Por Nicolás Zárate Zavala

La nobleza de la ficción

Cada vez que hablamos de actuación inconscientemente hacemos la analogía con mentir. Como si el actor o actriz fuesen profesionales del mentir o como si el arte de actuar fuera la disciplina primigenia de la falsedad.

La nobleza de la ficción

Autor: El Ciudadano

Cada vez que hablamos de actuación inconscientemente hacemos la analogía con mentir. Como si el actor o actriz fuesen profesionales del mentir o como si el arte de actuar fuera la disciplina primigenia de la falsedad.

Desde sus inicios rituales en la Grecia antigua, aquellas fiestas orgiásticas en honor al dios Dionisio, la actuación propiamente tal habría estado ligada a una concepción religiosa, similar al fervor que hoy podría tener un sacerdote y los devotos en la misa. Si bien, en este caso la narrativa ficcional existe desde una mirada externa, quien la vive cree en aquella como si fuese una realidad.No estaríamos hablando entonces de una ficción propiamente tal sino de un rito, de un entendimiento ceremonial del festejo.

Con el tiempo, con autores como Esquilo, Sófocles o Eurípides, el teatro, aunque siguiera influenciado por la mitología y la religión, comenzó de a poco a tener un punto de vista más ligado a lo humano. Así también la mirada religiosa y teocéntrica de la Edad Media se cambió por un carácter secular en el Renacimiento, donde primó el antropocentrismo, es decir, la condición humana. Si bien, mito y religión por un lado y arte y narración ficticia por el otro, tienen un mismo punto en común, a saber, la imposibilidad de tener un sustento científico en tanto existencia, ambos difieren justamente en que los primeros se asumen reales mientras que los otros asumen la naturaleza de su verdad. Y es quizás en este asumir donde encuentro la característica más noble del arte.

En la actuación, por ejemplo, estamos obligados a caracterizar, encarnar, interpretar, a darle vida, a personajes que no somos nosotros mismos. Esto no quiere decir que el actor o actriz no le den parte de su vida. Sería absurdo, poco empático y diría imposible entender un personaje sin darle algo (sino todo) de uno. El personaje pasa por nuestro cuerpo, por nuestras emociones. Nosotros somos al mismo tiempo herramienta y artesano y sin duda que en esa fisura inconsciente, afloran nuestros propios miedos, odios, amores, locuras. Sin embargo, este acto es consciente y político. Digo político porque entiendo el arte de actuar como una opinión. No solo una demostración del virtuosismo, sino la actuación también como un espacio de reflexión y de entendimiento.

Es sabido que entre ese espacio de ficción que habitamos los actores y actrices y el espacio real, el actuar es una constante. Sin embargo, vemos una diferencia entre lo que asumimos como “realidad real” y “como realidad escénica”, donde la segunda no sería más que esa ficción puesta en práctica en un mundo ilusorio mientras que la primera sería la realidad objetiva ¿Pero ¿qué es la realidad objetiva? ¿Es que acaso no acostumbramos a vivir ficciones? ¿Es que las personas no ocupamos máscaras todo el tiempo? Como decía Marlon Brando en una entrevista, “yo creo que no podríamos sobrevivir un segundo si no pudiésemos actuar.

La actuación es un mecanismo de defensa.” Hablamos distinto cuando somos estudiantes, cuando somos profesores, con nuestros jefes, con nuestros hijos, hijas o amigas y amigos. Generamos diferentes roles dentro de distintas circunstancias. Así mismo las ficciones han sido parte fundamental de la creación del mundo. Ya lo decía el historiador Yuval Harari en su “De animales a dioses”, lo que nos diferenció de los chimpancés fue justamente la capacidad de crear mitos en común. Pudimos pasar de una socialización de cincuenta homínidos a millones de homo sapiens sapiens a partir de algún concepto en común. 

Ficciones que nos hicieron evolucionar de chimpancés a sujetos sociales gracias a un código avanzado para la comunicación verbal, simbólica y ritual. Hoy no estamos exentos de esos mitos. Según Harari el mito actual es el dinero. Pero creo que no es solo eso. Veo hoy en día, sobre todo con la espectacularidad del mundo, la necesidad intrínseca y más violenta que en otros tiempos de crear un personaje de nosotros mismos. Personajes que han trascendido al espacio real, que viven desde la virtualidad. Las ficciones se han tomado el terreno de la realidad. Los personajes ya no son encarnados por actores, sino por cualquier persona que vive su avatar en las redes sociales, o el abogado que se crea un relato para ganar el caso. O más actual aún, políticos que necesitan una narración para sumar partidarios y debilitar a sus contrincantes. Por eso crean ficciones, para llevar a cabo el total espectáculo del poder. Quien cuenta mejor esa ficción, será el triunfador en la urna. No en vano, la derecha inventa fake news porque no tiene la capacidad de generar contenido que acerque al espacio popular sin miedo ni desinformación. Es un sector desgastado en ideas, sin propuestas reales para la gente. Parecieran ser los nuevos creadores de una película de terror. Un refrito de E. A. Poe y G. Romero, pero sin la profundidad de la pluma del primero o el trasfondo crítico del segundo. Entonces, en esta selva de ficciones y espectacularidades, en este ecosistema lleno de personajes que cuentan su relato ¿somos realmente nosotros, actores y actrices, los amos de la mentira? Pareciera ser que por lo menos nosotros asumimos la esencia de nuestra verdad. Y no mentimos al ponernos los vestuarios y al darle vida a nuestros personajes.

Nosotros estamos dentro de un contrato o un rito social que comienza cuando parte la obra o la película y termina con los aplausos. Pareciera ser que es más honesto asumir la ficción y decirle al espectador ¡Hey, démonos este tiempo para creer! Por todo lo anterior, quizás la labor de nuestro arte, en un mundo donde proliferan las mentiras, sería decir más verdades y aquello es noble. Profundizar en lo humano, en lo emocional, en lo ideológico, en lo mundano y en lo espiritual. Hacer un arte consciente y crítico para y con el espectador, dentro de ese espacio que asumimos como ficticio, aunque siempre desde su esencia ritual.

Por Nicolás Zárate Zavala


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