Por Alejandro Kirk
«El antichavismo reduce la capacidad intelectual», decía en Caracas la reputada periodista y académica venezolano-chilena-yugoslava Olga Dragnic, para referirse a las «teorías» surgidas a raíz de la victoria del presidente Hugo Chávez en el referendum revocatorio de 2004. La más repetida tesis de esos días era que un hacker ruso capturaba los votos en el éter y los enviaba a Cuba, donde se cambiaban exactamente al revés, en segundos, sin que nadie lo notara. Así, el 60 por ciento de Chávez era en realidad el 40. Eso lo susurraban o vociferaban, según el nivel, académicos, profesionales, empresarios o políticos con toda seriedad, y hasta se lo preguntaron los reporteros al embajador ruso, quien no podía creer lo que escuchaba.
Eran los mismos que rechazaban el reemplazo gratuito de bombillos eléctricos incandescentes por los «ahorradores», porque en esos bombillos habían dispositivos de espionaje de la «dictadura». Los que se reunían en acaloradas reuniones de condominio a debatir estrategias para defender sus edificios de las «hordas chavistas» que inevitablemente bajarían de los cerros a robarles todo.
En 2004, el líder del partido Acción Democrática, Henry Ramos Allup, rechazó los resultados del referéndum, denunciando fraude, y ante las cámaras se comprometió solemnemente, con aire de dignidad herida, a entregar al Ministerio Público las pruebas irrefutables que habían recabado.
Esas pruebas no llegaron nunca, ni tampoco las de los supuestos fraudes que se cometieron en todos los comicios celebrados durante el chavismo, excepto dos: 2007 -cuando fue rechazada una propuesta chavista de cambio constitucional-, y 2015, cuando la derecha obtuvo mayoría absoluta en las elecciones parlamentarias. En esos dos casos, el mismo Consejo Nacional Electoral (CNE) que hacía siempre fraudes, dejó de hacerlos, por motivos desconocidos.
No hubo jamás siquiera reclamos formales ante el CNE o el Tribunal Supremo de Justicia, pero sí muertos y heridos, como en 2014, cuando el derrotado Henrique Capriles Radonsky llamó a «descargar la arrechera (bronca)» en las calles, y se vieron escenas idénticas a las de la última semana: asesinatos, asaltos a edificios públicos, incendios y linchamientos, en busca de una definición violenta del tema del poder. La gran mayoría de los más de 40 muertos fueron gente del pueblo, chavistas, que hasta ahora demandan justicia.
Como ahora, la «comunidad internacional» demandó que no se criminalizara la «protesta pacífica» y que se liberara a los ciudadanos detenidos por manifestar su desacuerdo con el «fraude». Como ahora, y en cada proceso electoral, esa «comunidad» ha denunciado que no se ajusta a los estándares internacionales democráticos, y son por tanto inválidos. Menos, por supuesto, aquellos dos en que ganó la derecha.
Pánico
Desde el veloz pronunciamiento del presidente Gabriel Boric, descalificando -nada menos que desde la federación de siete monarquías feudales llamada Emiratos Árabes Unidos– las elecciones del 28 de julio, en Chile hay una suerte de ataque colectivo de pánico, en que nadie -especialmente en el progresismo- quiere aparecer bajo sospecha de simpatizar con el chavismo (al que llaman «madurismo»). Hay uno, un escritor, que se mandó una larga reflexión sobre el «narcosocialismo», y otro, ex viceministro, ensaya un estilo comparativo Pinochet-Maduro (en que incluye a Hitler y Stalin), convencidísimo de que son exactamente lo mismo. Una ministra dice que muchos se van a sonrojar cuando se abran las puertas del Helicoide (un ex centro comercial caraqueño de los años 50, nunca terminado, hoy ocupado por instalaciones policiales).
Un periodista de matinales afirma que «Maduro es un problema para la izquierda», porque es «fascista», y el enviado especial en la frontera colombo-venezolana se lanza una hipótesis personal acerca de que Maduro quiere que se vayan de Venezuela todos los opositores. Otro reportero estrella se mete a Venezuela sin visa y luego protesta enérgicamente porque lo detienen, y también lo hacen tanto el Gobierno de Chile (que diariamente deporta gente sin visa), como el Colegio de Periodistas, que tiene un rasero selectivo acerca de sus socios.
Todos muy enérgicos. Este es uno de esos casos de histeria colectiva en que una vez instalada la «verdad», ya no se necesitan pruebas para acusar y condenar. Y menos cuando acusar y condenar asegura beneficios. La cadena obliga a cada uno a ser más radical y más vehemente que el otro, porque cualquier debilidad te puede dejar en el campo equivocado.
Es el caso de una «comisión investigadora» de la Cámara de Diputados, que se subió por el chorro y concluyó sin necesidad de mostrar evidencias que el exteniente venezolano Ronald Ojeda fue «secuestrado, torturado y asesinado» por agentes de Maduro en connivencia con el Tren de Aragua, y llama a las Fuerzas Armadas a tomar cartas.
El denominador común de toda esta turba es que no les cabe duda de que hubo fraude, y la prueba es que el CNE de Venezuela se demora en entregar las actas de los votos individuales de cerca de 12 millones de electores. La «entrega de las actas» es la consigna que recorre el planeta desde el día siguiente de la elección. Me fui entonces a los sitios del Servicio Electoral chileno, y del Tribunal Calificador de Elecciones, a ver las actas de un país serio como Chile, que obviamente -ya que las exige tan vigorosamente a Venezuela- sí las publica al día siguiente (y sí las verifican organismos extranjeros, como exige el presidente Boric). Y encuentro -oh sorpresa- que las actas en Chile se publican un mes después de los comicios, y que no hay árbitros externos.
O sea, igual que en Venezuela: se llama soberanía.
La Verdad
Varios meses antes de las elecciones se comenzó a instalar mundialmente la «verdad» de que esta vez sí la oposición derechista era mayoría abrumadora y no podía perder. Las encuestas así lo aseguraban. Si perdían, sería invariablemente un fraude.
La verdad es un concepto aleatorio, pero los expertos en marketing hace mucho descubrieron un aspecto fundamental: que la realidad no importa. Lo que importa es la percepción de ella en la mente de las personas. Los informes de la organización estadounidense Consumers Report acreditan esto desde hace décadas, analizando exhaustivamente productos del mercado, en que, con sorprendente frecuencia, concluyen que el más barato era el mejor. La publicidad se encarga de decirnos lo contrario y nadie -nadie- queda exento de sus efectos.
En junio apareció Luis Vicente León, el dueño de la encuestadora más reputada por la oposición venezolana, Datanálisis, con una verdad incómoda. Dijo: de los 21 millones de votantes potenciales, sólo 17 millones están en Venezuela. De ellos, hay un porcentaje importante que no vota (en Venezuela el voto es voluntario), una «abstención estructural» de 35 por ciento. El chavismo, dijo, tiene un voto duro de 25 a 30 por ciento del padrón electoral, y está mejor organizado que la oposición.
El desafío para la oposición, agregó León, es conseguir que haya una participación superior a 65 por ciento, porque sólo en ese escenario puede ganar. De otro modo ganaría el chavismo, que sí organiza a su gente para votar.
Y frente a esta hipótesis, ¿qué pasó? Que la participación fue de 59 por ciento. No sabremos nunca si con 70 por ciento de asistencia ganaba la derecha, pero el hecho concreto está a la vista.
Y para todo esto hay una explicación plausible: ¿le interesa realmente al núcleo de la oposición (Estados Unidos) ganar las elecciones? El oligarca sudafricano-estadounidense Elon Musk se ha pronunciado abiertamente en dos contiendas políticas latinoamericanas: Bolivia y Venezuela. En 2019 apoyó el golpe de Estado contra Evo Morales, alardeando que «damos un golpe donde y cuando queremos», en ese caso para apropiarse de las reservas de litio. Ahora propicia un golpe en Venezuela, el país con las mayores reservas de petróleo del mundo.
Elon sabe de qué habla: sin una solución violenta y dictatorial que barra con la institucionalidad actual, no le será posible a las transnacionales apropiarse de los inmensos recursos energéticos y minerales de Venezuela, que están protegidos por leyes orgánicas de alto quorum. Con el chavismo intacto, organizado en todo espacio, nunca lo conseguirían: por eso necesitan el terror.
Intentaron sublevar al país con el mismo plan fracasado en 2014, 2017 y 2019: grupos pequeños («comanditos») sembrando terror y dispersando la presencia pública en el territorio. Esta vez la respuesta del Estado fue mucho más asertiva que las anteriores, cortando la violencia de cuajo. A diferencia de 2017, los grupos de «comanditos» no encontraron disposición de la clase media para tomarse las calles de sus propias urbanizaciones, y quedaron así a merced de las fuerzas policiales.
Los estrategas electorales de Maduro habían dado en el clavo: esa clase media acomodada que odia al chavismo, y que en 2017 y 2019 pensó que con un poquito de esfuerzo en las calles vendrían los marines estadounidenses a hacerse cargo, ahora sólo quiere paz.
Esa clase media ha sido la más beneficiada en los últimos cuatro años de reformas económicas. Los notorios repuntes en la economía, la recuperación de mercados externos, la relativa soberanía alimentaria, el mejoramiento paulatino de las condiciones de vida, las fórmulas exitosas para evadir las más de 900 sanciones impuestas por Estados Unidos, y las alianzas internacionales, encuentran a Caracas en una posición mucho más sólida que en las ocasiones anteriores. De ahí la firmeza frente a la violencia, y el rechazo tajante a las injerencias externas.
La Fuerza Armada Nacional Bolivariana nuevamente desoyó los llamados al golpe y eso obligó a Edmundo González y a Machado a formular este lunes un llamamiento a los oficiales subalternos a rebelarse contra sus mandos. Es el postrero y repetido desespero por cambiar la realidad de golpe.
Por Alejandro Kirk
Periodista.
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