Sin justicia no hay Estado de Derecho

"Porque sin dignidad, la ley deja de ser derecho y se convierte en instrumento de dominación..."

Sin justicia no hay Estado de Derecho

Autor: El Ciudadano

Por Anjuli Tostes

El concepto de Estado de Derecho evoca la idea de un orden jurídico justo, fundado en derechos fundamentales, control del poder y soberanía popular. Sin embargo, hay momentos en que estructuras legales continúan llamándose así, aun cuando han dejado de cumplir con su esencia. Este texto reflexiona sobre ese límite: ¿qué ocurre cuando la legalidad persiste, pero la justicia desaparece?

Como pilar del constitucionalismo moderno, el Estado de Derecho nació para limitar el poder arbitrario y asegurar que todos -también los gobernantes- estén sometidos a normas previamente establecidas. En su núcleo está la convicción de que la legalidad protege la libertad, y que el poder solo es legítimo si respeta los derechos fundamentales.

Pero el Estado de Derecho no es un fin en sí mismo, ni puede reducirse a un sistema de procedimientos formales. Su valor reside en aquello que protege: la justicia, la dignidad humana, la igualdad, la vida y la libertad.

Cuando se vacía de ese contenido y se convierte en una estructura que reproduce injusticias bajo apariencia de legalidad, deja de cumplir su función y traiciona el principio democrático que le da sentido.

La historia ofrece múltiples ejemplos de legalidades perfectamente estructuradas que sirvieron para mantener regímenes autoritarios, sistemas coloniales o apartheid institucionalizados. En muchos de estos contextos, la ley no solo coexistía con la injusticia, sino que la organizaba, la justificaba y la perpetuaba desde dentro del propio orden jurídico. Por eso, los grandes pensadores políticos -de John Locke a Jean-Jacques Rousseau, de Hannah Arendt a Luigi Ferrajoli- insistieron en que la obediencia a la ley no es un deber absoluto, y que la legitimidad del derecho depende de su justicia.

Rousseau afirmaba que la soberanía reside en el pueblo, y que ningún poder es legítimo si no expresa su voluntad general. En la misma línea, John Locke defendía que el gobierno solo mantiene su legitimidad mientras protege los derechos fundamentales de las personas. Cuando el poder deja de proteger los derechos fundamentales y se transforma en instrumento de opresión, rompe el pacto político que le daba legitimidad. En tal caso, la resistencia se vuelve un acto racional de defensa del propio contrato social.

Así, lo que define la legitimidad del Estado de Derecho no es su formalidad, sino su capacidad de proteger los derechos que le dan sentido. En ese escenario, la obediencia ciega no es virtud democrática, sino renuncia al juicio moral y complicidad con la injusticia. Desobedecer, por el contrario, puede significar una defensa activa de los valores que la legalidad abandonó. Cuando las estructuras jurídicas se aplican de manera formalista, sin atender a las desigualdades estructurales que reproducen, pueden terminar legitimando prácticas injustas bajo una fachada de neutralidad legal. En ese contexto, la forma legal puede encubrir el contenido de la opresión.

Desde la teoría del garantismo penal, Luigi Ferrajoli sostiene que una legalidad puramente formal, desvinculada de los derechos fundamentales, puede ser perfectamente compatible con formas extremas de violencia institucional. Para él, el poder arbitrario no necesariamente viola la ley: puede operar dentro de ella, si esta ha sido despojada de su función de proteger la dignidad y limitar el abuso. Esto plantea una exigencia ética para el derecho y para quienes lo interpretan: que nunca se limite a aplicar normas sin preguntarse por su contenido y por sus efectos en la vida de las personas.

En esta perspectiva, resistir a ese tipo de legalidad no es traicionar el derecho, sino reafirmar su vocación ética: la de garantizar los principios sustantivos de justicia y de humanidad que le dan sentido.

Esta comprensión dialoga con la visión de Ronald Dworkin, especialmente en su obra Taking Rights Seriously (1977). Dworkin sostiene que los derechos no derivan exclusivamente de la legislación positiva, sino de principios morales que preceden y limitan la acción del Estado. El derecho, según él, debe interpretarse con integridad, es decir, con fidelidad a valores como la igualdad, la justicia y la dignidad. Cuando el Estado aplica normas que violan esos principios, aunque sean formalmente válidas, pierden legitimidad moral.

Norberto Bobbio, en La era de los derechos (1990), refuerza esta idea al afirmar que el problema central de la política no es solo crear o aplicar leyes, sino limitar el poder. El derecho existe para contener el abuso y cuando deja de hacerlo, pierde su función democrática. Una legalidad que protege privilegios, sostiene desigualdades estructurales o inhibe la soberanía popular no es Estado de Derecho, sino su simulacro.

Resistir, en tales casos, no es romper con el derecho, sino mantener viva su promesa más profunda: que toda norma debe servir a la vida digna, a la justicia sustantiva y a la libertad real.

El derecho a la rebelión no es una invención retórica. Está reconocido en documentos jurídicos fundamentales. El Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma: “Es esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”.

Este reconocimiento implícito demuestra que, cuando no existen vías institucionales eficaces para detener la injusticia, la resistencia popular se vuelve legítima e incluso necesaria.

La legalidad solo tiene valor mientras sea instrumento de justicia, dignidad y soberanía popular. Cuando el Estado de Derecho se vacía de ese contenido emancipador y se convierte en un mecanismo de opresión con apariencia formal, no es el pueblo quien rompe el contrato social, es el propio Estado quien lo viola.

La resistencia popular no destruye el Estado de Derecho. Lo rescata. Lo rescata de sí mismo, de su captura, de su conversión en fachada. Lo rescata al recordarnos que ninguna Constitución vale más que la vida del pueblo, y que ninguna norma puede imponerse por encima de la dignidad humana.

Esta idea no es nueva. En la tragedia griega Antígona, Sófocles nos muestra a una mujer que desafía el edicto del rey Creonte para dar sepultura a su hermano, en nombre de leyes no escritas y más altas: las de la conciencia y la justicia. Su desobediencia no es caprichosa, sino un acto ético profundamente político. Como ella, quienes resisten legalidades opresivas no se oponen al derecho en sí, sino a su corrupción.

Desobedecer al derecho injusto es, en esos casos, obedecer al espíritu de la justicia. Eso es lo que hace legítima la resistencia. 
No por amor al conflicto, sino por amor a lo que el derecho debería ser.

Anjuli Tostes


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