Por Rafael Martínez Lozano

“No soy de aquí ni soy de allá”, susurraba el compositor argentino Facundo Cabral a principios de los setenta en esa milonga melancólica, que muchos prefieren en la versión de Alberto Cortez.
Lamentablemente, quienes no podemos escoger ni opinar somos los millones de chilenos frente al cuoteo político y la ansiedad electoral de aquellos que, “sin ser de aquí ni de allá”, recorren nuestra geografía figurando como candidatos, o incluso siendo elegidos, en regiones y distritos que les son completamente ajenos.
Sin vergüenza ni tapujos, algunos se trasladan desde comunas vecinales de la Región Metropolitana para conocer parajes agrestes, probar curantos o danzar cuecas sureñas, cumbias, trotes o carnavalitos. Otros promocionan dulces ancestrales o completos al vapor, cuando antes alababan las bondades de las sandías refrescantes de sus distritos. Se dio incluso el caso de un ex parlamentario que cambió el clima templado del norte chico por la gélida majestuosidad de Aysén, sin escalas. Todo ello constituye, a mi juicio, una burla a la fe y confianza pública, más aún cuando el Servicio Electoral advierte que ya han cumplido tres periodos y deben dejar sus cargos o cambiar de estamento en el Congreso.
Estrategas en el resguardo de las esferas del poder, distribuyen el mapa del país como si fuese un tablero de ajedrez. Deciden quiénes serán los caballos que saltarán de un cuadro a otro —o de una región a otra—, solo para poner en jaque a sus adversarios, dejando en segundo plano el desarrollo local. De paso, relegan a los liderazgos domésticos al papel de simples peones: útiles para pegar carteles, entregar volantes o pintar murallas, pero sin posibilidad real de crecer políticamente.
Este fenómeno ha debilitado el compromiso con la identidad de cada zona, provocando que algunos parlamentarios renuncien a sus escaños para asumir cargos ministeriales o perseguir aspiraciones presidenciales mesiánicas. Así, lesionan la democracia representativa al contar incluso con la posibilidad de designar a dedo a sus reemplazantes, en coordinación con las colectividades que integran.
Conviene recordar que nuestra legislación electoral dispone —como requisito para postular a cargos de elección popular, salvo la Presidencia— contar con “residencia en la región a que pertenezca el distrito electoral correspondiente durante un plazo no inferior a dos años, contado hacia atrás desde el día de la elección” (artículo 42 de la Ley Nº 18.700, Orgánica Constitucional sobre Votaciones Populares y Escrutinios).
Algunos se justifican con frases como: “Uno no elige el lugar donde nacer, pero sí donde servir”. Sin embargo, ese argumento corresponde a misioneros o mártires, como el sacerdote Damián de Veuster, quien murió en el leprosario de Molokai, o, a nivel local, a Pierre Dubois y André Jarlan, recordados por su lucha contra la dictadura. No es aplicable a ciudadanos que gozan de privilegios y reciben una abultada remuneración, supuestamente en sacrificio por el país.
Hay algo en el sistema que está fallando al transformar las candidaturas en una suerte de “Crimen y Castigo”, parafraseando la célebre novela rusa. Que lo diga, por ejemplo, el ex diputado y otrora líder de los pescadores, Iván Fuentes, quien, al verse involucrado en un caso de financiamiento irregular de campaña, se condenó al exilio político. En la siguiente elección intentó suerte en un distrito de la Región Metropolitana, pero sin éxito ni siquiera con la esperanza final que nos deja Rodion Raskólnikov, protagonista de la citada obra de Dostoievski.
Por Rafael Martínez Lozano
Periodista y Comunicador Social
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