La banalización de la crisis energética

En los últimos meses acontecidos la retórica de la eficiencia energética y sus indicaciones domésticas han colmado el mensaje de la campaña mediática del Gobierno en la materia

Por Mauricio Becerra

16/03/2011

Publicado en

Columnas

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En los últimos meses acontecidos la retórica de la eficiencia energética y sus indicaciones domésticas han colmado el mensaje de la campaña mediática del Gobierno en la materia. Espacio en donde el actual biministro Laurence Golborne ha sido elegido para capitanear una persistente campaña mediática orientada a impulsar la preocupación por los hábitos de las actividades cotidianas de los habitantes de este país.

“Que no se olvide de desenchufar los electrodomésticos que no esté utilizando; de cambiar sus ampolletas incandescentes por ampolletas de bajo consumo, y ¡ojo! que si cuenta como familia vulnerable puede que el mismo Biministro personalmente pueda entregarle su pack de seis ampolletas eficientes en el marco del Programa Ilumínate con Buena Energía; de hacer correr el agua del inodoro únicamente cuando sea necesario; de esforzarse por abreviar el tiempo de sus duchas diarias; de estar pendiente a ajustar su reloj al horario invierno en un par de semanas más a lo convenido…”

Y así sucesivamente hasta el infinito, siempre y cuando se trate del compás soporífero de mensajes que se hacen visibles en el discurso iterativo del sentido común al interior de la vida privada.

Es que el hablar de la organización de las costumbres constituye el lugar en donde la población confirma su asistencia en el espacio de participación que los ministros, biministros, presidentes, comisiones, agencias de gobierno y políticos varios, disponen para la contribución ciudadana en la diversidad de problemáticas país. Siendo la energética una más de la extensa lista de la trivialización en el devenir del cotidiano.

A la larga, hacer tema de la redundancia de lo que la mayoría ya conoce o sabe –de lo obvio-, hace tolerante la permanencia del letargo de la fofa conciencia ciudadana para que cuestiones de fondo como el por qué no se abre una discusión vinculante sobre la posibilidad de renovar la matriz energética en Chile (dependiente mayoritariamente de recursos no renovables como el carbón y diesel), sigan apareciendo como quimeras que parecen iniciativas trasnochadas de grupos ecologistas minoritarios y no como un derecho fundamental de todos los chilenos.

La redundancia como recurso se convierte en el resultado del ejercicio perverso y sistemático de lo que Gregory Bateson acuñó como la lógica del Doble Vínculo, bajo la formula: “chilenos todos, no se preocupen de esas cosas, para eso estamos sus representantes, los delegados de asumir la responsabilidad de los temas públicos. Usted, en la privacidad de su hogar sólo ocúpese de seguir las indicaciones para un buen devenir de las cuestiones domésticas”. La invitación, en la letra chica, acarrea como un efecto indirecto el que no vale la pena que la ciudadanía entre al espacio público a participar en cuestiones que se escapan del horizonte de su vida privada.

Son las profundidades de la banalización las que se repiten con minuciosa destreza en forma de consejos para la rutina cotidiana en el problema energético y las cuales resisten cualquier tratamiento temático. Su oscuridad alcanza para hacer de las frases prefabricadas sobre democracia y autonomía del Presidente, consignas de paz y deseos de prosperidad en una vuelta por Medio Oriente. También alcanzan, en nombre de la calidad de la educación y por el bien de los niños de Chile, para impulsar iniciativas confeccionadas por expertos a tiempos de extrema urgencia que siguen postergando el compromiso político y moral por una reforma pendiente en el área. Anótese, que de lo mismo se habla en el nombre del gran comodín consagrado por “alcanzar el desarrollo” en el marco de una supuesta crisis energética: la necesidad de promover termoeléctricas y colosos como HydroAysén; y por qué no, insistir en la posibilidad de reactores nucleares.

Las artimañas del discurso estratégico de la banalización se repite una y otra vez en la forma en que son transfigurados los temas ciudadanos bajo la retórica del discurso del sentido común. Ya el profesor Grinor Rojo con ávida claridad –en sus Discrepancias de Bicentenario-, apuntó a la capacidad de ciertas prácticas que hacen de la banalidad una rutina legítima acreditada. Muestra ilustre de aquello es la constante de la tendencia de la clase política gobernante a manifestar que su norte de preocupación es lo que le interesa a la gente dentro de su casa o en su manzana y no más allá de su barrio.

Aquello que sólo comprende lo que a esa gente le ocurre cuando tienen que llevar a sus hijos al colegio o cuando son solicitados en una campaña sobre racionamiento energético en medio de un debate invisibilizado sobre la puesta en marcha de mega-proyectos, que no alcanza a ser objeto de disputa pública ni agenda temática de los medios de comunicación masivos. Pero para qué ¿es acaso necesario que la ciudadanía manifieste una opinión en el tema? En otras palabras, si y sólo si, los temas son temas de preocupación pública cuando pueden ser relatados como el trajín de todos los días.

El ejercicio de activar repetidamente el acervo del sentido común es más fácil y menos problemático que entregar los recursos para la construcción de opinión ciudadana. Como ejercicio de poder, la práctica discursiva es perversa, no solo porque los representantes políticos delegados en democracia se encargan de administrar los temas públicos como auténticos mandamases en nombre de las razones de la tecno-experticia, sino además porque reiteran en la banalización de aquellos temas enmascarando los problemas con un velo de superficialidad. Indican señales mecánicas para ser tomadas en cuenta en el día a día como si se tratase de máquinas triviales.

Pero esto no parece nada de raro, tiene el mismo aroma del perfeccionamiento de la regla en democracia de lo que antaño, hace un par de décadas, Jaime Guzmán llamó como Estado de Excepción. Tablado que sus sucesores, hoy en Gobierno, saben cómo manejar a la perfección.

Por Gonzalo García

Osorno, marzo 2011.

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