La enfermedad mayor

Lo primero que requiere nuestra Salud Pública es ser un derecho garantizado en una nueva Constitución, en la cual el Estado sea garante de estos y otros derechos sociales y deje de lado el rol subsidiario al que ha sido reducido, tanto para abordar demandas sociales como para entregar millonarios recursos a grandes empresas privadas.

Por Daniel Labbé Yáñez

08/04/2020

Publicado en

Columnas

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Opinión de Consuelo Villaseñor, presidenta de la Confederación de Profesionales Universitarios de la Salud (CONFEDEPRUS)

La llegada y propagación del COVID-19 en nuestro país ha dejado en evidencia, una vez más, las poderosas razones por las cuales es necesario un cambio profundo en el modelo de desarrollo social. Un desarrollo que depende fundamentalmente de la redistribución del ingreso, de la reorientación del crecimiento económico. Durante décadas se ha puesto a esta variable, el crecimiento, como parámetro exclusivo de bienestar social de nuestro país. Cifras macroeconómicas que, puestas en términos comparativos, situaban a Chile dentro de las primeras naciones sudamericanas en la materia, sinónimo irrebatible de prosperidad.

Los extremos niveles de concentración de la riqueza a los que se ha llegado, sin embargo, terminaron por derribar el dogma neoliberal. Porque de poco y nada sirve el crecimiento económico de un país si es para su acaparamiento en pocas manos. Las manos que manejan todo, las de los dueños de Chile, arrebatadoras, manchadas, brutales al momento de golpear para defender sus privilegios y el injusto orden social del cual estos se nutren, a costa de la desposesión de millones de personas.

Un desarrollo que depende, en resumidas cuentas, de cambios profundos y estructurales que permitan tener un Estado fortalecido y no subordinado al modelo económico actual, que en nombre de la libertad de mercado lo ha relegado a un segundo plano, debilitándolo en su capacidad para generar políticas públicas potentes y efectivas en favor de la ciudadanía, que puedan dar respuesta a necesidades y emergencias como la del COVID-19. ¿Acaso el mercado, el sistema de salud privado que ha sido beneficiado con el desmantelamiento sistemático de la Salud Pública, va a dar solución a esta crisis sanitaria? ¿De qué manera podría hacerlo, si su inspiración no es de naturaleza social, sino comercial y lucrativa?

La Salud Pública, donde se atiende el 80% de las chilenas y chilenos, ha estado enferma durante mucho tiempo, anémica, desangrada por los colmillos depredadores del mercado que ve, en aquellos millones de usuarios y usuarias, millones de dólares que podrían ir a parar a bolsillos privados. Clientes potenciales en lugar de sujetos de derechos. Reformas como el proyecto de ley de “mejoramiento” de Fonasa solo han sido intentos por avanzar en esa dirección, traspasando recursos al negocio de la salud privada para terminar por asfixiar y matar al sistema público.

Se ha dicho en numerosas ocasiones que esta salud enferma necesita de inyecciones presupuestarias que le permitan fortalecerse, de manera de poder hacer frente a la demanda por atención de sus usuarios y usuarias; sin embargo, lo primero que requiere nuestra Salud Pública es ser un derecho garantizado en una nueva Constitución, en la cual el Estado sea garante de estos y otros derechos sociales y deje de lado el rol subsidiario al que ha sido reducido, tanto para abordar demandas sociales como para entregar millonarios recursos a grandes empresas privadas.

Ante una crisis sanitaria y social como la que se vislumbra en un horizonte cada vez más cercano, con un Estado debilitado por la lógica privatizadora que se ha adueñado de riquezas, bienes comunes de uso público y derechos, con una Salud Pública desmantelada por ello, no es el mercado el que da las respuestas necesarias para enfrentar este escenario. El lucro casi ideológico presente en todo lo que represente una oportunidad de ganancia, como por ejemplo el cobro por la realización de exámenes de detección del virus o el muy poco transparente arriendo de un espacio privado para la instalación de camas críticas (operación de la que no hay registro, según el Observatorio del Gasto Fiscal), así como también el hecho de que la Dirección del Trabajo haya dejado en libertad de decisión a las empresas para pagar o no los sueldos de aquellos/as trabajadores y/o trabajadoras que, por razones de autocuidado sanitario, no asistan a sus lugares de labores, pudiendo ayudarse “echando mano” al Seguro de Cesantía (es decir, a sus propios dineros), es otra demostración más de lo necesarios que son cambios profundos en temas de derechos sociales en nuestro país, en el que sean las ganancias, y no las pérdidas, las que deban ser socializadas.

Foto: Ministerio de Salud

¿Quién paga la crisis? Los y las trabajadores/as, directamente desde sus bolsillos. Los mismos bolsillos en los que las AFP meten sus manos, que son las manos dueñas de todo, o casi todo, vulnerando violentamente el derecho de miles de personas de la tercera edad a su acceso a la Salud. ¿Por qué ha habido tanta demora en tomar decisiones potentes que impidan el avance del COVID-19, en vez de ir adoptando medidas graduales según sea su expansión? ¿Dónde tiene puesto el foco el Gobierno, en el interés público o en el privado? ¿Existe acaso algún tipo de conflicto de intereses que pueda explicar esta negligente tardanza en implementar acciones, como una verdadera cuarentena total, que resguarden la salud y la vida de la población y no solo de algunos y algunas en determinadas comunas de Santiago o lugares en el país? ¿Sirve de algo haber decretado Toque de Queda para evitar el contacto social y, con ello, la propagación del contagio, si se sigue permitiendo al mismo tiempo, y por razones economicistas, que miles de personas sigan aglomerándose en las estaciones del Metro o en los paraderos del transporte público para ir a sus trabajos, por temor a dejar de percibir su pago a fin de mes? ¿Qué sentido de realidad tiene la recomendación de las autoridades de permanecer a más de un metro de distancia en situaciones como esa?

El Gobierno no puede poner en la ciudadanía la responsabilidad de evitar el contagio de este virus, sin hacerse cargo de la suya, como es adoptar medidas potentes que frenen su avance, y no seguir esperando a ver si “muta y se pone buena persona”, como dijo hace unos días el ministro Jaime Mañalich, con un nivel de liviandad realmente escandaloso, y que nos permite comprender con profunda preocupación como dirigentas y dirigentes gremiales de la Salud Pública, el escaso nivel de seriedad con la que quienes son responsables del cuidado de la vida de la población se están tomando el tema. Las decisiones graduales sólo permiten que el COVID-19 se siga expandiendo rápidamente, con las pérdidas de vidas que ello implica. Hasta ahora, sin embargo, ello parece ser un costo marginal para el cálculo económico de los expertos, para quienes las pérdidas monetarias tienen un valor mayor que el de las pérdidas humanas. La lógica del “costo-beneficio”, que sacrifica derechos para asegurar privilegios.    

La llegada y propagación del COVID-19 en nuestro país ha dejado en evidencia, una vez más, las poderosas razones por las cuales es necesario un cambio profundo en nuestro modelo de desarrollo social, y en el cual la derrota de la enfermedad mayor, como este neoliberalismo, resulta vital para la Salud Pública de nuestro país y de los millones de chilenas y chilenos que se atienden en ella.

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