Juan Guzmán Tapia: Apología de una vida excepcionalmente sencilla.

Su despedida fue como su vida misma: sin aspavientos, calladamente, sin discursos de ese oportunismo vacuo que siempre despreció.

Por Director

30/01/2021

Publicado en

Columnas

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“Sé que desde el punto de vista jurídico nadie puede inquietarme. Yo soy mí solo acusador y no hay necesidad de otro…”

Los endemoniados / Fedor Dostoievski

           

            Juan Mihovilovich

Siempre me llamó la atención en don Juan Guzmán esa actitud de serena templanza.  Su mirada tibia, envolvente,  ese andar pausado que parecía perderse en la muchedumbre y que, sin embargo, lo hacía destacarse noblemente en ella.  No tenía esa falsa impronta de quienes ostentan ciertos grados de poder circunstancial y que lo mal utilizan con posturas fingidas, estereotipos calcados al infinito o que verbalizan frivolidades como si fueran sentencias aprendidas de memoria.  No. 

            Juan Guzmán, el hombre y juez Juan Guzmán era, sin duda, un poeta inusitado, una suerte de insigne figura sacudiendo los cimientos de una sociedad enferma que negaba lo innegable: las desapariciones de personas, las muertes, torturas y exilios, entre muchas atrocidades que nos avergonzaron y avergüenzan en nuestras frágiles percepciones de lo indiscutible, en nuestros discretos o evidentes temores con que mirábamos hacia el lado como si nada de ello fuera posible.

            Es que don Juan Guzmán tenía ese don de los preclaros individuos que sienten haber venido al mundo, no tan solo para ocupar un lugar en el espacio, sino para cumplir  una misión esencialmente humana, no siempre compartida ni advertida por sus iguales: hacernos ver y entender que la mentira no puede vivirse eternamente y que el sufrimiento continúa ocurriendo tras la ficción de las informaciones tendenciosas o las ridículas condecoraciones de quienes viven auto engañándose o tergiversando la realidad en aras de sus espurias ambiciones.

            Don Juan Guzmán Tapia nos hizo comprender la simplicidad de los gestos, ejerciendo una judicatura carente de estridencias, sacudiendo nuestra modorra introspectiva con una sonrisa sin cálculos, con esa bondad tan consustancial de las personalidades excelsas.

            Pudo ser cualquier otra cosa en su pródiga existencia, pero eligió o fue elegido para hacernos partícipes de una justicia cercana y directa.  Y el supuesto azar de un destino misterioso determinó ser quien procesara al dictador, enseñándonos que la valentía es la extensión natural de ejercer un cargo con mesura, sin rencores o resentimientos… y que lo demás viene por añadidura.

            ¡Justicia!

            Que terrible palabra y que lejana ha estado de este país que se estremece todavía en sacudir los débiles principios sobre el que se pretendió erigir la nueva democracia.

            Administrar justicia nunca ha sido la única exigencia de un Poder que se pretende independiente.  La independencia verdadera está siempre asociada a quienes advierten en su fuero íntimo que no es posible ejercerla con palabras de buena crianza ni posiciones acomodaticias.  No se puede estar bien con dios y el demonio.  Y don Juan Guzmán, el juez y poeta Juan Guzmán, sabía que su rol como tal excedía y excede con creces las componendas de pasillo, los mensajes encriptados y las amenazas ciertas de quienes ostentaban y ostentan el poderío desde unas sombras siniestras matizadas con destellos utilitarios.

            Por eso no vaciló.  O quizás sí, debió dudar más de una vez, como dudan los grandes hombres ante las empresas más exigentes.  Pero no sucumbió ni al miedo ni a la presión abierta o solapada. Saltó la valla de la cobardía moral e hizo lo que todo ser humano excepcional hace en los momentos críticos en la historia de un país: tratar de hacer justicia.  El intento valió la pena.  Y el resto cae por su propio peso.  

            Hoy ha partido en la soledad más absoluta.  Sin grandilocuencias ni desplantes advenedizos que enturbiaran la esencia de un ser humano humilde,  original y compasivo.

            A veces las palabras están de más y el mutismo interior sea acaso el mejor homenaje que podamos darle a quien se jugó el cargo y el relativismo de las futuras jerarquías en aras del cumplimiento de un deber que superó con creces las contingencias mundanas.

            Quizás por ello su despedida fue como su vida misma: sin aspavientos, calladamente, sin discursos de ese oportunismo vacuo que siempre despreció. 

            Tal vez, por lo mismo, su partida sea su último llamado de atención, silencioso y profundo sobre el misterio de haber vivido una existencia digna.

            Algo que pocos pueden ostentar en una sociedad decadente donde el contagio general, desgraciadamente, va por dentro.

            Juan Mihovilovich

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