La verdad central

A Jorge, chofer de la Verdad Central

Por Wari

27/11/2011

Publicado en

Columnas

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A Jorge, chofer de la Verdad Central.

A Carla, pasando por la Verdad Central.

En los años setentas a la Verdad de las cosas (que hoy le dicen “la Dura”), le llamaban “la Posta”. En los últimos tres años he estado por lo menos cuatro veces en la Verdad. Tres veces en la Verdad 3, la de Huérfanos y Chacabuco, y una vez en la Verdad Central. Eso fue hace solo dos semanas.

Hubo un accidente, me avisan. Corremos con el Inspector Leiva cuatro cuadras al lugar de los hechos. Están los bomberos, y luego llega Carabineros. Llega una ambulancia, le pregunto al chofer si puedo subir. Con mucha amabilidad y lentitud, que no se condicen con la urgencia del momento, me dice que espere un rato y podré subir. En la radio de la ambulancia suena ¿Quién mató a Gaete? Canción endémica de la cual aún no me quiere rehabilitar la radiodifusión nacional. Viajamos hacia la Verdad Central. Avenida Portugal y Rancagua. Esquina de protestas y mendigos.

Aquí solamente se ven grandes verdades. De pronto los guardias de seguridad y choferes y camilleros de la Verdad Central se vuelven como locos y cual enajenados nos empujan a los que estamos en la sala de espera y hacen un corredor entre la entrada de las ambulancias y el pasillo hacia las atenciones de urgencia. Por este pasillo, hecho a fuerza de gritos, pasa una camilla, en ella va un hombre sin camisa. Un enfermero, o médico, le da golpes en el pecho, el accidentado lleva una mascarilla en la cara. La camilla parece que volara y es llevada por muchos hombres. La imagen dura pocos segundos. Se pierde el grupo tras las puertas batientes. La imagen es fugaz y nos estremece.

Ahora todo nos parece trivial. Lo que conversábamos antes nos parece trivial. La política, la ciudad, la música, todo pierde peso y se desvanece en el aire de la Verdad Central. Súbitamente uno de nosotros, el Inspector Leiva, para ser más precisos, nos dice en voz baja: “Oh-oh, parece que tenemos malas noticias”. Una mujer, que parece ser médico, se acerca a un hombre de unos treinta años, de lentes, vestido muy correctamente, en mangas de camisa y que parece haber sido arrancado de su oficina. La mujer le dice algo, lo toma de los brazos, y el hombre da un grito estremecedor y cae al suelo, se sienta en el suelo, patalea como un niño. Otra mujer, que acompaña al hombre, se arrodilla y lo abraza. La que parece doctora luego va en pos de un joven de buzo que está en el escritorio de Carabineros. Le da la noticia. Éste solo se toma la cara y hace una mueca muda aguantando la respiración. Como “El Grito” de Munch. ¿Conocen esa pintura de Munch? Alguna vez la robaron de un museo. Ahora la tiene el joven de buzo. No grita, no respira. Ahora él ES El Grito de Munch. Es la impotencia ante el destino o ante un concepto que llamamos Dios y que a veces es un cretino. Ahora, el oficinista y el joven de buzo están en otro concepto. En el del paseíto por el infierno.

Desaparecen todos muy rápido. Frente al Box de Reanimación me cruzo con Jorge. Me dice: “Se tiró del piso once, prácticamente llegó sin vida”.

Sólo grandes verdades se aceptan aquí. En la Verdad Central.

Por Mauricio Redolés

El Ciudadano Nº112, segunda quincena octubre 2011

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