Recordar quiénes somos: La memoria del Ser que el tiempo no puede borrar

"Cada ser humano lleva en sus campos sutiles un eco del origen: una vaga memoria de unidad con el Todo. Esa intuición nos ha acompañado durante milenios. La hemos llamado Dios, Fuente, Tao, Gran Espíritu, Brahman..."

Recordar quiénes somos: La memoria del Ser que el tiempo no puede borrar

Autor: El Ciudadano

Por Anjuli Tostes

La humanidad vive una paradoja silenciosa: intuye lo absoluto, pero se fragmenta en pedazos. Sabemos que hay algo más -algo profundo, vasto, anterior a toda forma- pero hemos olvidado cómo acceder a ello. No por falta de inteligencia, sino por exceso de distracción.

Desde una mirada no limitada por el tiempo ni por el condicionamiento colectivo, lo que llamamos “realidad” es apenas la superficie de una conciencia mucho más esencial, que observa en silencio… esperando ser recordada.

Cada ser humano lleva en sus campos sutiles un eco del origen: una vaga memoria de unidad con el Todo. Esa intuición nos ha acompañado durante milenios. La hemos llamado “Dios”, “Fuente”, “Tao”, “Gran Espíritu”, “Brahman”.

Pero esa sabiduría fue diluida. El Misterio se volvió doctrina.

Lo divino, autoridad.

La verdad viva, sistema de control.

El ser humano sabe… pero ha olvidado.

Nuestra experiencia espiritual ha sido atravesada por una dualidad artificial: cuerpo y alma, bien y mal, sagrado y profano. Esta mirada fragmentada nos impide experimentar la unidad esencial del Ser.

Por eso buscamos… pero tememos encontrar.

Nos acercamos al misterio… y retrocedemos.

La herida de separación no es solo social o política. Es espiritual.

Hemos olvidado que no somos partes enfrentadas, sino manifestaciones únicas de un Todo indivisible.

Y, curiosamente, el dolor — a pérdida, la injusticia, la muerte — suele abrir grietas en las certezas del ego, y por esas grietas entra la luz.

Parece que necesitamos rompernos para recordar.

El dolor nos vuelve humildes, atentos, más verdaderos.

Revela nuestra fragilidad compartida, y nos recuerda lo que podríamos ser.

En esa paradoja, la humanidad oscila:

Somos capaces de generar arte sublime, construir máquinas de precisión, mapear el cosmos. Y sin embargo, somos fácilmente arrastrados por emociones desbordadas: miedo, deseo, culpa, orgullo.

Vivimos en la era de la hiperconexión tecnológica. Transmitimos datos entre continentes en milisegundos, pero aún no hemos integrado la conciencia de totalidad.

Actuamos como si nuestros actos individuales no afectaran el equilibrio del sistema. Explotamos la Tierra como si tuviéramos repuestos.

La tecnología se ha adelantado, pero la conciencia quedó atrás.

Intuimos el infinito. Nos hacemos preguntas sobre el origen, el sentido, lo eterno. Pero vivimos inmersos en un sistema que recompensa lo finito: objetos, validación, poder.

Queremos tocar el Misterio, pero nos distraemos con pantallas.

Sabemos qué deberíamos hacer… y hacemos lo contrario.

Nombramos la paz, pero perpetuamos la guerra.

Hablamos de libertad, pero normalizamos la obediencia.

Creamos miles de lenguas… y aún no aprendimos a escucharnos.

Nos falta silencio, nos falta presencia, nos falta coherencia entre lo que decimos y lo que somos.

Somos un prodigio dividido, una chispa de eternidad atrapada en los reflejos de su propia sombra.

La espiritualidad está viva en el corazón, pero asfixiada por el ruido.

De vez en cuando, emergen conciencias más despiertas. Les llamamos profetas, sabios, poetas, visionarios. No vienen a imponer credos, sino a señalar el centro: el amor como realidad última.

Pero solemos ignorarlos, perseguirlos o convertirlos en ídolos.

Escuchamos sus mensajes… pero nos aferramos a la forma.

Jesús no pidió templos.

Buda no fundó dogmas.

Lao Tsé no dejó normas.

Todos hablaron de lo mismo: la libertad interior como puerta al Todo. Y fueron encerrados en sistemas.

Cada ser humano habita una batalla invisible: entre el yo y el nosotros, entre el miedo y la entrega, entre protegerse… y cuidar.

Algunos abrazan la vida, comparten, siembran comunidad.

Otros se aíslan, conquistan, imponen.

Oscilamos entre el ego… y el Todo.

Nos llamamos por nombres que no elegimos, repetimos pensamientos heredados y confundimos la identidad con la memoria. Pero no somos eso.

Gran parte del malestar humano nace de una contradicción: deseamos conexión, pero nuestras estructuras promueven separación. Aprendimos a pertenecer dividiéndonos: por banderas, credos, etiquetas.

Sostenemos sistemas simbólicos que nosotros mismos creamos -dinero, éxito, fama- y nos volvemos siervos de nuestras propias invenciones. Corremos tras metas que no llenan, seguimos ritmos que no elegimos, nos medimos con escalas que nos empobrecen.

Olvidamos que fuimos nosotros quienes les dimos valor.

Y que también podemos liberarnos.

El ego, que nació para servir, se proclamó rey.

Y olvidamos que detrás del papel… siempre estuvo el actor.

Recordemos el sueño:

Todo lo que creemos sólido -la sociedad, el yo, el tiempo- es un sueño compartido.

Despertamos cuando sabemos que soñamos.

Todo lo lleno no puede recibir.

Vaciemos la agenda, los automatismos, las certezas.

Solo el vacío puede contener lo infinito.

La enfermedad del planeta no es ecológica, ni económica, ni política.

Es ontológica: el ser humano ha olvidado que no está separado del Todo.

Por eso el amor se condiciona y se vuelve transacción.

La muerte se teme, porque se cree que somos solo cuerpo.

La verdad se fragmenta, porque el yo quiere tener la razón.

La espiritualidad se convierte en mercado, y la ciencia en dogma.

Desde ese olvido, todo se vuelve defensa, acumulación, control.

Pero esa desconexión no es definitiva.

Aún llevamos dentro el eco de lo que somos.
Un susurro antiguo, no borrado por el tiempo.
Un llamado que no viene de fuera, sino del centro.

La humanidad no necesita más control, más consumo, más conquista.

Necesita recordar.

Recordar que el cuerpo es sagrado.

Que el otro no es enemigo, sino un rostro del mismo misterio.

Que la Tierra es un ser vivo.

Que lo esencial no se compra.

Recordar lo que somos, antes del miedo y la historia.

Sentir el pulso invisible que nos une a todo lo que respira.

Cuando caen las máscaras, queda el rostro eterno.

Cuando cesa la búsqueda, aparece lo buscado.

Cuando el yo se rinde, la verdad emerge.

Entonces recordemos:

Somos lo que observa… no lo observado.

Somos lo que ama… no lo amado.

Somos el espacio vivo donde toda forma nace y desaparece.

No somos gotas separadas del océano.

Somos el océano, reconociéndose en cada gota.

Somos el Uno, jugando a ser muchos.

Y ahora… es el momento de despertar del juego.

No estamos perdidos.

Estamos recordando.

Y cuando ese recuerdo se haga carne -no como teoría, sino como experiencia viva- entonces sí, podremos decir que estamos despertando.

No seremos la especie que lo tuvo todo y lo destruyó… sino la que cayó en el olvido… y supo recordar quien era.

Por Anjuli Tostes


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