Ni de izquierdas, ni de derechas: La muerte del viejo mundo y ese claroscuro donde surgen los monstruos

"Si la diferencia política deja de tener significado, no será porque hayamos arribado a algún extraño paraíso donde todos tenemos la misma definición del bien común..."

Por Absalón Opazo

19/04/2021

Publicado en

Chile / Columnas / Política

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Por Eduardo Alvarado Espina, analista político e internacional, Doctor en Ciencias Políticas e integrante de Territorio Constituyente

Francia, 1789. Se convocan los Estados Generales, una asamblea compuesta por nobles, clero y estado llano, este último conformado por comerciantes, artesanos y campesinos. La historia dice que en dicho lugar, previo a la revolución, se acuñaron los términos izquierda y derecha. A la izquierda de la asamblea se sentaron quienes se oponían al régimen monárquico, mientras que a la derecha se ubicaron sus defensores. A partir de este simple gesto, el cambio y la emancipación comenzaron a identificarse con la izquierda, mientas que la conservación del orden vigente con la derecha.

Desde su origen hasta hoy, el eje ideológico izquierda-derecha ha ido adecuándose a los cambios de época. En un primer momento, las posiciones de izquierda las representó el liberalismo y las de derecha el conservadurismo. Posteriormente, la categoría izquierda correspondió a las ideas socialdemócratas, socialistas y comunistas, mientras que a la derecha se ubicaron las conservadoras, liberales y cristiano-católicas. Estas categorías ideológicas se han mantenido vigentes por más de dos siglos. No obstante, desde hace poco más de una década parecen no tener mayor significado para una parte importante de la ciudadanía.

“Ni de izquierdas, ni de derechas”, una sentencia que cada vez se hace más común en el Chile post 18 de Octubre. Una expresión que no es tan nueva, ya que estudios revelan que desde 2015 en el país cada vez menos gente se autoidentificaba en el eje izquierda-derecha. Tampoco es una particularidad de nuestra sociedad. Años atrás, con las protestas masivas del movimiento de los indignados en diferentes países del sur de Europa en 2011 esta no identificación también se generalizó. Incluso, en su momento el partido Podemos en España y el Movimiento 5 Estrellas en Italia cimentaron su ascenso sobre este vacío ideológico, aunque desde posiciones diferentes, Podemos desde la estrategia populista, 5 Estrellas desde el neofascismo.

¿Cómo se explica que en diferentes lugares se produzca una señal tan clara de alejamiento del clivaje ideológico por antonomasia? Algunas respuestas a este interrogante podrían estar en tres hechos correlacionados. El primero, una indiferenciación ideológica de las élites que se turnaron en los diferentes gobiernos de las últimas décadas. El segundo, la decadencia del régimen de gobierno representativo con sufragio universal, mejor conocido como democracia representativa o democracia liberal. El tercero, el profundo apoliticismo que introduce la sociedad de mercado.

En nuestro país se sigue hablando de los gobiernos del eje socialcristiano (ex Concertación) como gobiernos de la centroizquierda. Una etiqueta que hoy no dice mucho, porque ninguno de los gobiernos de los últimos treinta años ha representado las ideas que caracterizan a las posiciones de emancipación popular e igualdad social. Fueron más bien el lado amable del statu quo neoliberal. Algunas de sus principales políticas sociales de esta “centroizquierda”, becas focalizadas para educación superior disfrazadas de gratuidad y pensiones básicas solidarias para no modificar el sistema de AFP, no serían más que pisos mínimos de vida para la derecha en muchas democracias avanzadas de Europa. En realidad, ya fuera por convicción o incapacidad, su mayor apuesta fue paliar los efectos segregadores de la sociedad de mercado con bonos y créditos que acabaron estigmatizando mucho más la pobreza.

Entender la realidad desde el marco ideológico de la derecha, hizo indiferenciable a partidos que por origen e historia debían representar los intereses, valores e ideas de igualdad, justicia y emancipación social de aquellos que representan todo lo contrario.

Aunque sería una exageración decir que todos los partidos políticos son lo mismo, la no impugnación del ideario neoliberal por parte de los referenciados partidos de centroizquierda los alineó con la derecha. Su temprana aceptación de una derrota ideológica en los años noventa los acomodó al marco teórico conservador y mercantil. Una verdad confesada en 1997 por Edgardo Boeninger, uno de los principales ideólogos de la ex Concertación, en su libro “Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad”. No está demás añadir que, como consecuencia de esta indiferenciación, las personas dejaron de ver en las elecciones un instante en que se jugara algo relevante para sus vidas. De esta forma, se desdibujó la división entre izquierda y derecha tal como advirtió Chantal Mouffe hace unas décadas atrás.

Asimismo, vivimos una crisis del formato pseudo participativo de la democracia liberal o, mejor dicho, del gobierno representativo con sufragio universal, la cual se evidencia tanto en la escasa adhesión que generan los diferentes partidos -especialmente aquellos que dicen representar las ideas de izquierda-, como en la baja participación electoral de las clases bajas. No es una coincidencia que la brecha de representatividad afecte casi exclusivamente a los partidos de oposición al actual Gobierno.

Sin lugar a duda, la brecha que existe entre ciudadanía y sistema político también tiene una explicación en la ilegitima influencia que ejerce la élite empresarial en la política. Sabido es que casi todos los partidos políticos, de una manera u otra, han recibido financiamiento para sus campañas electorales por parte de las grandes fortunas del país. Un hecho que, por lo demás, hoy resulta incuestionable gracias a los casos de la ley de pesca o ley Longueira, y el financiamiento ilegal de la política del grupo Penta y SQM. Estos últimos sin ninguna sanción civil ni penal debido a que el Servicio de Impuestos Internos desistió en su acusación contra los empresarios implicados. Así se constata año tras año en la encuesta de Latinobarómetro, que en su último informe (2020) muestra que para el 86% de la población, en Chile se gobierna para los “grupos poderosos en su propio beneficio”.

Ahora bien, la fatiga de material es global. Básicamente, seguimos utilizando los mismos procedimientos para la resolución de conflictos políticos que en el siglo XIX, junto a una adaptación de recetas económicas del siglo XVIII. Esto conlleva tener sociedades escasamente deliberantes, las que a su vez generan consumidores de política (clientes) y no una ciudadanía crítica que controle y sancione a quienes ocupan un cargo político. En esta relación ya no importa la disputa entre propuestas colectivas, sino aquella en que los individuos ofrecen resolver mi sensación de agravio personal mediante el mercadeo electoral. En esta relación banal y personalizada se pierde de vista la composición general del orden social, centrándose la ciudadanía solo en los detalles de su funcionamiento.

De esta manera se llega al estallido social en octubre de 2019, el cual acentúa la crisis de representatividad del sistema político. Con él, se instaló con más fuerza la idea de que “izquierda y derecha son lo mismo” o que “todos los partidos son iguales”. Estas dos aseveraciones se convierten en hechos indiscutibles en las conversaciones de los comunes. Opiniones que no encuentran en la política tradicional interlocutor válido. Y aunque ambas no son más que un mantra de desafección, la generalidad desde la cual se expresan las hace peligrosas.

Al tenor de lo que las propias élites políticas propiciaron durante décadas en nombre de la estabilidad económica neoliberal, esta enajenación y desvinculación de la política no es más que su resultado natural. La deliberación económica fue secuestrada por una supuesta experticia de los economistas del sistema. Como señaló Mouffe, la ideología del mercado requiere que el espacio de la política quede disociado del espacio de la economía.

Así se ha instalado, por sobre todas las demás diferencias que habitan en una sociedad heterogénea y compleja, el clivaje élites/pueblo. No importa si quienes son parte del supuesto pueblo sean chauvinistas patrioteros amantes de la pena de muerte o ecologistas defensores de los derechos de los animales. Emerge así el momento populista, donde el bosque de valores, intereses e ideas se mueve en un sola dirección para sacudirse de las viejas élites. No obstante, si este movimiento no se sutura mediante métodos de real participación democrática, el resultado puede ser contrario al originalmente buscado. En otros términos, y como diría Gramsci, estamos en ese momento en que el viejo mundo no acaba de morir, mientras el nuevo no acaba de nacer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos.

Seguramente, recuperar el clivaje ideológico no es el late motiv de este trance histórico, pero tampoco lo es el pretender vaciarlo definitivamente de contenido. Si la diferencia política deja de tener significado, no será porque hayamos arribado a algún extraño paraíso donde todos tenemos la misma definición del bien común. Al contario, de llegar a ese instante, estaremos al borde del precipicio, siguiendo probablemente las promesas de un(a) mesías que no tendrá mayor pretensión que la de satisfacer sus intereses personales a toda costa. Para evitar este escenario, es vital retomar y reorganizar proyectos colectivos que puedan ser representados -y representarse- en la esfera pública. Para conseguirlo, las fichas deben colocarse en la politización del proceso constituyente, dando centralidad al primer antagonismo a resolver, el ideológico. En otras palabras, asumir desde un comienzo la lucha cultural por el sentido común, la que sí es de izquierdas y de derechas.

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