Los 80: cuando ayer se parece a hoy.

El domingo esperé atento que el trece emitiera el primer capítulo de la última temporada de Los 80

Por Arturo Ledezma

12/10/2014

Publicado en

Columnas

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El domingo esperé atento que el trece emitiera el primer capítulo de la última temporada de Los 80. Cada vez que siquiera pienso en esta serie, algo automático se despierta en mí, como un estado de indefensión, como si me enfrentara a cualquier movimiento de alguien que me trató mal por mucho tiempo y yo solo atinara a cubrirme la cara, a protegerme. Porque convengamos en que todas las temporadas, todas, siempre se han encargado de traernos a este tiempo esos castigos permanentes y diarios con que curtimos la piel tantos años en otros tiempos. Los ochentas fueron esa década en que nuestros gritos, los milicos y sus socios, trataron de acallar a punta de patadas, cucharitas con salsa de tomate y maripepasnietos.

El ejercicio de la memoria, el contacto habitual que todos y todas, alevosamente o no, hacemos con lo que alguna vez fuimos, nos resitúa, regalándonos una pequeña excusa para cachar en qué estamos, para pensar con otro ánimo el próximo paso a dar. Por eso mismo es que piezas como Los 80 se aparecen como la excusa precisa para dejar en el velador las urgencias injustas del doméstico y tocar algo parecido al mundo propio, a la velada conciencia.

Entonces, mientras el capítulo corría, veía y recordaba cómo el 89 comíamos uvas sin descanso, consumíamos VHSes –en la casa del amiguito que tuviera un aparatito para verlos- y fondeados hacíamos correr el Advance de turno. Sin embargo, este domingo abrí un espacio en mi historia que no recordaba o que quizás, lo tengo por ahí y lo discurseo, pero que no lo dimensiono en su real forma. Este capítulo mostraba a una dueña de casa, que hace algunas temporadas había compartido esta actividad con un trabajo de vendedora en una tienda –asunto que sacaba chispas e incomodaba a las comunes costumbres de macho-. Su marido, tan torpe como noble, azotado por una estafa, una insufrible cesantía y luego una pega de mierda que lo convirtió en una fracción de lo pulento que alguna vez fue, son parte de los motivos de una separación –con zamarreo y violencia incluidas-. Aquí es cuando se rompe, en plena cara, la canónica, tradicional e inalterable construcción de familia, de matrimonio, al que estábamos acostumbrados. Y lo más cuático, es que se erige una forma de mamá y de mujer que no recuerdo haber tenido patente en mi niñez lotina.

El pagüer gerl

Mi mamá es parvularia jubilada. De crianza sureña, canuta y estoica, ella mucho tiempo solo me resonó como eso, como mi mamá. Por años me enorgulleció el saberla una persona resiliente y a prueba de pestes o hambrunas, una vieja que siempre me tenía los materiales para técnico manual, la leche caliente y el beso de las buenas noches.

Cuando en el crecer se me aparece la u, las otras películas, los otros libros, las garrafas y los atraques, recién empiezo a ver a mi vieja como un sujeto intenso, colorido, capaz de ser persona y género, independiente de mi existencia y mis necesidades; es ahí en donde comienzo y termino de entender, de querer a Ana, a esa otra mamá mujer de los ochenta.

Verla a ella vivir los devaneos tan culposos como placenteros de una nueva relación, de tener un nuevo pololo tras su fallido matrimonio y que en su barrio se la tilde de puta, la instalan en este imaginario picao a progresista en el que vivimos, como un personaje que aun agita y remece este modelo penca de país construido con ampolletas y cajas de huevo. Sostengo esto al revisar cómo los espacios facebook y tuiter reciben juicios y pedradas a la forma en que un personaje, un personaje mujer, decide hacerse cargo de definir su nuevo camino. Twitter colgaba comentarios como “hueona suelta”, “hueona sin corazón”, “eso no se le hace a un hombre tan bueno como el Juanito”, “la cagaste Ana” y pareciera que cada una de esas bravatas fuesen ecos de tiempos perdidos en que la posibilidad del cambio, de lo distinto, incluso del error cometido por una mujer, no le pudiese ser permitida.

Siempre es lo mismo, nena.

El manoseado mundito posmoderno, teoriza afirmando que nosotr@s individuos de estos tiempos, protagonistas de nuevos y desprejuiciados paradigmas, tendemos a volcarnos al pasado, a la historia local o al recuerdo íntimo, y que este nuevo escenario sería capaz de armonizar las viejas y conservadoras luces con las actuales. Sin embargo, al observar el devenir de Ana con todas sus decisiones, con su grandeza natural, femenina y humana –hecho que significa el querer decidir desde su propia ética y guata-, aquella teoría defendida por la academia simplemente se va al carajo.

Y puta que es lamentable enfrentarse a tanto trolleo pechoño, a tanto castigo machista, porque la gracia de que el tiempo corra, es justamente eso… que todo esto avanza, se reacomoda y se piensa a sí mismo, permanentemente. La gracia de crecer es que lo que antes erraba ahora lo reparo, que lo que ayer dañé, ahora lo curo y cuido. La gracia de avanzar es que mi mamá y las Anas y las mujeres de cualquier parte, dejen de ser la persona del fondo y sean, por fin, lo que ellas quieren ser.

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