El regreso de la socialdemocracia

“Toda época encuentra, al terminar, la verdad de lo que fue la ilusión de su inicio”

Por Nelytza Lara

22/02/2021

Publicado en

Columnas

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“Toda época encuentra, al terminar, la verdad de lo que fue  la ilusión de su inicio”. 

Afonso Pinho Monteiro -revolucionario  portugués

          “La economía es la policía secreta de las ideas” 

            Jean Pierre Voyer

La revolución nacional es un modelo que se repite, con variantes, en América Latina y comienza con las oligarquías y burguesías locales, aliadas y socias minoritarias del imperialismo, que acumulan fortunas fabulosas exportando materias primas mientras los países y los pueblos se hunden en el atraso y la miseria. Los políticos tradicionales gobiernan para los ricos reprimiendo, con dictaduras o democracias representativas, todo intento revolucionario.

Surge entonces una corriente de jóvenes indignados por el pisoteo de la dignidad nacional, por el imperialismo y sus lacayos,  jóvenes sin futuro en un país que no desarrolla sus fuerzas productivas, jóvenes que no tienen voluntad de integrarse a la corrupta clase política gobernante  y entienden que no hay cambio posible por las vías tradicionales. Para ellos el único camino es apoderarse del poder mediante una revolución nacional.

En algunos casos la revolución nacional brota al interior del Estado, apoyada por las mayorías y un sector del ejército, como en el caso de Perón en Argentina, Arbenz en Guatemala, Alvarado en Perú; en otros mediante la lucha armada del pueblo contra el gobierno, como en Bolivia (1952) o en Cuba (1953-1959); en otros mediante el triunfo de la izquierda en elecciones, como en Chile (1970-1973) o en Bolivia (2006), o, finalmente, con una combinación de ambos como en Nicaragua (derrocamiento de la dictadura somocista en 1979 y elecciones en 1984) y Venezuela (levantamientos militares en 1992 y triunfo electoral en 1999).

Las revoluciones nacionales en el poder, aplican reformas económicas y políticas, pagan la deuda social acumulada por gobiernos anteriores, solucionan problemas crónicos de salud, educación y vivienda, atacan el problema de la propiedad de la tierra, de los derechos humanos y los derechos de los trabajadores. Se ocupan, con mayor o menor éxito, de agilizar la burocracia y abren caminos para la participación popular en la política, más allá del simple derecho al voto. No todo es progreso y agua de rosas: la revolución boliviana de 1952 sacó a la mayoría indígena de la semi-esclavitud en que vivía pero hubo que esperar medio siglo para ver a “los indios” llegar al parlamento y al poder; la revolución bolivariana, que en sus 20 años ha roto tantos moldes, sigue atrasadísima en el tema del aborto…

Estos gobiernos y sus reformas encienden el odio de los privilegiados que organizan contrarrevoluciones internas apoyadas por el imperialismo estadounidense y europeo. En unas ocasiones los progresistas son derrocados y en otras logran resistir, con el apoyo del pueblo, a las agresiones militares y a los bloqueos y sanciones económicas.

Ahora bien, a mayoría de estos procesos se proclaman “socialistas” porque rechazan el predominio del mercado y preconizan diversos grados de centralización y planificación en la economía, priorizando la inversión social. Aceptan o incluso promueven las formas de Poder Popular originarias de los pueblos indígenas o aquellas con las cuales la gente se organiza para resolver problemas en el campo o la ciudad. En el caso venezolano, bajo la consigna de Chávez “comuna o nada” incluyo se intentó una nueva forma de organización territorial.

Pero, todo hay que decirlo, las revoluciones nacionalistas nunca se propusieron reemplazar al Estado por el poder de los trabajadores, e incluso para algunos de sus portavoces la lucha de clase no existe y sus manifestaciones son vistas con sospecha como un ataque a la unidad necesaria para enfrentar al imperialismo. Es entonces que el proceso progresista llega al tope de su voluntad política de transformación: con palabras del poeta: “Cuando nuestras tareas nos han agotado creemos haber agotado nuestras tareas” o, como dijo en México, en los años 20, el capitán Juan Trujillo cuando pidió la baja: “Lo que pasa es que ya la revolución degeneró en gobierno…” 

Alcanzado la meseta de una nueva normalidad, agotada o neutralizada temporalmente la contrarrevolución interna, el gobierno se asume como único representante de los intereses superiores de la Nación y resiente como amenaza o falta de conciencia toda expresión de autonomía de las masas. Es aquí cuando la revolución nacional deja atrás las veleidades y experiencias revolucionarias de su origen y redefine su socialismo como “una ideología política, social y económica, que busca apoyar las intervenciones estatales, tanto económicas como sociales, para promover la justicia social en el marco de una economía capitalista. Es un régimen de política que implica un compromiso con la democracia representativa, medidas para la redistribución del ingreso y regulación de la economía en las disposiciones de interés general y estado de bienestar”: palabra por palabra la definición de Wikipedia para la Socialdemocracia… 

Pero, ¡ojo! La socialdemocracia da para todo y se estira increíblemente: fueron socialdemócratas muchos gobiernos europeos que mandaron a sus pueblos a la carnicería de la Primera Guerra Mundial, eran socialdemócratas los asesinos de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, y muchos gobiernos criminales como el del esbirro Carlos Andrés Pérez. Aquí hablamos de su cara “amable” y reformista. 

En los viejos tiempos la revolución nacional llegaba al poder con la fuerza mayoritaria del campesinado, al que luego se enviaba de vuelta al campo y sólo se convocaba para votar por el partido o los partidos dominantes. Pero en la actualidad las grandes mayorías son urbanas, se quedan donde están y sus problemas en el “Tercer Mundo” son muy semejantes a los trabajadores del Norte Global, con lo que la lucha de clase sigue viva, activa y dolorosa, replanteando la contradicción que la Socialdemocracia siempre ha querido superar o negar. 

Los nuevos Estados que surgen de las revoluciones nacionales, una vez liquidada la influencia de las oligarquías y burguesías anteriores, se ven en la necesidad de realizar alianzas con nuevos agentes del capital, que no tienen escrúpulos para declararse “socialistas” y que van a reproducir, con el tiempo, una estructura económica y social semejante a la que hizo necesaria la revolución en su inicio. “Lo mismo nomás que diferente”.  Este ciclo se repite en la historia de nuestras repúblicas. 

No es pues “una traición” a los ideales del principio, ni una involución o degeneración del proyecto original, sino su consolidación como proyecto de país con una economía  capitalista repotenciada y un contrato social renovado. La “falla de origen” (si la hubiera) no es otra que la Socialdemocracia.    

Escribía el revolucionario tunesino Kustapha Khayati en 1967: “Lo  que  haga  o  deba  hacer  la burocracia  no  emancipará  a  la  masa  trabajadora  ni  mejorará  sustancialmente  su  condición  social,  puesto  que  eso  depende  no  solo  de  las  fuerzas  productivas  sino  de  su  apropiación  por  los  productores.  Lo  que  no  dejará  de  hacer  es  crear  las  condiciones  materiales  para  realizar  ambas. ¿Hizo  alguna  vez  menos  la  burguesía?”  

Y concluía diciendo que el nuevo Estado nacido de una revolución nacional “no  es  la  abolición  de  los  antagonismos de  clase;  no  hace  más  que  sustituir  las  antiguas  por  nuevas  clases,  nuevas  condiciones de  opresión  y  nuevas  formas  de  lucha” (…)  

Mientras tanto, hoy en día y con todos los problemas, es mejor ser obrero, campesino, mujer o joven en Cuba, Bolivia, Nicaragua o Venezuela que en Brasil, Chile o Perú, lo que explica el apoyo popular a los gobiernos que resisten las agresiones imperiales.  

Pero, en la cola del alacrán está el veneno: cuando Perón estaba a punto de ser derrocado por los militares fascistas argentinos, los trabajadores pedían armas para defenderlo. Las armas estaban disponibles, pero Mi General se negó: “El problema no es dárselas ahora, el problema es quitárselas después”. 

¿El discreto encanto de la Socialdemocracia?   

A buen entendedor ¡salud!

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