplio chileno lo hizo en apenas cuatro. En consecuencia, pequeñas organizaciones con pocos militantes destinaron sus energías primero a fundar el partido y luego a llenar los cargos en ministerios, subsecretarías y seremías. Esto, además, acompañado de moderación discursiva, falta de convicciones y corrección. De esta forma, se repitió algo que ya había ocurrido a comienzos de los años noventa con el retorno a la democracia: el vaciamiento de lo social. Con todo, el panorama de los últimos cuatro años ha sido devastador para las izquierdas en ese terreno: debilitamiento de las organizaciones estudiantiles, medioambientales y político-sindicales, fragmentación de los espacios de movilización y pérdida de anclaje territorial. Si a esto se le suma un gobierno de minoría -sin mayoría parlamentaria, con baja aprobación en las encuestas y una agenda pública y de los medios derechizada-, tenemos como resultado un proyecto sin poder y una banda presidencial vacía. ¿Pero cuáles son las autocriticas de esto, cuáles eran las estrategias de poder, qué explicación hay más allá de complacencias y argumentos conocidos como culpar a los medios o la ignorancia de la “gente”? No se escuchan respuestas.
6.- Miedo a la herejía. El futuro abruma a las izquierdas. Su dificultad para imaginar un proyecto alternativo es, en buena medida, el resultado de su incapacidad para comprender plenamente el presente. El capitalismo digital, la fragmentación social y el poder del algoritmo están transformando radicalmente la manera en que se configuran las relaciones sociales, anticipando mutaciones mucho más profundas que las discutidas en el siglo XX entre la sociedad industrial y la posindustrial. Pese a ello, una parte importante de la izquierda sigue anclada en los debates clásicos del siglo XIX y comienzos del XX. Esto ocurre por distintas razones: religiosidad, por apego a lo conocido; desconocimiento, por subestimar la magnitud de los cambios; o incapacidad, por no saber cómo analizar ni proyectar qué hacer en medio de la vorágine actual. Ante este panorama, las izquierdas añoran las certezas del siglo XX, y reproducir los mismos caminos.
No creo que las tareas clásicas deban descartarse, pero cabe preguntarse cómo ellas se actualizan al presente. Por ejemplo, qué rol cabe al sindicalismo cuando cerca del 70 % del mundo del trabajo se desempeña hoy por cuenta propia o en micro, pequeñas y medianas empresas; cómo construir organizaciones territoriales sólidas si la mayoría de la población no accede a vivienda estable, arrienda y rota constantemente, sin generar identidades barriales; cómo anclar ideologías, diagnósticos y proyectos colectivos en una sobreproducción digital de contenidos, donde las audiencias se hiperfragmentan y los mensajes —verdaderos o falsos— se diseñan para reforzar sesgos de confirmación; cómo realizar campañas orientadas a un público joven que reemplazó películas, discos y series por escenas de 30 segundos en tik-tok. La mayoría de las izquierdas, salvo excepciones, desde la socialdemocracia hasta las corrientes revolucionarias, parecen seguir aferradas a la esperanza de que, repitiendo las mismas fórmulas, algún día los resultados serán distintos.
En un mes más, salvo una gran sorpresa, todo indica que José Antonio Kast obtendrá una victoria contundente. Una parte de las izquierdas, sin mayores reflexiones, comenzará a prepararse para volver a competir en cuatro años —otra vez sin proyecto—; otras, esperarán que la metafísica popular vuelva a conjugar los astros para provocar un nuevo ciclo de protestas que, de algún modo, resuelva la ausencia de estrategia. Sin embargo, este momento podría ser también una oportunidad: la de cuestionar todas las religiosidades políticas —las nostalgias, los automatismos, los rituales heredados— y, finalmente, pensar de verdad el presente y el futuro.
Por Francesco Penaglia
Académico Departamento de Política y Gobierno Universidad Alberto Hurtado.
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