El espejismo del “no pago”:

Por qué la promesa de José Antonio Kast es una bomba contra la justicia territorial

Si Kast elimina el impuesto para la primera vivienda, ese mecanismo de solidaridad territorial se desarma. Las comunas con menos ingresos propios tendrían que depender más del presupuesto central —si es que llega— o recortar programas esenciales. La promesa de alivio individual se convierte así en una pérdida colectiva.

Por qué la promesa de José Antonio Kast es una bomba contra la justicia territorial

Autor: El Ciudadano
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Por Verónica Aravena Vega

Yo crecí escuchando esta frase: “algún día tendrás la casa propia”. La casa, en el imaginario chileno, es el último refugio del esfuerzo, el símbolo de haber “salido adelante”. Pero en el país del endeudamiento infinito, la casa nunca es del todo nuestra. Primero se la debemos al banco; después, al Estado, bajo la forma de contribuciones. Y ahora José Antonio Kast, en un gesto populista de precisión quirúrgica, promete liberarnos de ese último lazo: abolir el pago de contribuciones para la primera vivienda. “Que nadie pague por vivir en lo que ya compró”, dice, como si la justicia fiscal fuera un castigo y la propiedad, un derecho divino.

Suena dulce. Pero detrás de esa música hay una trampa.

Según el programa republicano, la medida eliminaría gradualmente el impuesto territorial —lo que llamamos “contribuciones”— para la primera vivienda, comenzando por los adultos mayores. Kast estima que esto costaría al fisco cerca de US$380 millones y beneficiaría a unas 750 mil viviendas. Dice que es un acto de “justicia para la clase media” y que “nadie debería pagar por algo que ya compró”.

Lo que no dice es que la mayoría de las viviendas en Chile ya no paga contribuciones. Menos del 25 % de los inmuebles habitacionales están afectos a este impuesto, es decir, sólo alrededor de 1,3 millones de viviendas de un total de más de ocho millones. Las que sí pagan se concentran en comunas de altos avalúos: Providencia, Las Condes, Vitacura, Ñuñoa, Lo Barnechea, y ciertos barrios de Viña del Mar, La Serena o Puerto Varas.

Entonces, ¿a quién “libera” realmente Kast? A propietarios que ya se encuentran dentro de los tramos más altos de patrimonio urbano. No a la señora del pasaje que aún paga dividendos, ni al allegado que vive con su familia en una casa de 60 metros cuadrados. El proyecto se viste de justicia social, pero su tejido es de privilegio.

El impuesto territorial no es un capricho: es la principal herramienta de redistribución entre comunas que tiene el Estado chileno. De los más de $2,5 billones de pesos recaudados anualmente por contribuciones, cerca del 60 % va directo al Fondo Común Municipal (FCM). Ese fondo —aunque imperfecto— permite que una parte del dinero que se recauda en comunas ricas financie servicios en comunas pobres.

Gracias a ese flujo, municipios como La Pintana, Cerro Navia o San Ramón pueden mantener programas de salud primaria, becas escolares, mantención de calles, luminarias, aseo urbano y atención social básica. Es decir, el pago que hace alguien en Vitacura o Las Condes contribuye, indirectamente, al bienestar de quienes viven donde la inversión pública no alcanza.

Si Kast elimina el impuesto para la primera vivienda, ese mecanismo de solidaridad territorial se desarma. Las comunas con menos ingresos propios tendrían que depender más del presupuesto central —si es que llega— o recortar programas esenciales. La promesa de alivio individual se convierte así en una pérdida colectiva.

Kast repite que las contribuciones son una “doble tributación”, porque se pagan incluso después de haber comprado la casa. Pero esa narrativa ignora un principio básico de justicia fiscal: el impuesto no se cobra por haber adquirido, sino por poseer un patrimonio que genera valor social y territorial.

El suelo urbano, las calles asfaltadas, los colegios cercanos, la seguridad, la conectividad: todo eso aumenta el valor de una vivienda, y todo eso lo paga la comunidad a través del Estado. Las contribuciones son la manera en que quienes se benefician de ese entorno devuelven una parte de ese valor al bien común.

Abolirlas es negar que la propiedad es también un producto colectivo. Es volver al mito neoliberal del individuo autosuficiente que no le debe nada a nadie, incluso cuando su bienestar depende de miles de infraestructuras y servicios compartidos.

Imaginemos el efecto real de esta medida. En comunas como Vitacura o Lo Barnechea, el impacto sería mínimo: tienen ingresos propios, fondos privados, patentes comerciales y un tejido económico robusto. Pero en comunas como San Bernardo, Pudahuel, Renca o Chillán Viejo, donde las contribuciones y el FCM son vitales, la eliminación podría traducirse en menos programas de vivienda, menos mantención de plazas, menos becas, menos salud municipal.

Lo que hoy es desigual, se volvería abismal.

El Chile de los espejismos neoliberales —ese que nos hizo creer que el mérito individual podía corregir las injusticias estructurales— se fractura un poco más cada vez que se debilitan los mecanismos de redistribución. Las contribuciones no son sólo un impuesto: son un instrumento de cohesión territorial.

Y cuando se ataca esa cohesión, se ataca la posibilidad misma de tener un país común.

Hay algo profundamente simbólico en esta propuesta. Kast no busca sólo aliviar a los propietarios; busca reconfigurar el sentido del Estado. Su discurso sugiere que el Estado es un ente que “quita” en vez de garantizar derechos. Así, toda contribución se vuelve castigo, todo impuesto se transforma en robo. Es una estrategia de erosión moral: convertir la solidaridad en sospecha y el bien común en opresión.

No es casual que su campaña insista en frases como “el Estado se mete en tu casa”. Se trata de una operación ideológica: reinstalar la fantasía de que la propiedad privada es el único refugio frente al caos, el último bastión de la libertad individual. Pero esa libertad tiene precio, y se paga —como siempre— con el dinero de los que menos tienen.

Eliminar las contribuciones es romper el contrato social que sostiene la justicia territorial. Es olvidar que el impuesto territorial fue diseñado, precisamente, para corregir la desigualdad espacial que dejó el mercado inmobiliario.

En Chile, la brecha entre comunas ricas y pobres se mide también en metros cuadrados por habitante, en calidad del aire, en acceso a parques, en número de consultorios, en inversión por niño en escuelas municipales. Todo eso está atado, directa o indirectamente, al financiamiento que proviene de las contribuciones.

Si se elimina ese flujo, las comunas ricas seguirán hermosas y autosuficientes; las pobres se quedarán sin respiro. La desigualdad ya no será sólo de ingresos: será de territorio, de aire, de vida.

La medida de Kast encarna lo que el filósofo Byung-Chul Han llama “la desaparición de lo común”. El gesto populista que promete liberar al ciudadano de impuestos destruye, en el fondo, el principio de comunidad. Nos dice: “cada uno por lo suyo”.

Pero no hay libertad posible en un país donde el municipio más pobre no puede barrer sus calles. No hay dignidad en la casa propia si al salir a la vereda encuentras abandono, basura, oscuridad. No hay justicia en una nación donde el privilegio fiscal se bendice como mérito y la contribución al bien común se criminaliza como castigo.

El problema no es que las contribuciones existan: es que no todos las pagan como deberían. Grandes empresas inmobiliarias, holdings de inversión, incluso iglesias, mantienen terrenos exentos o subdeclarados. La evasión y las lagunas normativas cuestan más que lo que Kast pretende “ahorrar” con su medida.

Si de justicia tributaria se trata, el debate debería ser cómo mejorar la progresividad del impuesto territorial, no cómo eliminarlo. Por ejemplo: actualizar los avalúos fiscales para que reflejen el valor real de mercado, revisar las exenciones injustificadas, o aumentar la porción que va al Fondo Común Municipal.

Pero Kast no busca justicia: busca votos.

Lo que está en disputa no es sólo un impuesto, sino el modelo de sociedad que queremos sostener. ¿Queremos un país donde cada propietario se salve solo, o uno donde cada casa, cada calle y cada comuna estén unidas por la responsabilidad compartida?

Personalmente, no quiero vivir en un país donde la idea de justicia se reduce a pagar menos. Prefiero un país donde la justicia se mida por la capacidad de cuidarnos entre todos, donde los impuestos no sean vistos como cadenas, sino como los hilos invisibles que mantienen unido el tejido social.

Kast nos vende libertad, pero entregará desigualdad. Nos promete alivio, pero dejará tras de sí municipios más pobres, barrios más desiguales y un Estado más débil. Es, en definitiva, una medida neoliberal de vieja escuela, revestida de empatía populista.

Y lo más grave: es una invitación al egoísmo como proyecto de país.

Por Verónica Aravena Vega

Doctora en Estudios de Género y Política, Universidad de Barcelona. Máster en Masculinidades y Género. Máster en Recursos Humanos. Máster en Psicología Social/Organizacional. En Instagram


Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.

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