Por Verónica Aravena Vega

Vi Adolescencia dos veces. No solo por el plano secuencia que respira con sus personajes adolescentes —esa cámara que se mueve como si pensara con ellos— sino porque me atravesó en otro nivel. Me conmovió la fragilidad, la frustración de sentirse invisible, el deseo de ser visto y amado, y esa sensación amarga de que el mundo no te ofrece un lugar. Lo que más me perturbó no fue la historia en sí, sino reconocer en ella algo que flota hoy en el aire digital: la rabia masculina, la herida del reconocimiento, ese caldo de cultivo que da forma a lo que hoy llamamos la manosfera.
La serie lo muestra con una precisión inquietante: el protagonista absorbe, casi sin darse cuenta, un lenguaje hecho de jerga manosférica —esa regla “80/20” que dice que el 80 % de las mujeres solo desea al 20 % de los hombres “más atractivos”— y empieza a leer su vida a través de ella. La fórmula es simple: si no tengo éxito, no es porque esté perdido, sino porque el sistema me dejó fuera. No es un pensamiento aislado: es una de las narrativas que más circulan en los foros incel (involuntary celibates), MGTOW (Men Going Their Own Way) y canales de “autoayuda masculina”. Y también se repite, cada vez más, en TikTok y YouTube, bajo la máscara del “desarrollo personal”.
La manosfera no es un grupo cerrado, sino un ecosistema digital: un conjunto de foros, comunidades y discursos donde se mezclan frustración, misoginia y búsqueda de identidad. Los jóvenes que llegan ahí no son monstruos ni caricaturas. Son chicos que se sienten solos, que no encuentran modelos masculinos válidos, que fueron educados en la promesa de que el esfuerzo los haría suficientes, pero descubren que eso no alcanza. Lo que encuentran en estas comunidades no es tanto odio, al menos al principio, sino pertenencia. Es la misma lógica que mueve a cualquier grupo radicalizado: te dicen que no estás solo, que tu dolor tiene sentido, que hay otros como tú.
Un estudio reciente analizó millones de publicaciones en Reddit y descubrió que los foros incel están desplazando a las viejas comunidades de “seducción” y “autoayuda masculina”. Lo más interesante —y peligroso— es que se pueden detectar patrones de discurso que anticipan la radicalización hasta diez meses antes. En otras palabras: el odio no aparece de la nada; se cultiva con tiempo, lenguaje y algoritmo. Y eso debería preocuparnos.
En Chile no tenemos cifras nacionales sobre la manosfera, pero los síntomas están ahí. La Superintendencia de Educación registró en 2024 más de 4.600 denuncias por maltrato entre pares; muchas implican dinámicas de humillación sexual o violencia simbólica entre hombres. En redes, es cada vez más común encontrar discursos sobre “energía masculina”, “valor de mercado sexual” o la ya clásica idea de que “las mujeres solo eligen a los mejores”. Se trata del mismo guion global, pero con acento local: jóvenes que crecen entre la precariedad, la desigualdad y la competencia, y que aprenden a interpretar su frustración a través de una masculinidad dolida.
La manosfera no es solo un espacio de misoginia. Es también una respuesta —equivocada, sí, pero respuesta al fin— a la crisis de la masculinidad contemporánea. El hombre proveedor, fuerte, deseado, ya no tiene el mismo lugar simbólico. Y muchos no saben cómo vivir sin él. Como dice Laura Bates, autora de Everyday Sexism, “la manosfera se nutre del silencio emocional masculino, de la imposibilidad de reconocer la vulnerabilidad”. Cuando la identidad masculina se mide solo en éxito, fuerza o deseo, cualquier fracaso se siente como castración simbólica.
Ese vacío cultural tiene su espejo en la cultura pop. Fight Club (1999) lo anticipó con brutalidad: hombres que se reúnen para golpearse porque ya no saben cómo sentir. American Psycho (2000) llevó el modelo al extremo: un hombre que cumple todas las promesas del capitalismo —belleza, dinero, poder— y aun así se vacía por dentro. Hoy, Adolescencia vuelve a abrir esa herida, pero la traslada a la era digital: el algoritmo reemplaza al gimnasio clandestino o la oficina de Wall Street como lugar de la rabia. No necesitas matar a nadie; basta con deslizar el dedo y descargar odio.
Y no se trata solo de ficción. En 2018, un joven canadiense mató a 10 personas en nombre de la “revolución incel”. En España, en 2024, la policía desmanteló un canal de Telegram con más de 2.000 hombres compartiendo discursos de odio hacia las mujeres. En América Latina, un 30 % de la población dice compartir ideas antifeministas, según un estudio de El País. En paralelo, TikTok y YouTube han identificado miles de cuentas que diseminan mensajes de “masculinidad alfa” disfrazados de superación personal. Andrew Tate, por ejemplo, con millones de seguidores, enseña que “las mujeres son propiedad del hombre” y que “la debilidad emocional es el verdadero enemigo masculino”. Ese discurso, aunque extremo, tiene eco: las redes lo convierten en tendencia, lo monetizan, lo hacen deseable.
En Chile, esas narrativas se adaptan al contexto local: al discurso de la meritocracia neoliberal, al ideal del emprendedor solitario, al miedo a la precariedad. El neoliberalismo del yo —esa idea de que cada uno es su propio proyecto empresarial— se cruza con la manosfera en un punto común: si no triunfas, es tu culpa. Si no logras ser deseado, es porque no trabajaste lo suficiente en ti mismo. Es una religión sin salvación, porque promete éxito a cambio de sacrificio constante, pero nunca lo entrega. El algoritmo solo pide más esfuerzo, más contenido, más frustración.
Las plataformas digitales no son inocentes. Cada video de autoayuda misógina genera vistas; cada interacción refuerza el algoritmo que empuja a los jóvenes hacia contenidos cada vez más extremos. El resentimiento se vuelve rentable. Y esa economía emocional del odio se traduce en dinero, clics y poder simbólico. Las empresas lo saben, pero lo disfrazan de “libertad de expresión”.
La izquierda, por su parte, no ha sabido ofrecer una alternativa sólida. Durante años hemos hablado de feminismo —con razón—, pero hemos descuidado hablar de masculinidad desde lo político y lo afectivo. Los hombres jóvenes no encuentran un discurso que los acoja sin juzgarlos. Y cuando la derecha les ofrece pertenencia, identidad y orgullo, aunque sea sobre un cimiento de misoginia y jerarquía, muchos se dejan seducir. La manosfera funciona porque llena un vacío que la sociedad progresista no ha querido mirar: el malestar masculino, la soledad, la vulnerabilidad que no se dice.
No se trata de justificar la violencia, sino de entender su gramática. Nadie nace odiando. El odio se aprende cuando el dolor no encuentra lenguaje. La manosfera ofrece un diccionario de rabias: “hipergamia”, “beta”, “red pill”. Les da palabras, aunque sean palabras envenenadas. La tarea no es censurarlas sin más, sino construir un vocabulario alternativo: hablar de cuidado, de afecto, de fracaso sin humillación. Enseñar que ser hombre no es ser invulnerable, que el reconocimiento no se gana a través del miedo ni del dominio.
Hay que intervenir también en los algoritmos. No basta con apelar a la responsabilidad individual. Las redes ganan dinero amplificando emociones extremas. Si pueden detectar qué zapatos quiero comprar, también pueden detectar cuándo un usuario está entrando en un ciclo de radicalización. Se han desarrollado modelos para ello: lexicones que reconocen el lenguaje manosférico, herramientas de moderación automática. El problema no es técnico, es político: ¿quién decide qué tipo de emociones vale la pena amplificar?
Vi Adolescencia y entendí que no es solo una historia sobre adolescentes: es un espejo de una sociedad que no sabe qué hacer con la vulnerabilidad masculina. Mientras admiramos los planos secuencia, hay miles de jóvenes que se reconocen en el protagonista, que sienten que el mundo los observa pero que no los escucha. Y si no escuchamos, otros lo harán —los foros, los influencers, los algoritmos—.
No quiero criminalizarlos. Quiero que los miremos. Que los veamos con empatía, pero también con urgencia. Porque mientras la pantalla nos fascina, hay otra pantalla —la del teléfono, la del algoritmo— que está moldeando la rabia de una generación entera.
Y si no actuamos, si no ofrecemos otras narrativas, si seguimos hablando de ellos como problema y no como síntoma, esa rabia seguirá creciendo, silenciosa, colectiva, digital.
Y un día, cuando queramos apagarla, ya será parte del sistema operativo.
Por Verónica Aravena Vega
Psicóloga. Doctora en Estudios de Género y Política, Universidad de Barcelona. Máster en Masculinidades y Género. Máster en Recursos Humanos. Máster en Psicología Social/Organizacional. En Instagram
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