El comandante Benigno

Cuando estábamos en esas épocas preciosas, aún, con las angustias propias de esas épocas ya prehistóricas, soñando con mundos ni siquiera imaginados por Jules Verne, ni siquiera imaginados por todos nosotros juntos en alguna fogata inverosímil en las costas de ese Chile ya no existente, pero sin embargo más presente que un sueño adolescente, supimos […]

Por Wari

01/04/2016

Publicado en

Columnas

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vila2Cuando estábamos en esas épocas preciosas, aún, con las angustias propias de esas épocas ya prehistóricas, soñando con mundos ni siquiera imaginados por Jules Verne, ni siquiera imaginados por todos nosotros juntos en alguna fogata inverosímil en las costas de ese Chile ya no existente, pero sin embargo más presente que un sueño adolescente, supimos que los últimos sobrevivientes de la guerrilla del Che, habían logrado pasar a Chile. Nos precipitamos a las noticias, porque hasta El Mercurio daba razón de ellas, tal como las dio cuando al Che lo habían asesinado en Bolivia, y publicó la foto del Cristo de Mantegna y fue capaz de hablar de un Quijote, unos meses antes de este acontecimiento igualmente importante dentro de la historia de nuestra vapuleada Latinoamérica. Nos informaron que Salvador Allende, en ese momento Presidente del Senado, se había movilizado a buscarlos y ponerlos bajo su protección. Nos enteramos, con las ganas juveniles de estar con ellos, que habían sido derivados a Cuba a través de Tahiti, con el Chicho y otros personajes importantes (entre ellos el amado Volodia Tetelboim) cubriéndoles las espaldas (es un decir). Supe después, por el comandante Benigno, que el Chicho les había mandado un revólver con Volodia, “por si acaso”. Todas esas cosas, en medio de una Guerra Fría peor, en muchos aspectos, que la Segunda Guerra Mundial, nos tenía, a una buena parte de nuestra generación, suspendida en el hálito de la próxima Revolución y convencidos de que bastaba un pequeño golpe de mano para que ella fuera posible. Así vivimos la experiencia inigualable de la Unidad Popular (una fiesta de la primavera, como decía el poeta Enrique Lihn), a pesar de todos sus defectos, errores, tonterías, fanatismos. ¿No estuvimos a la altura de esa experiencia histórica? Pamplinas. Todas las “experiencias” históricas son valiosas y dignas de vivir, a pesar de todo. Ya sabemos, la Historia (así con mayúsculas) no existe y, por eso mismo, no es lineal (como querían Hegel y Marx), sino que fragmentaria, como lo somos nosotros que la hacemos.

Pero no hay nada de lo que renegar. Esa juventud sí valió la pena, a pesar de las decepciones posteriores. Estuvimos, sin saberlo, quizás, en medio del torbellino histórico de esas épocas, y con todo el entusiasmo que era posible. El Che, tal como lo fue en Mayo del 68, no era nuestro ícono sino que nuestro norte, aunque, claro, todos los jóvenes de esa época teníamos en nuestras habitaciones un poster de ese Che indignado, pelucón, con la mirada llena de porfía y convicciones, que nos hacía soñar y luchar por ese mañana luminoso.

Cuando supimos de esos tres sobrevivientes, Benigno, Pombo, Urbano, nuestra solidaridad e imaginación se llenó de esperanzas. Estábamos seguros de que la Revolución estaba a la vuelta de la esquina, a pesar de los fracasos momentáneos. En las elecciones de 1970 ganó el Chicho y nos desconcertamos, pero inmediatamente seguimos la orden de armar los grupos de defensa del triunfo (GDT) porque sabíamos que la derecha y los golpistas iban a hacer lo imposible para impedir que Allende asumiera como presidente. Además que el Chicho siempre había dado muestras de una consecuencia y hermandad revolucionaria a toda prueba (había presidido la OLAS), aunque creyera a pie juntillas en la posibilidad, revolucionaria, de un cambio social por “la vía legal”.

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Mucho tiempo después, sabiendo que los que creíamos que había que acelerar las cosas no teníamos razón, pero también que aquellos que frenaron el proceso revolucionario, tampoco, porque las cosas no son como queremos que sean, comenzamos a analizar ese proceso inédito y, por cierto, nos dimos cuenta de muchas cosas. La Historia, así con mayúsculas, no existe. No hay leyes históricas, menos aun las que el bueno de Karlitos (o más bien sus seguidores) aseguraban que existían. Hay cuestiones fundamentales que considerar, como el momento en que ciertas cosas ocurren (la Unidad Popular quiso hacer su proyecto en medio de la Guerra Fría), y en ese sentido, el Che fue un suicida: Donde instaló su escuela de guerrillas era una ratonera y su convicción que los dos grandes imperios se iban a agarrar a misilazos, era un delirio total. Podemos decir, sin duda ninguna de equivocarnos, que los proyectos tradicionales del socialismo se terminaron, abruptamente, en octubre del 67 con el asesinato del Che (lucha armada) y con la muerte en combate de Salvador Allende en La Moneda en septiembre de 1973 (alternativa “legal”).

Muchos años después, luego de mi regreso del exilio en 1991, me tocó viajar a Europa (y a París, por cierto), a unas Ferias del Libro. En la amada Paris la maldita, mis amigos me llevaron a comer a un restaurante cubano, regentado por el Comandante Benigno, sobreviviente de la guerrilla del Che y actual disidente de la Revolución Cubana. Sé que lo hicieron con su qué, sabiendo de mi condición de anarquista sin vuelta y de mi pasión por los disidentes del mundo entero.

El restaurante era una especie de picada de los barrios pobres de Santiago de Chile, sólo faltaba la solitaria ampolleta cagada de moscas en medio de la sala. Uno de los muros estaba lleno de escritos a mano, dibujos, exclamaciones: “¡Hasta la victoria siempre, comandante!”, uno de ellos firmado por Régis Debray y otro por Danny el Rojo. Por cierto, me dije, tengo que estampar mi presencia aquí, y garabateé un “¡Viva la Anarquía! ¡Viva Camilo!” y un poco más allá: “¡Viva el Che!”.

El comandante era un guajiro de tomo y lomo. Se quedó todo el rato con nosotros, y sobre todo conversando conmigo. Me contó millones de cosas, como queriendo decirme que confiaba en mí. Era adorable. Era un guajiro, y fue allí que me di cuenta lo que eso era, porque recordé la primera vez que me encontré con el extraordinario escritor cubano Reinaldo Arenas y me habían puesto en guardia con que era “un guajiro”. Un tipo envolvente, querendón, bueno p’al chamullo (diríamos en Chile), excelente contador de historias y, sobre todo, de una lealtad infinita. No se podía hablar mal ni de Camilo ni del Che (el Che le había enseñado a leer y a escribir y Camilo a pensar y a bailar). ¡Coño!

Unos días después nos encontramos de nuevo, conversamos de esto y de aquello, y nos pusimos de acuerdo para traerlo a Chile, lo que finalmente no funcionó. Habría sido genial, eran los compañeros anarkos quienes se encargarían (y se lo dije, con lo cual se mostró más que contento), pero en fin, así son las cosas. Incluso íbamos a publicarle un libro acá, que sólo estaba publicado en francés, razón de más para traerlo (recuerdo que me dijo “¿hay alguien que se encargue de mi seguridad?, porque de seguro me matan”, le respondí que en Chile no se atrevían ni a tirarse un peo delante de un personaje histórico).

Ahora, con mucha pena, me enteré de su muerte. Alguien tan honesto y leal, y podríamos decir, ingenuo, porque nunca quiso animarles la cueca a los anticastristas primarios ni a los reaccionarios ni a nadie que no supiera que la Revolución había comenzado tan bien, como la mayor parte de las revoluciones, pero que, como todas ellas, hasta ahora, tienen el sino de desembocar en lo contrario. Tipo Comandante Cero, nunca se sometió a la manipulación de los reaccionarios de siempre (el Comandante Cero terminó “retirado” y cazando tiburones, Benigno escribiendo libros), y fue lo que siempre fue, un revolucionario honesto y transparente y, como me dice un amigo, “un samurái”. ¿Qué habría dicho el querido comandante Benigno del concierto de los Rollings Stone en La Habana? Seguramente, con su picardía guajira, habría dicho que esa sí era un visita significativa, ni la del Papa ni la de Obama.

Por Cristián Vila Riquelme

La Serena, marzo 2016

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