Por María Belén Ferreira

En Chile, la relación entre mujeres y empleo sigue mediada por una precariedad estructural que ni el crecimiento económico ni las reformas parciales han logrado revertir. Los últimos datos del estudio de Clapes UC no hacen más que confirmar una realidad persistente: la participación laboral femenina no solo se ve amenazada por el estancamiento macroeconómico, sino por un sistema que, incluso en sus capas más formadas, continúa empujando a las mujeres hacia la exclusión.
El desempleo en mujeres no ha dejado de aumentar. En el último trimestre móvil, la tasa se ubicó en 9,3%, superando nuevamente a la de los hombres, que disminuyó a 7,8%. Esta divergencia no es anecdótica. Afecta con especial fuerza al grupo de mujeres entre 25 y 54 años, que representa el 75% de la fuerza laboral femenina, y que coincide, además, con la etapa de mayor productividad profesional. Más grave aún: las cifras muestran que el aumento del desempleo no se concentra exclusivamente en quienes tienen menor escolaridad. También sube entre las mujeres con estudios universitarios. Es decir, aquellas que, en teoría, han hecho todo “lo correcto” según las lógicas del mercado: formarse, calificar, aportar.
Lo que estos datos revelan es un doble castigo. Por un lado, la sobrecarga de cuidados sigue limitando severamente la disponibilidad de las mujeres para insertarse o permanecer en el mercado laboral. Por otro, incluso cuando logran superar esa barrera estructural, se enfrentan a un escenario donde su empleabilidad es más frágil, su continuidad laboral más incierta y su salida, más prolongada.
El desempleo de larga duración entre mujeres supera hoy el 15,9%, creciendo más rápido que entre los hombres. Se trata de mujeres que buscan empleo sin éxito durante más de un año, lo que no solo deteriora sus ingresos, sino también su salud mental, su trayectoria laboral futura y su independencia económica. Esta situación las conduce, en numerosos casos, a depender económicamente de (ex) parejas que ejercen violencia económica mediante la restricción del acceso al dinero o el incumplimiento en el pago de pensiones alimenticias.
Las causas son múltiples, pero todas remiten a un diseño económico y político que sigue considerando el trabajo femenino como complementario, secundario o dispensable. No basta con apelar al “bajo crecimiento económico” como explicación. Esa mirada generalista omite los efectos diferenciales que tiene ese estancamiento sobre las mujeres, especialmente cuando se combinan factores como maternidad, edad, nivel educacional y sector productivo.
Desde hace años, las mujeres se concentran en sectores más expuestos a la informalidad y a la estacionalidad, como servicios, comercio o cuidados. A eso se suma una oferta laboral que sigue sin integrar mecanismos efectivos de conciliación trabajo-familia, ni incentivos reales para contratar mujeres, especialmente en sectores más dinámicos o estratégicos. Las medidas que existen son parciales, mal financiadas o sin capacidad de impacto estructural. El sistema de cuidados, clave para redistribuir el trabajo no remunerado, sigue operando con una lógica de piloto o programa social, sin el carácter de política pública universal que el país necesita.
Dejar a las mujeres fuera del mercado laboral (o dentro, pero sin garantías, sin continuidad y sin reconocimiento) no es solo un problema económico. Es una violación sostenida del principio de igualdad y una amenaza directa a la autonomía de millones. Chile necesita con urgencia una reforma laboral que deje de tratar la desigualdad como un daño colateral. La evidencia está sobre la mesa. Lo que falta no es diagnóstico, sino decisión.
Por María Belén Ferreira
Abogada y especialista en Derecho de Familia.
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