Murió Faúndez

Por Marcelo Con Riera La tarde del 18 de octubre del 2019 falleció Faúndez

Por Director

18/10/2020

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Columnas

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Por Marcelo Con Riera

La tarde del 18 de octubre del 2019 falleció Faúndez. Solo, en su casa, frente a un televisor encendido que en realidad ya poco miraba y aunque no se puede comprobar, quizás, justo durante la tanda comercial que mostraba algún spot de la empresa telefónica que por tantos años debió publicitar.

Escribo sobre el personaje (no del actor) a quién pude crear y escribir sus guiones en mi época de redactor, por lo mismo, me siento con todo el derecho a imaginar su merecido punto final.

Ícono del último suspiro de los 90, Faúndez a secas, sin nombre ni segundo apellido, con su pillería nos trajo la buena noticia de que la tecnología se hacía transversal, entero choro y vivaracho, le puso rostro a toda una clase que nunca antes habíamos querido mirar, mucho menos, darle pantalla en una pauta televisiva comercial (salvo cuando Don Francis llevaba algunos representantes en modo bufón para luego comentar: “salvaje el roto simpático” en esas noches sabatinas de toque de queda sin cuarentena, pero con pandemia militar).

Faúndez se convirtió en héroe popular, fue capaz de ganarle a un grupo de “Pepe Patos” en el metro cuadrado de un ascensor al contestar su propio celular, logotipo de una clase baja que emergía y se empoderaba a la sombra del país jaguar, material de estudio de sociólogos y orgullo de tanto neoliberal, murió de a poco, como gran maestro que le faltó chasquilla y cobertura de plan para reparar un desbarajuste de tripas. Atrás quedaron los tiempos donde un matutino nacional lo nombraba personaje del año, sus últimos meses los pasó sin popularidad, gastando casi toda su pensión en remedios muy difíciles de nombrar y casi imposibles de pagar. Para llegar gateando a fin de mes, necesitaba la ayuda de sus tres hijos profesionales (uno publicista que la única propaganda que redactaba era para el taxi que manejaba, otro periodista que solo informaba a su jefe la cuota de planes de Isapre que vendía cada mes y la tercera, una contadora que sí pudo trabajar en una consultora muy grande, de secretaria) por eso, nunca entendió el argumento que daban esos señores emperifollados que aparecían en las noticias amenazando que si entregaban las platas de la jubilación anticipadamente, después los hijos tendrían que hacerse cargo de sus viejos, “por último, digan que serán un cacho para los nietos” reclamaba en silencio y sin garabatos antes de cambiar de canal.

En poco tiempo se ramificó su enfermedad, pero lo que más le dolía no eran los huesos, la guata ni el respirar, si no que esa sensación de abandono y promesa rota por parte de un sistema que nunca cumplió su parte del trato. Faúndez siempre trabajó tal como le dijeron, partió con un “Aló Faúndez, ingeniería electrónica e instalaciones varios” y se diversificó agregando fletes, carpintería, gasfitería, pintura, jardinería, aseos y hasta animaciones de cumpleaños al estribillo de su protocolo de call center, incluso, las emprendió como todo un Rey del Tolueno importando juguetes plásticos y cachivaches chinos y aunque no le funcionó, siempre siguió contestando su celular, sin hacerle asco a ningún pololo por precario que fuera el pretendiente. “Se nace solo, con miedo, hambre y frío, de ahí en adelante es pura ganancia” se repetía cada mañana el bueno de Faúndez con ese optimismo de siempre confiar en la cantinela neoliberal, a ojo ciego creyó que su libertad estaba en poder elegir, aunque muy tarde comprendió que las alternativas siempre las imponían los de siempre. Creyó en el individualismo, dejó de ser barrio y como le dijeron que el éxito estaba en consumir, también se compró el estribillo de que para ser validado por el qué dirán, había que “tener” y le puso tanta hora hombre a su rutina diaria que por mucho “hacer” se olvidó de “ser” (papá, pareja, amigo, vecino y feliz) y llegó la frustración porque en un país donde todo tiene precio y desprecio, tampoco le alcanzaba para tanto bien material y alienado desarrolló una tremenda depresión pero claro, la salud mental era otro lujo de esos que no se podía dar y se la tuvo que bancar. En todo caso, Faúndez nunca fue malagradecido, además tantas cifras, gráficos y porcentajes que aparecían en horario prime le repetían que toda queja sería injusta y sí, comparado con su madre (nunca conoció a su padre), el sistema lo sacó de la extrema pobreza, de huacho pasó a chasquilla y a punta de créditos pudo tener una casita, una camionetita que en un par de ocasiones pudo renovar y hasta el recuerdo de un viaje a Francia 98 siguiendo a la selección de los Za-Sa que se demoró dos mundiales en pagar. Su primera educación fue en uno de esos liceos que fabrican mano de obra, donde le enseñaron de circuitos y corriente alterna pero nunca de leyes, derechos laborales ni justicia social, pero como por un rato este capitalismo extremo lo favoreció, pudo matricular a sus hijos en un colegio con más roce, de esos subvencionados, medio bilingüe y aunque sus críos aprendieron nothing de inglés, el establecimiento terminaba en college y por último, los sostenedores eran los mismos dueños de una cadena de parrilladas que le quedaba la carne de perilla así que tan malo no podía ser.

Ni de izquierda ni derecha, aunque mucho más chicha que limoná, Faúndez rapidito aprendió el lenguaje del patrón, a callar cuando no había que opinar, aceptar el sobrenombre de turno y siempre sonreír para nunca caer mal. Votó por Piñera y Bachelet, pero solo la primera vez, luego se aburrió y dejó de votar más por miedo a que lo dejaran de vocal ya que hace rato había perdido la esperanza de que a través de una urna algo podía cambiar. “Caminando se hace pan” le decía su mamá, por lo que nunca fue flojo ni quiso todo gratis, pero el tiempo también hace su pega y sus ojos se volvieron del color de su sombrero, sus manos se cansaron de tanto tiritar y su mente dejó de brillar y así, sin aviso ni whatsapp llegó la enfermedad. La noticia hizo metástasis en sus clientes y las pegas comenzaron a escasear hasta finalmente, desaparecer y aunque hasta el último día de su vida Faúndez revisó su celular, nunca nadie lo llamó para preguntarle cómo estaba, qué necesitaba y mucho menos escuchar su opinión. El maestro sabía que para este sistema se había convertido en esos teléfonos que vendía y que cuando ya no funcionan o pasan de moda, simplemente hay que desechar y cambiar.

La misma tarde en que sus nueve nietos evadían el Metro, cantando y caceroleando en el centro de Santiago, mientras millones de chilenos descubrían que su dolor no era individual, Faúndez finalmente apagó su celular. A los cinco días de estar enterrado lo llamaron para darle la buena noticia que la lista de espera había corrido y había hora de pabellón, obviamente nadie contestó. Con su partida al menos, se libró de la pandemia y aunque no pudo retirar su 10% ni alcanzó a votar por el apruebo, lo que más lamentaron sus cercados, es que no llegó a respirar este aire de esperanza que de un día para otro inundó cada pueblo y ciudad, ese despertar inimaginable de que finalmente todo esto puede cambiar. Faúndez se rompió el lomo para darle un mejor futuro a sus hijos, a sus nietos y hoy, son ellos mismos los que tienen la oportunidad histórica de imaginar y construir un país con la certeza de que la gran riqueza de todo pueblo es y será su diversidad. Un futuro sin miedo al otro y donde la palabra empatizar se conjugue tanto hasta convertirla en verbo nacional, donde el competir se cambie por colaborar y donde todos los Faúndez importen, independiente de su edad, su credo, su origen, sus talentos, su orientación sexual y de lo mucho o poco que puedan comprar.

Su funeral fue austero, harto lagrimón, poca flor y mucho buen recuerdo y así partió a su último llamado el entrañable Faúndez, probablemente como lo cuenta la cosmovisión Mapuche, viajando arriba de cuatro ballenas rumbo a Isla Mocha para, en una de esas, convertirse en alma universal, a pesar que toda su vida siempre trató de ocultar que su segundo apellido era Huenchullán.

Por Marcelo Con Riera

Ilustración Yerko

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