OPINION

El lenguaje inclusive

Hace un par de días un conocido de la comunidad académica local (es decir, atornillado al puesto, ignorante, viejo y feo) me confesó su profunda (¡!) molestia por las oleadas “feminazis” que no solo están tomándose las calles, no señor

Por paulwalder

27/06/2018

Publicado en

Columnas

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Hace un par de días un conocido de la comunidad académica local (es decir, atornillado al puesto, ignorante, viejo y feo) me confesó su profunda (¡!) molestia por las oleadas “feminazis” que no solo están tomándose las calles, no señor. Se están tomando nada menos que el lenguaje. Y es que entre feminismo, teoría queer y desplazados del binomio ‘mujer-hombre’, ha surgido una nueva forma de describir los elementos que nos rodean: el llamado lenguaje inclusivo. De acuerdo a este enfoque no debiéramos hablar de “los estudiantes” sino de “les estudiantes”: les compañeres, les hijes, les cocodriles, les bastardes, les huevenes, y así proyectados hacia el infinito enchufando la E donde debiera ir la I o incluso la A. Las posibilidades no tienen límites, salvo la imaginación, las vocales y la cantidad de palabras que se incluyan en las oraciones.

En Chile las oleadas de cualquier índole llegan aproximadamente con cinco-diez años de retraso. Pensemos en el Feminismo y sus derivados. Cuando yo estudiaba filosofía en Inglaterra –hace casi una década– tenía como ramos troncales los cursos de Feminismo y Teoría Queer que incluía nada menos que Teología Queer. Todos (o todes) sabían lo que significaba cosificación, todos (o todes) habían leído a Simone de Beauvoir, todos (o todes) salpicaban la cháchara con heteronorma. En Chile llegamos al 2016 y 17 y medio mundo incluye eso en el bagaje con cierta resistencia. En 2018 las momias conservadoras de la “elite” se fueron de traste cuando muchachas rebeldes empezaron a tomarse calles y avenidas exigiendo derechos, igualdad y respeto. Se les ocurre pedir que las dejen de manosear o minimizar, fíjate tú. Las voces criticonas en contra de una reyerta sumergida en la frescura de la juventud insurrecta y extremadamente creativa desnudaron el profundo sesgo misógino de la cultura local y no hicieron más que comprobar que las rebeldes, con años de retraso respecto a sus símiles europeas, tenían toda la razón en sus demandas. Encima coincidieron con la caída libre de los cochinillos sebosos de la jerarquía católica y sus asquerosos menjunjes. Todo un panorama para expandir la imaginación y la creatividad.

Era necesario extender la rebelión hacia todos los rincones si la nueva ola tenía por fin último quedarse más tiempo del esperado (las olas llegan, pero se retiran y regresan al mar…). De ahí que el feminismo junto a otros movimientos anti patriarcales y a propósito de la máxima el lenguaje crea realidad –si la cosa era citar hombres, un vistazo a Wittgenstein o Kripke se hubiera agradecido, pero bueno–, trasladó el concepto marxiano de cosificación y concluyó que el lenguaje binario él/ella deja a la deriva otras formas de entender las representaciones de género. ¿Cómo referirnos a un público diverso donde hay mujeres, hombres, transexuales y personas que se ubican entre medio o más allá de la tríada? Pues bien, de la siguiente manera: Estimades compañeras, compañeros y compañeres. Los primeros en Chile en sumarse de forma abierta y sin reservas fueron el Frente Amplio en su variante Izquierda Autónoma. Le siguieron grupos subversivos en las calles, manifestantes a favor del trato digno a inmigrantes y jóvenes díscolos, grupos universitarios agrupados en cursillos anti-parroquiales de deconstrucción de cuanta cosa existe, mítines de rebeldes de saberes masculinos, programas de radios comunitarias de corto alcance con aspiraciones FM. En Argentina el asunto se tomó algún espacio televisivo cuando una estudiante, a propósito de las reyertas pro-aborto libre, habló con lenguaje inclusivo durante un despacho en directo en el programa de Eduardo Feinmann y su club de amigotes. Desde luego las risas y las críticas abundaron, que de qué sirve hablar de “les compañeres”, qué es eso de “les diputades”, “les secundaries”, etc.

Desde la perspectiva de las características formales que tiene la lengua materna (flexibilidad, capacidad de auto-reflexión, ajuste natural al devenir histórico, etc.) forzar el lenguaje inclusivo nos parece fuera de lugar ¿no debería su adopción seguir un curso espontáneo? ¿Y qué tal si en lugar de “perder tiempo” hablando de los, las y les antepongo “hablaré sin neutralidad de género”? Cuando mis alumnos universitarios –alumnes universitaries– y algunos amigos –amigues–  empezaron a hablar de “les compañeres” fui sumamente severo: argumenté, entre otras cosas, que eso no tiene cabida en un ambiente donde se reúna gente medianamente culta, que qué tiene de relevante hablar de esa manera disparatada, que la forma se transforma en contenido y el auténtico contenido se va a las pailas, que la tendencia académica internacional es economizar palabras y el lenguaje inclusivo extiende los discursos, etcétera, etcétera y requetecontra etcétera. Bien, pero, ¿saben una cosa? Esto funciona igual que el aborto y el divorcio: la que quiera lo practica, la que no está de acuerdo no lo haga. Y encima si el quid del asunto es promover la importancia de la diversidad, la empatía, la trascendencia que tiene la subjetividad del otro (otre), los viejujos machistoides de la fauna local pueden irse a refunfuñar a la punta del cerro, tanto susto que le tienen a cualquier cosa que les venga a mover su cochambre machista desde donde contemplan el mundo con insalvable lejanía, con ojos de rana y cabeza de chorlito.

 

Aníbal Venegas

 

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