La sombra de la visita papal del 87 que condiciona el paso de Francisco por Chile

El escenario distinto al que se vivía hace 31 años, cuando Karol Wojtyła​ llegaba a Chile, primero, a bendecir los acuerdos de la transición y, segundo, a sellar la transformación de la Iglesia Católica chilena. Por José Robredo Hormazábal / @joserobredo

Por Jose Robredo

15/01/2018

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El paso de Francisco por el país no cuenta, masivamente, con grandes expectativas. Si bien se le reconoce un discurso diferente al de Juan Pablo II y Benedicto XVI, no se percibe efervescencia social. El escenario es distinto al que se vivía hace 31 años, cuando Karol Wojtyła​ llegaba a Chile, primero, a bendecir los acuerdos de la transición y, segundo, a sellar la transformación de la Iglesia Católica chilena.

En 1987 la dictadura se encontraba en problemas ante  la intensidad de las acciones en su contra por parte de las distintas vertientes de la oposición, que tenían al gobierno de Pinochet enfrentando flancos tanto a nivel político como en las permanentes manifestaciones callejeras en su contra.

Junto con eso, la oposición concurría a definir el camino para poner fin con el régimen: reafirmar el proceso de diálogo y negociación encabezado por la Alianza Democrática (semilla de la Concertación) o reimpulsar el enfrentamiento frontal a través del movimiento social y las organizaciones subversivas, que también se encontraban en procesos complejos.

De esta forma el rol de la Iglesia fue clave. La visita de Juan Pablo II vino a definir el proceso de involución conservadora de la Iglesia Católica, que se inició con el retiro del Cardenal Raúl Silva Henríquez, quien hasta 1982 fue permanente defensor de los Derechos Humanos y fuente de denuncia de las acciones de la dictadura.

Muñeca política

Para el año 87 la tensión era máxima. Se cumplían cuatro años del inicio de las movilizaciones masivas contra el régimen de Pinochet, con una serie de paros nacionales, huelgas de hambre, ollas comunes y otra serie de acciones de protesta. Desde el gobierno la respuesta era más mano dura, siguiendo con las prácticas represivas a cargo de la CNI, asesinando y desapareciendo opositores.

Sin embargo, la presión que acorralaba a La Moneda aún no permitía a la oposición dar el paso para iniciar el regreso a la democracia, al no estar totalmente alineada en la forma de actuar ya que, por un lado, se encontraban las organizaciones políticas que buscaban negociar y, por otro, el movimiento social, que aspiraba una salida frontal.

En este escenario entró en juego la Iglesia Católica, que desde 1982 se encontraba en un proceso de renovación de cuadros. Esta tarea fue encabezada por el Nuncio Apostólico Ángelo Sodano, hombre puesto por Juan Pablo II para hacer un giro a la derecha y cuya tarea fue transformar al episcopado, pasando de uno comprometido con las causas sociales y populares, a uno elitesco y conservador.

«La visita del ’87 tiene una explicación en el marco de lo que fue el Acuerdo Nacional para la Plena Democracia firmado el 86 al amparo de la mediación del Cardenal Fresno», sostiene el académico y teólogo Álvaro Ramis, quien establece que este camino «fue la alternativa de los sectores más conservadores de la Concertación, la derecha histórica y el empresariado para darle cauce a la crisis de la dictadura abierta con las protestas de 1983».

El historiador y académico Mario Garcés ratifica dicho contexto cuando explica que el escenario político apuntaba a la negociación de la dictadura ya que «efectivamente Juan Pablo II vino en una coyuntura particular, donde la salida popular de la dictadura se encontraba debilitada, específicamente la estrategia de ‘rebelión popular’«. Y agrega: «Juan Pablo II llegó a un país con mucha efervescencia por lo que su visita abrió espacios a la manifestación pública, que serán un pretexto del pueblo para expresarse, logrando que incluso los dirigentes sociales se salgan de los guiones que la Iglesia les había predefinido«.

En este sentido, se visibiliza una oportunidad de posicionarse como actor político para la Iglesia, haciéndose del puesto de mediador entre las partes, lo que de paso vino a validar el proceso de cambios que se desarrollaba paralelamente en la estructura eclesiástica. Para esto cortó con la postura más frontal que representaba el cardenal Silva Henríquez y todos quienes le seguían.

Ramis sostiene que en esta línea cualquier acuerdo debía ser «socializado, bendecido y difundido», lo que con la visita del Papa polaco «se instaló como la vía de salida». Al mismo tiempo, el teólogo sostiene que la Iglesia buscó legitimar la operación ante los sectores conservadores críticos a partir del lema «Mensajero de la Vida», dando a entender que la visita era «una actividad pastoral».

Según Ramis, esta planificación le permitió «capitalizar todo el proceso transicional en los siguientes 15 0 20 años, quedando como el actor que legitima o no las políticas públicas en el marco de la transición. Fue una estrategia muy bien pensada por el Vaticano«.

De hecho, esto se puede verificar en cualquier debate público, donde la Iglesia ejerce un rol de metapoder, con voz y voto. Último ejemplo de esto es la decisión del presidente de la Cámara de Diputados, Fidel Espinoza, de suspender el debate del proyecto de ley de Identidad de Género, con el argumento de «no incomodar» la visita.

Regresión conservadora

Hasta los años 80 la Iglesia cumplía un rol importante a nivel social, tomando posición en materia de Derechos Humanos y convertida en medio para que los grupos que luchaban contra la dictadura y por el retorno de la democracia pudieran expresarse.

Este rol se encontraba ligado a la Teología de la Liberación, la que en América Latina tuvo su mayor crecimiento y se confirmaba en las distintas diócesis o en las parroquias establecidas en los sectores populares. Dicha expresión del catolicismo fue abiertamente perseguida durante el papado de Juan Pablo II, cuyas consecuencias las vemos en nuestros días.

Al respecto, Mario Garcés expresa que «la visita de 1987 es de un Papa conservador  y  anticomunista, que de alguna manera lideró la involución que hace la Iglesia, sobre todo para América Latina, respecto de una ‘Iglesia Pueblo'».

Esto se verifica, según Álvaro Ramis, en una política planificada de recambio del Episcopado criollo «que en 5 o 6 años pasa a ser conservador y que en los territorios rompe los vínculos sociales, cerrando la Iglesia en torno a lo que llaman ‘ la agenda valórica’, creando una clientela afín a esta derecha conservadora». Al mismo tiempo, sostiene, «le entregó, además, a las élites un marco procedimental para resolver la crisis sistémica que se vivía en el país».

En tanto, el historiador sostiene que «la estrategia de Juan Pablo II fue ir reemplazando a los obispos que se iban retirando por otros de derecha, Opus Dei, Legionarios de Cristo y, en el caso de Chile, el grupo ligado a Karadima». Con esto, explica Garcés, se concreta una transformación de la Iglesia a partir de una «política más internista, más sacrementalista que la fue separando de los contenidos sociales y políticos a los cuales había estado ligada la Iglesia de Silva Henríquez», la que se carcaterizaba por ser «más popular o nacida desde las propias bases».

«Existe un desperfilamiento de la Iglesia, de pérdida de roles sociales y políticos, que involuciona conservadora y vive una implosión de sus contradicciones con los casos de abuso», recalca Garcés.

El escaso margen de Francisco

La visita papal de esta semana se da en un escenario de quiebre entre la sociedad y la Iglesia. Es larga la lista de casos de abusos, con sus respectivas operaciones de protección a los religiosos involucrados, donde incluso el mismo Papa se ve implicado al, por ejemplo, dar su venia al nombramiento del Obispo de Osorno, Juan Barros.

Al mismo tiempo, el escenario político nacional es totalmente diferente al de hace 31 años. Un país que camina al ritmo neoliberal, a pesar de las pequeñas reformas realizadas, y que hace poco volvió a elegir a la derecha como gobierno, por lo que el margen de maniobra puede reducirse, al ser Francisco no sólo un líder religioso sino que también Jefe de Estado. «Francisco se sitúa con una postura más progresista. En Chile se encuentra con un país y una Conferencia Episcopal que está francamente a la derecha», sostiene Mario Garcés. Y agrega que con estos ingredientes «la Conferencia Episcopal no genera grandes iniciativas de bienvenida o apertura».

A pesar de su postura más progresista, el Papa se encuentra inmerso en una estructura que se sostiene en la moral impuesta, que no es la esencia del catolicismo ni lo que se vincula con la comunidad.

Por este motivo, cree Garcés, «se intenta capturar y cercar a este Papa, lo que se grafica con la misa del día martes que es con entradas, casi como para ver un show. Eso es un absurdo, pero existe un temor de expresividad popular».

A pesar de esto, la expectativa de la visita de Francisco es que pueda salirse del molde propuesto a partir de su agenda en Temuco, la reunión con las presas de la cárcel de mujeres de San Miguel e, incluso, con la posibilidad no confirmada de reunirse con las víctimas de abusos sexuales.

«Lo más interesante es que este Papa salga con expresiones que incomoden a la Conferencia Episcopal, a la derecha y probablemente al gobierno», reflexiona finalmente Garcés.

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