He visto el futuro

Cuando uno tiene 3 años es completamente diferente a como es a los 40 o a los 60, o a los 79

Por Leonel Retamal

07/06/2012

Publicado en

Columnas

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Cuando uno tiene 3 años es completamente diferente a como es a los 40 o a los 60, o a los 79. Cuando era chico, a finales del ‘20, las imágenes de ciudades del futuro en las tapas de los libros eran mi fantasía. Estaba enamorado del futuro. Tenía 9 años, miraba a los escritores populares y pensaba: “Eso es lo que quiero hacer: escribir sobre el futuro”. Mis compañeros de colegio se burlaban y yo lloraba. Era el único que pensaba en ese tipo de cosas. Entonces me pregunté: “¿Quién te va a ayudar en ese trabajo?”. “Nadie”, me dije. “Así, estás matando tu propio futuro”, pensé. Y después de mucho pensar, me dispuse a hacer de mi vida lo que realmente quisiera. “Un escritor popular”, volví a pensar.

A los 12 años, en 1932, escribí mi primer libro. Ese otoño había llegado a la ciudad un circo con un hombre llamado “El hombre eléctrico”. Se sentaba en una silla eléctrica y cuando lo tocaban le salían chispas de los pelos. Fuimos a verlo con algunos amigos; cuando me llegó mi turno, la electricidad fluía por todo mi cuerpo. Él me miró y me dijo: “¡Vive para eso!”. Nada más. Al día siguiente yo todavía sentía la electricidad en el cuerpo y por primera vez me puse a pensar muy seriamente cómo haría para escribir. Volví al circo y le pedí al hombre eléctrico que me enseñara el truco. Primero entramos a la carpa y me mostró a la señora gorda, a los trapecistas y a los magos. Después, cuando terminamos de recorrer la carpa, me miró a los ojos y me dijo que nos conocíamos de antes. Yo le respondí que era la primera vez que nos veíamos. Me dijo que no, que nos conocíamos de otra vida, que habíamos sido muy amigos en el pasado y que en una batalla él había muerto en mis brazos. Era el alma de mi amigo que estaba de vuelta, me dijo. Yo tenía 12 años. Volví a mi casa y escribí mi primer libro. Ésa era la historia.

A esa edad, yo coleccionaba cómics y leía sobre Marte y la Luna. Pero al poco tiempo, sin saber por qué, abrí el diario y empecé a escribir ciencia ficción. Algunos me preguntaban cuándo iba a escribir para la TV. Yo contestaba siempre lo mismo: “Cuando John Huston me lo pida”. Yo sólo quería trabajar con él. Tuve la oportunidad de conocer a ese genio a los 29 años, pero me negué a que trabajáramos juntos porque yo todavía no había escrito lo suficiente. Un año después, en 1950, escribí Crónicas marcianas, del que apenas vendí cinco mil ejemplares. Durante los siguientes tres años publiqué una buena cantidad de libros. En 1953, Huston me llamó de nuevo y me invitó a tomar licor en su hotel. Me preguntó qué pensaba hacer el año siguiente. Le contesté que no mucho. Entonces me dio un libro y me dijo que esa noche leyera todo lo que pudiese, que a la mañana discutiríamos cómo iba a ser el asesino. Después de pasarme esa noche en vela, empezamos a adaptar Moby Dick.

Muchas noches después, con la película lista y mientras yo terminaba un guión para TV, le pregunté a Huston cómo podía hacer para convertirme en un verdadero escritor. “Nadie sabe quién soy”, le dije. Me contestó que la mejor historia es la de un dinosaurio que se enamora de un faro. Ésa historia me cambió la vida. La escribí en Venecia tres años después.

Un día, mientras caminaba con mi esposa por la playa, recuerdo que nos encontramos con una montaña rusa destruida. Le pregunte a ella: “¿Qué está haciendo este dinosaurio muerto en la playa?”. Mi mujer fue extremadamente inteligente y no me respondió. A la noche, volví a la playa y me puse a mirar el mar junto al dinosaurio. Había niebla y de pronto escuché una bocina que sonaba una y otra vez. Entonces se me ocurrió: el dinosaurio cree que ese sonido es otro dinosaurio llamándolo, pero cuando se acerca, descubre que se trata de un faro. Destrozado, vuelve nadando a su antigua playa, donde muere de amor. Con esta historia vendí dos mil ejemplares y mi amigo Ray Harryhausen, otro amante de los dinosaurios, produjo la película animada. Después de eso seguí escribiendo y continué haciendo películas, pero siempre recordando la historia del dinosaurio y el faro, considerando cómo se construyeron nuestras vidas gracias a los dinosaurios. Recuerdo cuando estuve en la Feria de Arquitectura de 1933 en Chicago, dedicada a las ciudades del futuro. Estaba fascinado y no me quería ir, cuando me enteré de algo terrible: al terminar la Feria iban a destruir los edificios y las maquetas que habían armado. Entonces empecé a armar mis propias ferias. Guardaba de todo. En 1962 golpearon a mi puerta dos oficiales del gobierno. Me informaron que en el ‘64 iban a inaugurar una nueva Feria en Nueva York y que, como yo representaba el estilo de vida norteamericano, querían saber si podía escribir la historia de los Estados Unidos. Acepté. Dos años después vinieron con un poco más de dinero para que escribiera los últimos dos mil años de historia de la civilización occidental. Y volví a aceptar. De pronto me encontré con que todas esas cosas que coleccionaba desde los doce años me eran sumamente útiles para conocer la historia del hombre y del mundo.

Así y todo, escribí apenas treinta y dos páginas. Cuanto más investigaba, más me daba cuenta que no sabíamos nada. Creo que el trabajo empezaba diciendo: “Cuando me acuesto a mirar el cielo, me pregunto de qué estará hecho”. Por supuesto, tuve una discusión con los organizadores de la Feria. Ellos decían que lo mío no era científico. Me fui, pero seguí preguntándome por el Big Bang y pensando que nacemos para ser testigos, que nacemos en la ignorancia y que nacemos para mirar las cosas a nuestro alrededor. Y sigo pensando de qué estará hecho.

Años después, la noche que Neil Armstrong iba a pisar la Luna, yo estaba en Londres, donde me invitaron a un estudio de televisión para ver la transmisión del alunizaje y hacer algún comentario. Me recomendaron que fuera original. Pensé mucho lo que iba a decir. Era una buena oportunidad para hablar, pensé. Ahora que habíamos llegado a la Luna, era una buena oportunidad para contar la verdad sobre las naves espaciales. En mil años probablemente estemos viajando en el tiempo, pensé. Pero ahora sabemos que la humanidad está en peligro, que en algunos años la Tierra se congelará o se calentará. Ya lo han dicho Shakespeare y Dickens: el hombre está en peligro. Y a pesar de todo sigo creyendo que lo más importante es escribir. Las naves espaciales son para huir del Universo, no para quedarse aquí. Eso pensaba decir. Pero recuerdo que mientras esperaba para entrar en el programa había gente bailando y cantando. Me pareció una burla. Me fui del estudio, tomé un taxi y al otro día me enteré por el diario que Armstrong había pisado la Luna.

Por Ray Bradbury

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