Es el neoliberalismo, estúpido:

Entre la crisis de sentido y la administración del malestar

La crisis institucional se combina con una crisis emocional, y detrás de ambas hay una misma raíz: un modelo que fragmenta el tejido social y convierte la vida en una competencia.

Entre la crisis de sentido y la administración del malestar

Autor: El Ciudadano

Por Gonzalo Morales

El ciclo que se repite

Cada cierto tiempo Chile vuelve a las urnas. Se renuevan rostros, estilos y promesas. Pero el guion parece siempre el mismo: se elige al nuevo administrador de un sistema que nadie se atreve a cambiar.

Durante décadas se nos ha dicho que los problemas del país son de gestión, de liderazgo o de “falta de experiencia política”. Sin embargo, lo que se presenta como una falla técnica es en realidad la forma en que el sistema está diseñado para funcionar.

El neoliberalismo —implantado a sangre y fuego durante la dictadura y perfeccionado en democracia— privatizó derechos, mercantilizó la vida y transformó al ciudadano en cliente. Desde entonces, la desigualdad y el malestar no son anomalías, sino piezas centrales del engranaje.

Los gobiernos cambian, pero el modelo no. Lo vimos colapsar con Piñera, lo vemos desgastarse con Boric, y lo volveremos a ver mientras las bases estructurales del sistema sigan intactas.

Los datos del malestar

La sensación de descontento no es intuición ni simple cansancio. Está documentada.  Según la Encuesta CEP N° 93 (marzo-abril 2025), el país atraviesa un periodo de indiferencia política y emocional. Su boletín se titula elocuentemente “Chile indiferente: cuando todo da lo mismo” (CEP, 2025). Una parte significativa de los encuestados siente que “da lo mismo quién gobierne”, reflejando un agotamiento cívico y una crisis de sentido político.

El mismo estudio identifica percepciones extendidas de decadencia nacional, inseguridad y frustración económica. A ello se suma un malestar subjetivo profundo. El Termómetro de Salud Mental ACHS-UC (2025) señala que uno de cada cuatro chilenos (24,8 %) presenta síntomas de ansiedad, y que una de cada cuatro personas entre 30 y 39 años se siente sola o desconectada (UC, 2025; ACHS, 2025). El 19 % de la población dice sentirse aislado o excluido, con niveles más altos en mujeres y adultos jóvenes (El País, 2025).

Por su parte, la Encuesta de Calidad de Vida y Salud del Minsal (2025) reporta una caída en el bienestar emocional promedio —de 5,7 a 5,4 puntos en una escala de 1 a 7— y que más del 11 % de los chilenos se siente con frecuencia sin compañía (Emol, 2025). Los síntomas depresivos moderados o severos afectan ya a una de cada siete personas, según el mismo estudio.

El país vive una paradoja: crecen las promesas de bienestar, pero también el número de ciudadanos que dicen sentirse solos, ansiosos o sin rumbo.

La crisis institucional se combina con una crisis emocional, y detrás de ambas hay una misma raíz: un modelo que fragmenta el tejido social y convierte la vida en una competencia.

La economía del alma

El neoliberalismo no solo administra recursos: administra emociones.

Nos enseña a ser “emprendedores de nosotros mismos”, a competir incluso con quienes deberían ser aliados, a medir nuestra valía por la productividad o la imagen.

Cuando el cansancio, la tristeza o la frustración aparecen, el sistema nos convence de que el problema es nuestro: que no supimos adaptarnos.

Así, el malestar se privatiza igual que la salud o la educación. El sufrimiento se convierte en negocio: terapias privadas, coaching motivacional, fármacos, aplicaciones de bienestar. Todo sirve mientras el dolor no cuestione el orden.

Como escribió Byung-Chul Han, vivimos en una “sociedad del rendimiento” donde cada cual se explota a sí mismo creyendo que se realiza. El resultado: ansiedad colectiva, vínculos rotos y una soledad estructural que se confunde con libertad.

El Estado del malestar

En este escenario, el Estado actúa como anestesista. Por un lado, castiga a quienes no encajan —migrantes, pobres, jóvenes precarizados— mediante políticas punitivas. Por otro lado, reparte bonos y subsidios que apenas alcanzan para contener la desesperanza. Ambas funciones —la represiva y la asistencial— mantienen viva la lógica del modelo.

El discurso cambia, pero la estructura no. Por eso, aunque el gobierno de Boric llegó con el impulso de transformar, se ha visto atrapado en los límites de un sistema que no permite cambios profundos sin desatar resistencias del poder económico.

El desgaste no proviene solo de errores políticos, sino de una verdad más dura: la maquinaria neoliberal devora cualquier intento de humanizarla.

Elecciones sin horizonte

Las elecciones que se avecinan no parecen distintas. Los candidatos vuelven a prometer reformas, eficiencia y seguridad, pero pocos se atreven a cuestionar la raíz: el modelo económico que concentra riqueza, endeuda a las familias y produce ciudadanos exhaustos. Mientras la vida siga subordinada a la ganancia y los derechos se sigan gestionando como mercados, ningún gobierno podrá sostener una legitimidad duradera.

El Latinobarómetro 2024 muestra que Chile está entre los países con menor confianza en sus instituciones políticas en América Latina, y que la sensación de “futuro incierto” o pesimismo hacia los próximos cinco años supera el 75 % en los segmentos jóvenes y medios (Faro UDD, 2024). La ciudadanía ya no cree que votar cambie su destino, porque ha entendido —aunque sea de manera difusa— que lo que está en juego no son los nombres, sino las reglas del juego.

El horizonte que falta

No bastan nuevos gerentes ni mejores discursos. El país necesita repolitizar la vida, devolverle contenido colectivo al bienestar y entender que la salud mental, la seguridad y la economía no son temas separados, sino expresiones de una misma estructura.

Mientras no se alteren las bases materiales —la concentración del poder económico, la privatización de los derechos, la lógica del endeudamiento—, cualquier administración seguirá gestionando el mismo malestar. El desafío no es gobernar mejor el sistema, sino atreverse a cambiarlo.

Porque si algo nos enseñan las cifras y la experiencia cotidiana es que el problema no es quién gobierna, sino qué modelo seguimos sosteniendo. Y hasta que esa verdad no se asuma, los gobiernos se sucederán como sacrificios inútiles, consumidos uno tras otro por la misma máquina que dicen querer arreglar.

Por Gonzalo Morales


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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