La intensa vida de los “Jóvenes Combatientes”

Luchadores, libres y felices: Los hermanos Vergara Toledo en la voz de sus padres

Tras su asesinato en 1985 en la Villa Francia, Eduardo y Rafael se convirtieron en un mito. ¿En qué familia y cómo crecieron? ¿En qué creían? ¿Cómo vivieron y sintieron la resistencia a la dictadura? Manuel y Luisa, sus viejos, nos lo cuentan acá.

De izquierda a derecha: Rafael, Eduardo y Pablo Vergara Toledo

29 de marzo de 1985. Eduardo y Rafael Vergara Toledo se encaminan junto a cuatro personas hacia la reconocida panadería La Castaño, ubicada en 5 de abril con Las Rejas, en Estación Central. Realizarán un homenaje a Mauricio Maigret, estudiante de 17 años y miembro del MIR asesinado exactamente hace un año por la dictadura en Pudahuel. Irrumpirán en el local comercial para hacer una “recuperación” y reunir fondos para el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, su partido.

Alguien le ha avisado a Carabineros que los hermanos andan en la calle. Una patrulla de la tenencia Alessandri -a cargo del subteniente Alex Ambler Hinojosa y formada además por Nelson Toledo Puente, Marcelo Muñoz Cifuentes y Jorge Marín Jiménez- sale armada con un fusil SIG, una subametralladora UZI y una escopeta con perdigones de goma. Dan con los jóvenes en la intersección de las calles Palena y Río Quetro. Reconocen a Rafael y lo llaman por su nombre. Decide correr por Río Quetro hacia Las Rejas. Eduardo, su hermano, lo sigue. El resto del grupo consigue arrancar por otras calles.

Los Vergara Toledo son cercados. A Eduardo lo matan inmediatamente con una ráfaga de metralleta por la espalda. Rafael anda con un revólver calibre 22, un “matagatos”, que no le sirve para hacer frente al poder de fuego de los policías. Al escuchar los disparos que terminaron con la vida de su hermano, decide devolverse. Lo ametrallan a la altura de los glúteos. Queda parapléjico, no puede moverse, solo arrastrarse, así es que eso hace para llegar a Eduardo que yace muerto en el suelo.

Lo suben al furgón de Carabineros. Marín Jiménez tiene la tarea de matarlo en algún lugar alejado del sector. Ya había llegado gente a ver lo que ocurría. Lo llevan a la Comisaría y ahí le quitan la vida, para luego traer de vuelta su cuerpo y ponerlo junto al de su hermano. Muchos años más tarde, Hinojosa y Toledo serían condenados a 7 años de prisión. Hoy ya están libres. Marín, en tanto, recibió 10 y continúa preso.

¿Quiénes eran Eduardo y Rafael? ¿Qué representaban en la Villa Francia? ¿Por qué desde esa jornada se convierten en el símbolo de cada 29 de marzo, el Día del Joven Combatiente? Acá hablan de ellos Manuel y Luisa, sus formadores naturales, los padres de los míticos hermanos Vergara Toledo.

DEMOCRACIA, POLÍTICA Y RELIGIÓN

El matrimonio Vergara Toledo arribó a la Población José Cardán en 1962. Seis años después, frente a ellos se comenzaría a levantar lo que hoy conocemos como la Villa Francia. “Era una toma. No tenían luz ni agua. Nosotros les pasamos y desde entonces empezamos a ir con los chiquillos a conocer a la gente que llegaba, y de ahí nunca más nos alejamos. Veníamos prácticamente solo a dormir a la casa”, recuerda Luisa.

Manuel Vergara y Luisa Toledo. Foto: Daniel Labbé

Definitivamente, la lógica consciente de los Vergara Toledo moviéndose en bloque, como un clan, marcaría para siempre a Pablo, Eduardo y Rafael, los tres hijos hombres de la familia y quienes vivieron en carne propia la crueldad de la dictadura. Más tarde nacería Anita.

“Nosotros, conscientemente, conversamos de criar a los niños de forma diferente, respetarlos como personas, y entonces fueron criados así, con algunos límites, pero libres desde chicos”, cuenta Luisa. “Se criaron en un ambiente democrático. Yo siempre he dicho que en el hogar tiene que haber una democracia, para que los niños tengan una visión de cómo puede ser la relación entre las personas en la sociedad”, añade Manuel.

Junto con ese espíritu, la historia de los Vergara Toledo está ineludiblemente acompañada de un correlato político-religioso, el que ciertamente tiene parte importante de su origen en Manuel, el padre. Él era obrero en Cobre Cerrillos y un reconocido dirigente de la Juventud Obrera Católica. Luego, junto a Luisa, ingresaría a trabajar en la Vicaría de la Solidaridad.

“Manuel me enseñó la riqueza de ser parte de este mundo de los pobres, de los trabajadores”, dice ella. “Luego -agrega- con ‘la Comunidad’ empecé a aprender que yo era una persona importante; ya no era solo Manuel. Mariano Puga, una de las cosas buenas que enseñó era que cada persona es importante -y no solamente los hombres-, sino que las mujeres, los niños. Entonces me di cuenta que tenía cosas que decir, di un salto y después con los chiquillos di otro, y ahí me metí en la cosa política, aunque nunca fui de partidos”.

Cuando Luisa habla de “la Comunidad” se refiere a la Comunidad Cristo Liberador de la Villa Francia, creada en 1974. “Fue una experiencia realmente maravillosa, muy importante en la vida de la gente, a mí me la cambió. La figura de Jesús en cada uno de nosotros -el sufriente, el que estaba desaparecido, el que no tenía pega, el que no tenía qué comer, el que estaba metido en las drogas- todo era Jesús”, reflexiona la madre de los Vergara Toledo.

“El Rafael se enamoró de ese Dios que nos presentaron. Uno liberador, que te exigía compromiso, entrega, para el que los sacramentos no eran ir a comulgar sino que estar con aquel que necesitaba fuerza para la lucha”, explica Manuel. Un llamado que cautivó a un gran número de jóvenes de la Villa Francia. “Muchos de aquí, que después fueron combatientes y tomaron las armas, participaron de ‘la Comunidad’”, dice. Uno de ellos fue Rafael.

LA URGENCIA DE RAFAEL

Rafael Vergara

Rafael Vergara Toledo, el más pequeño de los tres hermanos hombres, nació un 26 de enero de 1967, casi en la puerta del hospital, a punto de venir al mundo en el taxi en el que se trasladaban Manuel y Luisa. “Era libre en todo sentido, nació libre, todo era urgente para él”, dice su madre. De niño, si no estaba dedicando gran parte de su tiempo a mirar en el suelo insectos y hormigas con un microscopio, andaba encaramado en un árbol, en la parte más alta de los juegos de la plaza. “Yo pasaba en la posta con él porque era muy intruso, se metía en todas partes, era impetuoso, vivió urgentemente toda su vida, vivió plenamente todo”, apunta Luisa.

De todos los hermanos, Rafael es lejos el que más encarnó ese espíritu de fusionar lo político con lo religioso, extremando -como le ordenaba su ímpetu- su participación en cada uno de esos ámbitos. Junto con abrazar la cruz, Rafael tomó la decisión de crear las brigadas de autodefensa en Villa Francia. Luego, partió a prepararse a las milicias del MIR para tomar las armas. No tenía 18 años.

LA AUSTERIDAD DE EDUARDO

Cuando Manuel y Luisa se casaron en diciembre de 1962 ella quería comprar un refrigerador. “Yo le dije que no porque eso ‘era de ricos’”, recuerda sonriente su esposo, con la complicidad de su mujer, quien agrega: “Menos una lavadora”.

Los padres de los Vergara Toledo traen al presente este hecho para explicar de dónde vendría una de las principales cualidades de Eduardo, nacido en 1965: la austeridad. “Fue un joven muy sencillo, con mucha influencia mía, creo, porque yo tenía una formación obrerista, donde lo importante es vivir con lo mínimo; bien sí, pero de forma sencilla”, señala Manuel.

“Cuando estaba joven usaba unos zapatos de gamuza con suela de goma, baratos, los más malos. Andaba con esos y siempre con un pantalón gris y una camisa blanca. Para un cumpleaños le regalé un par de zapatos de cuero, buenos. Me dijo: ‘¡¿Qué te crees tú, que yo soy un burgués de mierda?! ¡¿Cómo me compras este tipo de zapatos, jamás los voy a usar?!’”.

Eduardo Vergara

“Eduardo era muy especial, un poco para adentro, no era tan expresivo como el Rafa, era más introvertido, pensante, reflexivo”, recuerda Luisa, quien cuenta que por eso se sorprendió cuando se enteró que en el Pedagógico, donde estudiaba su hijo, sus compañeros lo describían como un tipo bueno para hablar, un “orador”. “Tenía una gran claridad política, un discurso coherente. Dejó un gran ejemplo para los estudiantes universitarios. De hecho, el pabellón de Historia tiene su nombre”, destaca hoy su padre.

PABLO, “EL MAESTRO”

Una cualidad que Eduardo compartiría con Pablo, el mayor de los Vergara Toledo, muerto posteriormente, en 1988, en circunstancias distintas a las del 29 de marzo de 1985, tras la explosión de una bomba en Temuco.

“Del Pablo yo aprendí mucho. Era un ‘maestro’, como le decían los cabros acá. Fue el que nos educó a todos en la cuestión política”, recuerda Luisa de su hijo, quien llamaba también la atención por una admiración y búsqueda permanente de conocimiento en los más grandes. “Le gustaba hablar con los viejos, porque sabía que tenían experiencia. Se pasaba horas escuchándolos, aprendiendo. Visitaba muchas casas, caminaba mucho”, releva Manuel.

Organizador destacado de la resistencia a la dictadura en la Villa Francia, Pablo es orgullosamente recordado hoy por sus padres por una premisa que llevaba adherida a su accionar como un tatuaje. “Decía: ‘no hay que usar a la gente, hay que quererla, no solamente ir a pedirle la casa para guardar alguna cosa y después nunca más ir a verlas. Cuando no hay nada, llevarles algo, tomar algo con ellas, cuando estén enfermos’”, rememora Manuel.

EXPULSIONES Y ALLANAMIENTOS, EL INICIO DE LA PERSECUCIÓN

Siendo los Vergara Toledo cosa brava en la Villa Francia, difícilmente no iba a ocurrir lo mismo en sus lugares de estudio, espacios históricos de resistencia. A Rafael lo echaron del Liceo de Aplicación en 1983. En todas las protestas en donde estaba lo tomaban preso. “Lo tenían ‘encuadrado’, como se decía en ese tiempo”, cuenta Manuel.

Ese mismo año a Eduardo lo expulsaron del Pedagógico. Junto a otros dirigentes de la Unión Nacional de Estudiantes Democráticos (UNED) se tomaron la rectoría por alrededor de un día y una noche. Hicieron firmar al rector en un papel de cuaderno su renuncia, pero todo se terminó cuando entró la represión al campus.

Para los papás de los Vergara Toledo estos hechos no son aislados. Son más bien una suerte de capítulos dentro de la historia de persecución que aseguran padecieron y que determinó que aquel 29 de marzo de 1985 una patrulla saliera en busca de sus hijos armados de la forma en que lo hicieron.

“Lo que hacía la dictadura era seleccionar a las familias que hacían más revuelo en el sector, mayor resistencia, los que llegaban más a la gente”, dice Luisa. Junto a las detenciones vinieron los allanamientos. En marzo del ‘84 fue el primero, recuerdan. “Nos robaron todo: el equipo de música rasca que teníamos, el televisor rasca, la Biblia, libros, enciclopedias, la guitarra de los chiquillos, un reloj, unas frazadas, instrumentos de Pablo de Arquitectura, sus planos -dijeron que eran para volar no sé qué lugar- y, bueno, algo de plata que teníamos. Fue un saqueo”, relata Toledo.

Luego, en agosto de ese mismo año, los allanan nuevamente. Entremedio, hubo otras detenciones de los muchachos. Ya no podían seguir viviendo allí. Deciden pasar a la clandestinidad.

CLANDESTINOS

Un día, Meri, una mujer que ayudó mucho durante esos años de resistencia en la Villa Francia, se estaba bañando en su casa cuando de pronto sintió ruido, alguien cuchareaba al interior de su hogar. “¿Quién anda ahí?”, gritó. “Soy yo Meri, que pasé a comer porque tengo hambre”, le respondió Rafael Vergara Toledo desde la cocina.

Con esa suerte de anécdota grafican hoy Luisa y Manuel el curioso período de sus hijos en la clandestinidad, previo al asesinato de Rafael y Eduardo, y cuya fragilidad se evidenciaba igualmente cuando acordaban que su madre -quien había aceptado ser su “ayudista”- debía encontrarse con alguno de ellos.

“Hacíamos ‘puntos’, jajaja”, recuerda de manera jocosa Luisa. Como aquella vez en que quedaron de juntarse en la avenida Santa Rosa con Rafael. Él le pidió que fuera con un niño para que, “por favor”, no se acercara a él. Fue entonces acompañada de un muchacho que vivió con los Vergara Toledo un tiempo. “Le dije: ‘mira, nos vamos a juntar con una persona y tú le vas a entregar este sobre, pero por favor no hagas ni un gesto de que lo conoces, solo se lo pasas’”, recuerda Luisa. Iban caminando por la vereda, cuando por la de enfrente venía su hijo. “¡Tía: el Rafael!”, gritó el niño, echando nuevamente por tierra el plan que habían preparado. “Corrimos los dos y le dimos un abrazo”, recuerda hoy entre risas Luisa.

“INMENSAMENTE FELICES”

“Lo más importante que nosotros aprendimos como pareja, es que el mayor regalo que le pueden dar los padres a sus hijos es la libertad. Eso para mí es lo más sagrado, lo más significativo, criar a los hijos en libertad”, sostiene Manuel.

“Lo importante de todo esto no es la victimización. Eso de que ‘pobrecitos mis hijos que los mataron’. No, nosotros sabíamos en lo que estábamos metidos”, apunta Luisa, quien plantea que su experiencia de vida como familia no siempre es comprendida por todos. “Yo trabajo con mujeres en el sector y después de lo que pasó con ‘los niños’, muchas de ellas me han dicho: ‘nosotros escondimos a nuestros hijos durante la dictadura’, ‘cuando uno tiene hijos tiene que pensar’. ¿Eso quiere decir que entonces nosotros fuimos los tipos más locos porque no pensamos? ¿Que tuvimos hijos y los dejamos botados? ¿Eso nos quieren decir? No se trata de eso, es algo mucho más profundo, no se trata de desligarse de los niños, sino de que tomen decisiones, de que hagan su vida”, reflexiona.

Tras la muerte de Eduardo y Rafael, Manuel y Luisa deciden que Pablo y Anita deben salir al exilio y estando en él denunciar lo que en Chile le han hecho a sus hermanos y a tantos luchadores contra la dictadura. Sus padres se quedan en el país para hacer lo mismo, tarea que hasta el día de hoy realizan solidariamente. Manuel, orgulloso de lo obrado, recuerda y releva ante todo una breve frase que su hijo mayor le escribió en una de sus cartas: “Fuimos inmensamente felices como familia”.

Reportaje publicado en la edición n° 208 de El Ciudadano.

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